Vicente Aleixandre y Merlo
(Sevilla, 26 de abril de 1898 - Madrid, 13 de diciembre de 1984)
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Vicente Aleixandre falleció el 14 de diciembre de 1984 en Madrid. Fue enterrado el día 15 en el panteón familiar del cementerio madrileño de La Almudena.
El 6 de octubre de 1977 la Academia
Sueca le concede el Premio Nobel de Literatura «por una obra de creación
poética innovadora que ilustra la condición del hombre en el cosmos y en
nuestra sociedad actual, a la par que representa la gran renovación, en la
época de entreguerras, de las tradiciones de la poesía española». Al no poder asistir a la ceremonia de entrega en
Estocolmo por motivos de salud, recogió el galardón en su nombre el poeta
canario Justo Jorge Padrón, quien leyó en su nombre el siguiente discurso:
En una hora como esta, tan importante en la vida de un cultivador de
las letras, quisiera expresar, con las palabras más bellas, la emoción que un
hombre siente y la gratitud que experimenta en unos actos como los que ahora se
desarrollan. Yo nací de una familia burguesa, pero tuve la suerte de su
vocación, ampliamente abierta y liberal. Mi espíritu inquieto me llevó a
ejercer contradictorias profesiones. Fuí profesor de Derecho Mercantil,
empleado en una empresa ferroviaria, periodista financiero. Desde joven esta
inquietud de que hablo me exaltaba a un placer: la lectura, y, en seguida, la
escritura. A los 18 años empezó el aprendiz de poeta a escribir sus primeros
versos, que furtivamente yo trazaba, en medio del fragor de una vida, que por
no haberse aún centrado en su verdadero eje, yo podría llamar aventurera. El
destino de mi vida, el enderezamiento de ésta lo trajo un fallo de mi cuerpo.
Caí enfermo de gravedad, de una enfermedad crónica. Hube de abandonar todos mis
otros quehaceres que denominaría corporales y escapar al campo, lejos de mis
actividades anteriores. El vacío que esto rne dejó lo llenó rápidamente otro
quehacer que no necesitaba la colaboración corporal y era compatible con el
reposo que los médicos me habían recomendado. Esta invasión inolvidable,
desalojadora, fue el ejercicio de las letras; la poesía ocupó plenamente la
actividad vacante. Empecé a escribir con dedicación completa, y entonces,
realmente, entonces, se adueñó de mí la pasión que no me había de abandonar
nunca.
Horas de soledad, horas de
creación, horas de meditación. La soledad y la meditación me trajeron un
sentimiento nuevo, una perspectiva que no he perdido jamás: la de la
solidaridad con los hombres. Desde entonces he proclamado siempre que la poesía
es comunicación, empleando la palabra en ese preciso sentido.
La poesía es una sucesión de
preguntas que el poeta va haciendo. Cada poema, cada libro es una demanda, una
solicitación, una interrogación, y la respuesta es tácita, pero también
sucesiva, y se la da el lector con su lectura, a través del tiempo. Hermoso
diálogo en que el poeta interroga y el lector calladamente da su plena
respuesta.
Con bellas palabras quisiera
decir ahora lo que es el Premio Nobel para el poeta. No puede ser; solo me cabe
expresar que estoy entre vosotros en cuerpo y alma, y que el Premio Nobel es
como la respuesta, no sucesiva, no callada, sino agrupada y coincidente,
súbita, de una voz general que generosamente y milagrosamente se hace única y
responde a la interrogación sin tregua que ha venido dirigiendo a los hombres.
Así, mi gratitud al símbolo de la voz agrupada y simultánea que la Academia
Sueca me ha hecho escuchar con los sentidos del alma, y por la cual aquí
públicamente le doy mis rendidas gracias.
Por otra parte, estimo que un
premio como el que hoy recibo es, en toda circunstancia, y creo que sin
excepciones, un premio a la tradición literaria en la que el autor de que se
trate, en este caso, mi persona, se ha formado. Pues, sin duda, poesía, arte,
es siempre y ante todo, tradición, de la que cada autor no representa otra cosa
que la de ser, como máximo, un modesto eslabón de tránsito hacia una expresión
estética diferente; alguien cuya fundamental misión es, usando otro símil,
transmitir una antorcha viva a la generación más joven, que ha de continuar en
la ardua tarea. Puede darse un poeta que haya nacido con las más altas prendas
para llevar a término un destino. Nada o muy poco podrá hacer si no tiene la
suerte de hallarse situado en una corriente artística de suficiente fuerza o
entidad. Creo que, en cambio, acaso un poeta menos dotado haría mejor papel si
tuviere la suerte de producirse en medio de un movimiento literario
verdaderamente creador y vivo. Yo vine al mundo, en ese sentido, con buena
estrella, pues desde un tiempo suficientemente extenso, anterior a mi
nacimiento, la cultura española había venido sufriendo un importantísimo
proceso de acelerada reviviscencia que hoy, creo, no es un secreto para nadie.
