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1757. Declaración colectiva del Episcopado español sobre el espíritu y actuación de los católicos

Quienes conozcan la santa dignidad de la Iglesia católica no habrán extrañado la actitud contenida y paciente con que han obrado la Sede Apostólica y el Episcopado, durante la primera etapa constituyente de la República española. Deferentes con el régimen y sus representantes, les ha guardado las consideraciones y respetos a que es acreedor todo Gobierno constituido. Ante multiplicadas disposiciones ministeriales que inmutaban unilateralmente el statu quo legal de la Iglesia, elevaron las debidas protestas en la forma más conducente al mantenimiento de las buenas relaciones entre ambas potestades. Iniciado el proceso deliberativo de las Cortes constituyentes para dar a España su nueva Ley fundamental, no dejaron las diversas provincias eclesiásticas, y en general las organizaciones católicas, de exponer directamente al poder legislativo del Estado los principios doctrinales, los derechos sagrados y los anhelos prácticos de la Iglesia, en la confianza de que habrían de ser tenidos en cuenta al formularse los preceptos definitivos de carácter religioso. En todo momento, por difícil y apasionado que fuese, la Iglesia ha dado pruebas videntes y abnegadas de moderación, de paciencia y de generosidad, evitando con exquisita prudencia cuanto pudiera parecer un acto de hostilidad a la República. Aun aprobado el art. 24, en el texto definitivo, art. 26, la dolorida y alta protesta del Papa, a la que se adhirió fervorosamente el Episcopado, debió ser considerada por todos como una lección ejemplar de dignidad serenísima.

Promulgada la Constitución española y organizados jurídicamente los Poderes del Estado, éntrase en una nueva etapa de la República, y ha llegado el momento de que el Episcopado dé forma solemne a su actitud ante los hechos y alecciona a los fieles para señalarles su conducta futura. Lo debemos a nuestra misión sagrada de Obispos que nos obliga a sostener la doctrina y los derechos de la Iglesia, nos lo impone nuestra condición de ciudadanos que no consiente mostrarnos indiferentes al bien público de la Patria. Con aquella libertad de espíritu con que a todo ciudadano ha sido respetada la exposición de sus ideas, pero con la firmeza y mansedumbre evangélicas propias de Obispos, en que por nadie debemos ser superados, hemos de publicar nuestro pensamiento, que un imperativo de conciencia nos veda contener en la intimidad de nuestro ministerio pastoral.

El privilegio constitucional de la excepción y el oprobio

Los principios y preceptos constitucionales en materia confesional no sólo no responden al mínimum de respeto a la libertad religiosa y de reconocimiento de los derechos esenciales de la Iglesia que hacían esperar el propio interés y dignidad del Estado, sino que, inspirados por un criterio sectario, representan una verdadera oposición agresiva aun a aquellas mínimas exigencias.

Hubiérase creído oportuna la modificación del statu quo tradicional para atemperarlo al cambio político del país, y a la Iglesia, que se hace cargo maternalmente del grave peso de la humana flaqueza, y no ignora el curso de los ánimos y de los hechos por donde va pasando nuestro siglo, no le hubiera faltado la debida condescendencia, aun no concediendo derecho alguno sino a lo verdadero y honesto, para no oponerse a que la autoridad pública tolerase algunas cosas ajenas a la verdad y justicia con el fin de evitar un mayor mal o de obtener o conservar un mayor bien. Mas, en lugar de diálogo fecundo y comprensivo, se ha prescindido de la Iglesia, resolviendo unilateralmente las cuestiones que a la misma afectan.

