Mi descubrimiento de la poesía moderna de nuestra
lengua -una empresa inacabable: todavía ahora descubro islas poéticas
sepultadas y constelaciones desconocidas- comenzó cuando yo tenía unos 16 o 17
años y estudiaba el bachillerato en San Ildefonso. Una de mis primeras lecturas
fue la de Rafael Alberti. Al leer sus poemas penetré en un mundo en donde las
viejas cosas y las gastadas realidades, sin dejar de ser las mismas, eran
otras. Habían cambiado de piel y parecían acabadas de nacer, animadas por un entusiasmo
contagioso. Leí aquellos poemas - incluso los más tristes y misteriosos- con
júbilo, como si cabalgase una ola verde y rosa sobre la movible llanura del
mar, poblada de toros, delfines, sirenitas, tritones y muchachas caídas del
cielo, intrépidas nadadoras de todos los bósforos del amor -para no hablar de
las náyades de la estratósfera, como Miss X, enterrada en el viento del oeste.
Fue un ejercicio vital: aprender a beber la luz de cada día, pensar con la
piel, ver con la yema de los dedos.
Por esos años un grupo de jóvenes
aprendices y poseídos por ideas radicales -Salvador Toscano, Rafael López Malo,
Arnulfo Martínez Lavalle y yo, al que pronto se unieron Manuel Moreno Sánchez,
José Alvarado, Enrique Ramírez y otros pocos más- publicamos dos revistas: Barandal y Cuadernos
del Valle de México. En la segunda aparecieron algunos poemas de Alberti,
uno de nuestros poetas favoritos y cuya reciente adhesión al comunismo nos
había entusiasmado. Dos años más tarde, en 1935, llegaron a México Rafael
Alberti y María Teresa León.
Inmediatamente los fuimos a ver e
inmediatamente nos conquistaron. Animados por su cordialidad -rara en el mundo
literario mexicano- los visitamos con frecuencia en su minúsculo apartamento
del recién construido Edificio Ermita, en Tacubaya. Recuerdo algunos paseos con
Rafael y fragmentos de conversaciones sobre lo humano y lo divino, más sobre lo
primero que sobre lo segundo, Quevedo y Neruda, García Lorca y Sánchez Mejía
-muerto hacía poco y al que yo, niño, había visto torear en la Plaza de
Puebla-. Aquí terminó Alberti su elegía a la muerte del gran torero, Verte
y no verte; aquí la publicó en una preciosa edición ilustrada por Manuel
Rodríguez Lozano, el gran dibujante; y aquí la firmó en la antigua plaza de El
Toreo, teatro de las batallas de Ignacio Sánchez Mejía y Rodolfo Gaona. La
estancia de los Alberti fue memorable y dejó, entre las montañas y el aire fino
del Altiplano, un poco del mar de Cádiz, revestido de armadura azul y jinete en
un caballo de sal.
He mencionado a Cádiz y debo hacer un
brevísimo paréntesis: yo me siento un poco paisano de Alberti no sólo por la
poesía, cuya sangre, aunque invisible, nos vuelve hermanos a todos los poetas,
sino por la tierra: mis abuelos maternos eran de la provincia de Cádiz, mi
abuelo de Medinasidonia y mi abuela del Puerto de Santa María. Por esto, quizá,
cuando leí por primera vez sus poemas, me pareció que no sólo descubría una
poesía nueva sino que recobraba un pasado muy antiguo y que, siendo ajeno,
también era mío.
Mi segundo encuentro con Rafael Alberti
fue en Madrid, en 1937. Recuerdo las bombas y los escombros, las calles a
oscuras y la gente con hambre, un batallón de soldados muertos de sueño
doblando una esquina y las colas de las mujeres en las panaderías; también
recuerdo la extraña, alegre animación de la ciudad martirizada, la fiebre y la
pasión compartidas, la terca esperanza -única sobreviviente en los diarios
desastres-, la melancólica conversación durante algún paseo por el Parque del
Retiro, las carreras entre la arboleda y las yerbas altas de Niebla, el hermoso
perro de Rafael (debería haberse llamado, por sus saltos en zig zag, Rayo).
Hubo un tercer encuentro, fugaz, en 1967, en Spoletto, en el Festival de
Poesía, al que concurrió también Stephen Spender, otro de los sobrevivientes de
aquel Madrid de 1937. Para entonces ya la historia, siempre cruel, nos había
separado. Por honradez debo decirlo. No reviven querellas; tampoco reniego de
lo que pensé y pienso; digo, simplemente, que siempre he visto a Rafael
Alberti, desde la otra orilla que es mi orilla, como uno de nuestros pararrayos
poéticos, en el sentido que daba Rubén Darío a esta palabra:
Torres de Dios, poetas,
pararrayos celestes...
Ahora la misma historia -o para llamarla
con otro de sus nombres, tal vez el verdadero: el destino- nos ha vuelto a
unir: Rafael Alberti ha regresado a las altas tierras de México. Lo saludo y le
ofrezco, simbólicamente, una pluma azul y verde de colibrí, el pájaro que bebe
la sangre del sol, para que la deje caer, como una semilla, en la tierra de
Cádiz. Se convertirá en un árbol y a su sombra conversarán los poetas de
América y de España.
Octavio Paz
México, agosto de 1990
México, agosto de 1990
Texto leído por Carlos Fuentes en el
homenaje que se realizó en agosto de 1990 al poeta gaditano, en el teatro Julio
Jiménez Rueda de la ciudad de México.
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