Novelistas como Galdós; poetas como Machado, Unamuno, Juan Ramón Jiménez, y,
antes, Becquer; filósofos como Ortega y Gasset; prosistas como Azorín y Baroja;
hombres de teatro como Valle-Inclán; pintores como Picasso o Miró; músicos como
Falla no se improvisan ni son frutos del azar. Mi generación se vio así asistida
y enriquecida por ese cálido entorno, por ese manantial, por ese fecundísimo
caldo de cultivo, sin el cual acaso nada seríamos ninguno de nosotros.
Desde la tribuna en la que
ahora me dirijo a vosotros quiero, pues, asociar mi palabra a la de todo ese
plantel generoso de compatriotas míos que desde otra edad y en las más diversas
vías nos formaron y nos permitieron, a mi y a mis compañeros de generación,
alcanzar un sitio desde el que pudiésemos hablar con una voz tal vez genuina o
propia.
Y no me refiero solo a esas
figuras que constituyen la tradición inmediata, siempre la más visible y
decisiva. Aludo también a la otra tradición, la mediata, si más remota en el
tiempo, capaz de enlazar cálidamente con nosotros, la tradición formada por
nuestros clásicos del Siglo de Oro, Garcilaso, Fray Luis de León, San Juan de
la Cruz, Góngora, Quevedo, Lope de Vega, con la que también nos hemos sentido
vinculados, y de la que hemos recibido no pocas esencias. España pudo renacer y
renovarse gracias a que, a través de la generación de Galdós y luego a través
de la generación del 98, se desobturó, digámoslo así, y se hizo accesible y
fluyó abundantemente hacia nosotros toda la savia nutricia que nos llegaba del
más remoto pasado. La generación del 27 no quiso desdeñar nada de lo mucho que
seguía vivo en ese largo pretérito, abierto de pronto ante nuestra mirada como
un largo relámpago de ininterrumpida belleza. No fuimos negadores, sino de la
mediocridad; nuestra generación tendía a la afirmación y al entusiasmo, no al
escepticismo ni a la taciturna reticencia. Nos interesó vivamente todo cuanto
tenía valor, sin importarnos donde éste se hallase. Y si fuimos
revolucionarios, si lo pudimos ser, fue porque antes habíamos amado y absorbido
incluso aquellos valores contra los que ahora íbamos a reaccionar. Nos
apoyábamos fuertemente en ellos para poder así tomar impulso y lanzarnos hacia
adelante en brinco temeroso al asalto de nuestro destino. No os asombre, pues,
que un poeta que empezó siendo superrealista haga hoy la apología de la
tradición. Tradición y revolución. He ahí dos palabras idénticas.
Y luego la tradición, no
vertical sino horizontal, la que nos acorría como aliciente y fraternal
emulación desde nuestros costados, al lado mismo de nuestro camino. Me refiero
a aquel otro grupo de jóvenes (cuando yo lo era también) que corría con
nosotros en la misma carrera. Qué suerte la mía poder vivir y tener que hacerme
junto a poetas tan admirables como los que yo hube de conocer y asumir en
calidad de coetáneos míos! A todos los amé, uno a uno. Y los amé, justamente
porque yo buscaba otra cosa; otra cosa que solo era posible hallar por
diferenciación y contraste respecto de aquellos poetas, mis compañeros. Nuestro
ser solo alcanza, su verdadera individualidad junto a los demás, frente al
prójimo. Cuanta mayor calidad tenga ese contorno humano en el que nuestra
personalidad se hace, tanto mejor para nosotros. Puedo decir que también aquí
yo he tenido la fortuna de haber realizado mi destino desde una de las mejores
compañías posibles. Hora es de nombrarla en toda su multiplicidad: Federico
García Lorca, Rafael Alberti, Jorge Guillen, Pedro Salinas, Manuel
Altolaguirre, Emilio Prados, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Luis Cernuda.