La Iglesia, excluida de la vida pública

Más radicalmente todavía se ha cometido el grande y funesto error de excluir a la Iglesia de la vida pública y activa de la nación, de las leyes, de la educación de la juventud, de la misma sociedad doméstica, con grave menosprecio de sus derechos sagrados y de la conciencia cristiana del país, así como en daño manifiesto de la elevación espiritual de las costumbres y de las instituciones públicas. De semejante separación violenta e injusta, de tan absoluto laicismo del Estado, la Iglesia no puede dejar de lamentarse y protestar, convencida como está de que las sociedades humanas no pueden conducirse, sin lesión de deberes fundamentales, como si Dios no existiera, o desatender a la Religión, como si ésta fuere un cuerpo extraño a ellas o cosa inútil y nociva.

En tal situación de cosas, era lógico, a lo menos, reconocer a la Iglesia su plena independencia y dejarla gozar en paz de la libertad y del derecho común de que disfrutan, como derechos constitucionales, todo ciudadano y cualquier asociación ordenada a un fin justo y honesto. Y en lugar de tal independencia, hásela sometido, a Ella y a sus instituciones, a medidas de excepción y a ordenamientos restrictivos, con que se la pone injustamente bajo la dominación del poder civil y se invaden materias de exclusiva competencia eclesiástica.

Una negación de libertades y derechos

Derecho y libertad en todo y para todos, tal parece ser la inspiración formulativa de los preceptos constitucionales, con excepción de la Iglesia.

Derecho de profesar y practicar libremente cualquier religión; y el ejercicio de la católica, única profesada en la nación, que le debe sus glorias históricas, su patrimonio de civilización y de cultura y su actual conciencia religiosa, es rodeado de recelos y hostilidades comprensivos de sus legítimos y libres movimientos.

Libertad a todas las asociaciones, aún a las más subversivas; y se preceptúan extremas precauciones limitativas para las Congregaciones religiosas, que se consagran a la perfección austerísima de sus miembros, a la caridad social, a la enseñanza generosa, a los ministerios sacerdotales.

Libertad de opinión, aun para los sistemas más absurdos y antisociales; y a la Iglesia, en sus propios establecimientos, se la sujeta a la inspección del Estado para la enseñanza de su doctrina.

Derecho de reunión pacífica y de manifestación; y las procesiones católicas no podrán salir de los edificios sagrados sin especial autorización del Gobierno, que cualquier arbitrariedad, temor ficticio o audacia sectaria pueden ser ocasión de que fácilmente se niegue.

Libertad de elegir profesión; y es mermado este derecho a los religiosos, que quedan sometidos a una ley especial, variamente prohibitiva.

Libertad de cátedra y de enseñanza para todo ciudadano y para la defensa y propaganda de cualquier sistema y error; y se impone como obligatorio el laicismo en las escuelas oficiales, y a las Ordenes religiosas les es prohibido enseñar.

El Estado y las corporaciones públicas podrán subvencionar toda asociación, cualesquiera que sean sus objetivos y actuaciones; sólo la Iglesia y sus instituciones, que sirven la más alta finalidad de la vida humana, no podrán ser auxiliadas ni favorecidas.

Es permitida cualquier manifestación cultural o social en los establecimientos benéficos y en otros centros análogos dependientes del Estado y de las corporaciones públicas; no obstante, un radical espíritu de secularización rodea en ellos de obstáculos y suspicacias el ejercicio del culto y la asistencia espiritual; aun respecto de los cementerios, extensión sagrada de los mismos templos, y perenne expresión de culto, se le niega a la Iglesia el derecho de adquirir nueva propiedad funeraria y la plena jurisdicción.

Se reconoce el derecho de propiedad y se dan garantías para su uso y socialización posible; y los bienes de la Iglesia están sometidos a restricciones abusivas, se tiene a las Ordenes religiosas bajo continua amenaza de incautación, y la propiedad de las Ordenes cuya disolución se decreta, es afectada a fines docentes o benéficos, aun sin la garantía de respetar el carácter religioso de su origen y de sus fines fundacionales.

Parece, en suma, que la igualdad de los españoles ante la ley y la indiferencia de la confesión religiosa para la personalidad civil y política sólo existan, en orden a la Iglesia y a sus instituciones, a fin de hacer más patente que se les crea el privilegio constitucional de la excepción y del agravio.

El presupuesto de culto y clero

En un punto, por lo menos, era de esperar ecuanimidad generosa, siquiera para evidenciar que aun el más rígido doctrinarismo laico sabía abstenerse de perseguir ni vejar a nadie. La separación de la Iglesia y el Estado no siempre excluye las relaciones amistosas entre ambas potestades, ni el que sean justamente respetados los sagrados derechos de aquélla. Tampoco impide la subvención del culto y clero en méritos del reconocido valor social de la Religión, y menos puede justificar que se desatiendan la cancelación y rescate de obligaciones de justicia anteriormente contraídas. En España, la supresión del presupuesto eclesiástico decrétase casi tajante, prescindiendo de su carácter de compensación desamortizadora, dando a los derechos adquiridos del clero un trato de desigualdad notoria en relación con los de otros estamentos en esto análogos, dejando de tener toda consideración a quienes, por su bienhechora ejemplaridad son dignos de la magistratura moral y social que desempeñan para la elevación espiritual del pueblo, y que, aun desde el solo punto de vista de la civilización, a nadie puede ser indiferente.

Doloroso es confesarlo, la Constitución española no ha acertado a colocarse ni en el tipo medio del derecho constitucional contemporáneo, y no ha sabido auscultar el respetuoso movimiento de comprensión religiosa en que se inspiran los más nobles pueblos que después de la guerra ha debido dar su ley fundamental a las nuevas democracias.

La enseñanza, el matrimonio y las Ordenes religiosas

No menos dolorida hemos de exhalar nuestra voz pastoral, si nos detenemos a considerar los derroteros que se apresta a seguir la legislación española en lo concerniente a la enseñanza, al matrimonio y a las Ordenes religiosas.

Frente al monopolio docente del Estado y a la descristianización de la juventud, no podemos menos de ser firmes en sostener a una los derechos de la familia, de la Iglesia y del poder civil en la convivencia armoniosa que exigen la razón, el sentido jurídico y el bien común.

Derechos docentes de los padres y de la Iglesia

No se puede, sin violación del derecho natural, impedir a los padres de familia atender a la educación de sus hijos, expresión y prolongación viviente de sí mismos, con la debida libertad de elegir escuela y maestros para ellos, de determinar y controlar la forma educacional en conformidad a sus creencias, deberes, justos designios y legítimas preferencias. No se puede, sin atentar a la propia maternidad espiritual de la Iglesia, desconocer u obstaculizar su derecho docente, a cuyo ejercicio debe la civilización su perfección y su historia, por el que no es lícito sustraerle los fieles, desde su tierna infancia, para la formación cristiana de su mentalidad, de su carácter y de su conciencia en escuelas propias y aun en las escuelas públicas. No se puede, sin deformar la indefensa y reverenciable conciencia de los niños y adolescentes, negarles su derecho estricto a recibir una enseñanza conforme a la doctrina de la Iglesia, a la cual pertenecen por la incorporación sacramental del bautismo, y, todavía menos, someterlos a aquella mutilación del hombre por la escuela neutra, que así fue ésta enérgicamente definida por los egregios doctor Torras y Bagés y Menéndez Pelayo.

Aplauso y colaboración habrá de merecer todo cuanto haga el Estado para el fomento de la cultura popular, si no se deja llevar por el exceso de estatificar la enseñanza y se atiene a estas dos ormas: Es ilícito todo monopolio docente que, directa o indirectamente, obligue a las familias a enviar sus hijos a las escuelas del Estado, contrariando las obligaciones de su conciencia o aun sus legítimas preferencias. Sin una buena formación religiosa y moral, toda cultura de los espíritus será malsana; los jóvenes no educados en el respeto de Dios serán reacios a soportar disciplina alguna para la honestidad de la vida, y avezados a no negar nada a sus concupiscencias, serán llevados fácilmente a agitar la misma paz del Estado.