Hablo, pues, de solidaridad,
de comunión, y también de contraste. Tal ha sido, por otra parte, el
sentimiento que se halla más profundamente inserto en mi alma, y el que late,
de un modo u otro, con más fuerza, detrás de la mayoría de mis versos. Es
natural entonces que tenga mucho que ver con esto el modo mismo con que
entreveo al hombre y a la poesía. El poeta, el decisivo poeta, es siempre un
revelador; es, esencialmente, vate, profeta. Pero su "vaticinio" no
es, claro está, vaticinio de futuro: porque puede serlo de pretérito: es
profecía sin tiempo. Iluminador, asestador de luz, golpeador de los hombres,
poseedor de un sésamo que es, en cierto modo, misteriosamente, palabra de su
destino.
En definitiva, el poeta es así
un hombre que fuese más que un hombre: porque es además poeta. El poeta está
lleno de "sabiduría", pero no puede envanecerse, porque quizá no es
suya: una fuerza incognoscible, un espíritu habla por su boca: el de su raza,
el de su peculiar tradición. Con los dos pies hincados en la tierra, una
corriente prodigiosa se condensa, se agolpa bajo sus plantas para correr por su
cuerpo y alzarse por su lengua. Es entonces la tierra misma, la tierra
profunda, la que llamea por ese cuerpo arrebatado. Pero otras veces el poeta ha
crecido, ahora hacia lo alto, y con su frente incrustada en un cielo habla con
voz estelar, con cósmica resonancia, mientras está sintiendo en su pecho el
soplo mismo de los astros. Todo se hace fraterno y comunicante. La diminuta
hormiga, la brizna de hierba dulce sobre la que su mejilla otras veces
descansa, no son distintas de él mismo. Y él puede entenderlas y espiar su
secreto sonido, que delicadamente es perceptible entre el rumor del trueno.
No creo que el poeta sea
definido primordialmente por su labor de orfebre. La perfección de su obra es
gradual aspiración de su factura, y nada valdrá su mensaje si ofrece una tosca
o inadecuada superficie a los hombres. Pero la vaciedad no quedará salvada por
el tenaz empeño del abrillantador del metal triste.
Unos poetas -otro problema es
éste, y no de expresión sino de punto de arranque- son poetas de
"minorías". Son artistas (no importa el tamaño) que se dirigen al
hombre atendiendo, cuando se caracterizan, a exquisitos temas estrictos, a
refinadas parcialidades (¡qué delicados y profundos poemas hizo Mallarmé a los
abanicos!); a decantadas esencias, del individuo expresivo de nuestra minuciosa
civilización.
Otros poetas (tampoco importa
el tamaño) se dirigen a lo permanente del hombre. No a lo que refinadamente
diferencia, sino a lo que esencialmente une. Y si le ven en medio de su
coetánea civilización, sienten su puro desnudo irradiar inmutable bajo sus
vestidos cansados. El amor, la tristeza, el odio o la muerte son invariables.
Estos poetas son poetas radicales y hablan a lo primario, a lo elemental
humano. No pueden sentirse poetas de "minorías". Entre ellos me
cuento.
Por eso, el poeta que yo soy
tiene, como digo vocación comunicativa. Quisiera hacerse oir desde cada pecho
humano, puesto que, de alguna manera, su voz es la voz de la colectividad, a la
que el poeta presta, por un instante, su boca arrebatada. De ahí la necesidad
de ser entendido en otras lenguas, distintas a la suya de origen. La poesía
sólo en parte puede ser traducida. Pero desde esa zona de auténtico traslado,
el poeta hace la experiencia, realmente extraordinaria, de hablar de otro modo
a otros hombres y de ser comprendido por ellos. Y entonces ocurre un hecho
inesperado. El lector se instala, como por milagro, en una cultura que en buena
parte no es la suya, pero desde la que siente palpitar con naturalidad su
propio corazón, que de este modo se comunica y vive en dos dimensiones de la
realidad: la suya propia y la que le concede el nuevo asilo que le acoge. Lo
cual sigue siendo cierto, me parece, vuelto del revés, y referido, no al
lector, sino al poeta vertido a otro idioma. También el poeta se siente como
esos personajes de los sueños que tienen, perfectamente identificadas, dos
personalidades distintas: Así el autor traducido que siente en sí dos personas:
la que le confiere la nueva vestidura verbal que ahora le cubre y la suya
genuina, que, por debajo de la otra, aún insiste y es.
Termino así recabando para el
poeta una representación simbólica: la de cifrar en su persona el anhelo de
solidaridad con los hombres, para cuyo logro fue instituido, precisamente, el
Premio Nobel.
Vicente Aleixandre
12 de diciembre de 1977
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