La potestad judicial eclesiástica

Infausto para la juridicidad del Estado fue el decreto provisional con que se precipitó la nueva legislación acerca del matrimonio, negando la potestad judiciaria de la Iglesia en las causas matrimoniales y suspendiendo los efectos civiles de las ejecutorias sobre divorcio o nulidad de matrimonio emanadas de las tribunales eclesiásticos desde el advenimiento de la República. Incalificable atentado jurídico, que sólo una ofuscación sectaria pudo producir, porque no se puede obligar a comparecer en causa canónica ante el tribunal civil a quienes su confesión religiosa se lo veda en conciencia para tales causas; no es lícito dar efectos retroactivos obligatorios a leyes civiles posteriores sin exigencias indeclinables del bien público, y no cabe sustraer los matrimonios contraídos canónicamente a la norma innegable de que tales contratos han de regirse perpetuamente por la ley que los regulaba cuando tuvieron efecto. No es de extrañar que tan rápidamente se haya presentado el proyecto de la ley del divorcio vincular con la radicalísima e insólita admisión del mutuo disenso como causa disolvente y se pretenda aplicarla a todo matrimonio, cualquiera que sea la forma de su celebración; no habrán de extrañar tampoco las previsibles imposiciones de la anunciada ley del matrimonio civil.

Concepción estatista del matrimonio

Materia delicada como pocas la legislación matrimonial. El matrimonio es padre y no hijo de la sociedad civil, y por este solo concepto habrían de merecer de ésta los máximos respetos y su intrínseco carácter religioso y la anterioridad de sus claros privilegios, que proceden del derecho natural y divino, y no de la gratuita concesión de la potestad humana.

Inseparable como es el contrato nupcial del sacramento en el matrimonio cristiano, toda pretensión del legislador a regir el mismo vínculo conyugal de los bautizados implica arrogarse el derecho de decidir si una cosa es sacramento, contraría la ordenación de Dios y constituye una inicua invasión en la soberanía espiritual de la Iglesia, que en virtud de la ley divina y por la naturaleza misma del matrimonio cristiano a ella corresponde exclusivamente. La ley civil debe reconocer la validez o invalidez del matrimonio entre católicos según la Iglesia la haya determinado, y las formalidades legales sólo deben ordenarse a que sean atribuidos efectos civiles al matrimonio que coram Ecclesiae sea debidamente celebrado.

Con esto no se pretende atribuir al matrimonio católico una situación civil privilegiada, sino simplemente reivindicar para los fieles el derecho a casarse siguiendo la obligada disciplina de su religión, evitándose de esta suerte el hecho inexplicable de que el Estado imponga a los ciudadanos una celebración nupcial a la que ellos no atribuyen ningún valor, en virtud de un más alto imperativo espiritual. El mismo principio de la justa libertad de las conciencias obliga al legislador, obliga al Estado a abandonar sus pretensiones secularizadoras del matrimonio. El matrimonio civil y la legislación divorcista laica es una concepción estatista del matrimonio, otro de los excesos de esa omnicompetencia del Estado, que tan funesta es para la libre expansión de la personalidad humana y la dignidad de las instituciones que no deben a él su existencia, ni sus fines, ni sus derechos esenciales.

Reivindicaciones canónicas de la Iglesia

Frente a tales demasías, la Iglesia no cesará de reivindicar, en un país católico como el nuestro, el reconocimiento oficial de su competencia, el acuerdo de la legislación canónica y civil y la supresión del divorcio, segura de que labora eficazmente por la salud misma de la República, librándola de la depravación de las costumbres públicas, impidiendo la inmerecida humillación de la mujer, expósita y víctima segura de tales viciosas emancipaciones, enfrenando el culto de la carne, a que conduce la práctica fácil y el deseo mórbido del divorcio, y ofreciéndole, en cambio, por matrimonio cristiano una raza de ciudadanos que, animados de sentimientos honestos y educados en el respeto y el amor de Dios, se considerarán obligados a obedecer a los que justa y legítimamente imperan, a amar a sus prójimos y a respetar todo derecho de sus conciudadanos.

Las excelencias de las Ordenes religiosas

Muy afligido ha de mostrarse nuestro ánimo cuando nos vemos obligados a lamentarnos gravemente de los peligros que amenazan a las Congregaciones religiosas, que todo católico considera como expresión social de su más elevado idealidad religiosa, que la Iglesia mira como instituciones inseparables de su vida evangélica y de su apostolado, y a las cuales la sociedad civil ha de agradecer ejemplos de virtud incomparable, misericordias de heroica caridad, eficacias de sólida enseñanza y de muy alta espiritual educación, bienes generosísimos de que han disfrutado luengas generaciones y que son el más rico patrimonio moral de los hijos del pueblo. No creemos, empero, no queremos creer que el Estado español llegue a desconocer tales excelencias de las Ordenes religiosas, y las someta a una ley que pueda ser triste recuerdo de despóticas legislaciones creadoras del llamado delito de Congregación.

La Compañía de Jesús

Amarguísimo y aflictivo sobremanera se nos hace el referirnos a la subsistencia constitucional del precepto que, según autorizadas declaraciones, se refiere directamente a la Compañía de Jesús. No salimos de nuestro asombro de que haya podido sostenerse tal iniquidad y de que persista el absurdo moral y jurídico de su motivación, que si para la Compañía vuélvese gloriosa, para el Estado es humillante. De ser válido el motivo alegado, implicaría la persecución radical de todo religioso y de todo católico, porque el cuarto voto de los jesuitas, en lo que tenga de realidad, sólo representa la perfección de aquella obediencia que todos los católicos, y por disciplina más rigurosa los religiosos deben al Papa; y significa, en todo caso, un ultraje al más alto poder espiritual del mundo, al venerado e inerme Soberano de la institución ecuménica superior, y por consiguiente no ligada por principios nacionales, a la sagrada autoridad del Jerarca supremo de la Iglesia, cuya soberanía en el orden religioso es tan legítima a lo menos como la del Estado en su esfera propia, y que no ha de considerarse extraño a un país donde es reverenciado y obedecido por millones de ciudadanos.

Inverosímil por su motivo absurdo y antijurídico, la disolución de la Compañía de Jesús, como de cualquier otra congregación, representa además una violación de derecho, una ofensa a la Iglesia, una ingratitud del pueblo español y un daño considerable para la vida civil de la República.

Contra el Derecho internacional

Con tal medida sectaria se atenta a las normas del Derecho internacional público declaradas Derecho positivo español, son violadas las garantías individuales y políticas proclamadas en la Constitución, que se derivan de la libertad de asociación y de la igualdad de todos los españoles ante la Ley y es desconocido el derecho elemental de no ser nadie castigado sin ser oído, ni sentenciado sin previa y probada formación de causa, conforme a los trámites legales.

La Iglesia aparece atacada y ofendida en una de sus instituciones más queridas y expresivas de su apostolado intelectual y social, sin atención además al derecho innegable con que puede reclamar de todo Estado que le sea respetada su plena personalidad jurídica y libertad de actuación por medio de las instituciones inseparables de ella; mucho más en este caso, porque la sola consideración del motivo alegado arguye inexistencia de razón fundamental y de justificable inculpación.

Que la disolución de la Compañía, creación del genio religioso y humano de un Santo español, sea una ingratitud de nuestro pueblo representado por el Parlamento y el Gobierno, no debe probarse ante su larga, fecunda y conocida actuación en pro de la cultura superior y formación científica de la enseñanza en general, de los ministerios sacerdotales y de toda suerte de obras e instituciones sociales, sin que pueda omitirse su poderosa influencia en conservar y extender el espíritu y la cultura españolas en todos los países hispanoamericanos.

A nadie, finalmente, ha de ocultarse el daño que va a sufrir la República si con la disolución de la Compañía quedan desatendidas las obras e instituciones que ella dirige, incumplidos los fines de las donaciones con que tantas familias piadosas han contribuido al establecimiento y vida de aquéllas, y ofendidos en su conciencia de creyentes y carácter de ciudadanos los católicos españoles que sienten como propia la injusticia con ella cometida y han de sufrir la ingrata correspondencia con que la Constitución misma, estímulo y garantía de convivencia civil, trata a beneméritos y amados compatriotas, dignos al menos de todo respeto por su cooperación a la vida pública del Estado.

Protesta y reprobación de la Constitución promulgada

Ante los excesos e injusticias que en materia religiosa se contienen en la Constitución, de diversos lados, y según los respectivos puntos de vista particulares, se han formulado críticas severísimas y justificadas. Aun personalidades ecuánimes de significación católica la han reputado agresiva y la tienen como una solución de venganza; quien es hoy el más alto magistrado de la Nación, en su noble afán de volverla justa y conciliadora, proclamó ante el Parlamento que no era la fórmula de la democracia, ni el criterio de libertad, ni el dictado de la justicia. ¿Podían callar los obispos, sobre quienes recae la responsabilidad de la misma Iglesia, que habrá de sufrir los efectos de tales agravios, excesos e injusticias?

Queda, pues, manifestado el juicio que nos merece la nueva situación legal creada a la Iglesia en España, y a la cual no podemos prestar nuestra conformidad por lesiva de los derechos de la Religión, que son los derechos de Dios y de las almas, atentatoria a los principios fundamentales del derecho público, contradictoria con las propias normas y garantías establecidas en la misma Constitución para todo ciudadano libre y toda institución honesta, inmerecida e injusta en daño de la eficacia social y de la independencia espiritual de una sociedad religiosa perfecta y soberana en su orden, que, así como no aspira a entrometerse en la soberanía propia del Estado, tiene derecho a ser respetada plenamente por él en su misión propia y a ser reconocida como la primera e incomparable institución moral y civilizadora de España. Ni los derechos internacionales del hombre y del ciudadano, que la conciencia jurídica del mundo civilizado considera inviolables por los Estados, han sido aplicados a los que profesan la religión católica, ni colectivamente a la Iglesia se le ha concedido siquiera el trato de minoría religiosa que los tratados internacionales otorgan aún a los grupos confesionales sin posible comparación con lo que ha sido y es la Iglesia en nuestro país, a la cual pertenece la mayoría de los españoles como religión única profesada por sus ciudadanos.

Derecho a una reparación legislativa

Sea, por tanto, pública y notoria la firme protesta y reprobación colectiva del Episcopado por el atentado jurídico que contra la Iglesia significa la Constitución promulgada, y reste proclamado su derecho imprescriptible a una reparación legislativa, por la cual claman a una la justicia violada, la dignidad de la religión ofendida y el bien general de la misma sociedad española, y que confiamos habrán de procurar los propios gobernantes, aun para el prestigio del poder civil, la convivencia libre y pacífica de todos los españoles y la progresiva consolidación del régimen.

No es sólo nuestra conciencia de obispos la que nos obliga a elevar esta protesta y formular estos votos en bien de la Iglesia; nos impele también el nobilísimo deber de ciudadanos, cuyo más grande amor, después del de Dios y de las almas, es el bien y la prosperidad de la Patria.

Espíritu y carácter de la actuación de los católicos

No sería perfecto el cumplimiento de nuestra misión de obispos si nos limitásemos a la anterior declaración, plenamente justificada y necesaria. Después de considerar los hechos presentes a la faz de toda la nación y proclamar el juicio que nos merecen, nos incumbe dirigir la mirada al interior de la Iglesia y señalar a los fieles cuál deba ser el espíritu y el carácter de su actuación en roden a las realidades y problemas que nos rodean.

Por ello, en forma precisa, teniendo presentes, como es debido, las directivas pontificias, y transmitiéndoos aún el propio acento de su auténtica palabra, atendiendo inmediatamente a las exigencias del estado actual de cosas y a la más congruente actuación con que los católicos han de tratarlo, venimos, amados fieles e hijos en el Señor, a señalaros las siguientes normas y orientaciones para regir vuestra conducta en lo porvenir.

Devoción y obediencia al Papa

Todos los fieles pondrán especial empeño en intensificar su mentalidad y conciencia cristiana a fin de pensar y sentir acordes con la Iglesia jerárquica y obrar siempre según sus mandatos y orientaciones. Aumentarán, por tanto, su devoción al Papa y le mostrarán la obediencia pronta y cordial que le es debida como Vicario de Jesucristo, centro de la unidad de la fe y del sacerdocio, autoridad suprema y legítima, con potestad de jurisdicción ordinaria e inmediata sobre todas y cada una de las diócesis y sobre todos y cada uno de los obispos y de los fieles. A tal fin exhortamos a todos, asociaciones y particulares, a que se promueva el sólido conocimiento y la amplia difusión de las enseñanzas pontificias, en especial de las Encíclicas y Letras apostólicas del Papa León XIII, que constituyen como la teología social de la Iglesia, y las del actual Pontífice, Pío XI, singularmente las que versan sobre la educación cristiana de la juventud, el matrimonio cristiano y la restauración del orden social, donde se contienen las direcciones precisas y prácticas que mejor convienen al renacimiento católico de España.

Concurso leal a la vida civil y pública

Cuanto más difícil aparezca la situación de la cosa pública en nuestro país, más habrán de redoblar los fieles su celo y esfuerzo en defensa de la fe católica, y al mismo tiempo de la patria, dos deberes fundamentales a cuyo cumplimento ninguno de ellos puede sustraerse. En consecuencia, aportarán su leal concurso a la vida civil y pública, con tanta más razón porque los católicos, por la virtualidad misma de la doctrina que profesan, están obligados a cumplir tal deber con toda integridad y conciencia; y aunque no puedan aprobar lo que haya actualmente de censurable en las instituciones políticas, no deben dejar de coadyuvar a que estas mismas instituciones, cuanto sea posible, sirvan para el verdadero y legítimo bien público, proponiéndose infundir en todas las venas del Estado, como savia salubérrima, la orientación y la virtud de la religión católica. Un buen católico, en razón de la misma religión por él profesada, ha de ser el mejor de los ciudadanos, fiel a su patria, lealmente sumiso, dentro de la esfera de su jurisdicción, a la autoridad civil legítimamente establecida, cualquiera que sea la forma de gobierno.

Acatamiento y obediencia al Poder constituido

La Iglesia, custodio de la más cierta y alta noción de la soberanía política, puesto que la hace derivar de Dios, origen y fundamento de toda autoridad, jamás deja de inculcar el acatamiento y obediencia debidos al Poder constituido, aun en los días en que sus depositarios y representantes abusen del mismo en contra de ella, privándose de esta suerte del más poderoso sotén de su autoridad y del medio más eficaz para obtener del pueblo la obediencia a sus leyes. Con aquella lealtad, pues, que corresponde a un cristiano, los católicos españoles acatarán el poder civil en la forma con que de hecho existía y, dentro de la legalidad constituida, practicarán todos los derechos y deberes del buen ciudadano. Una distinción, empero, habrán de tener presente en su actuación: la importantísima distinción que debe establecerse entre "poder constituido"; y "legislación". Hasta tal punto esta distinción es obvia, que nadie deja de ver cómo bajo un régimen cuya forma sea la más excelente, la legislación puede ser detestable, y, al revés, bajo un régimen de forma muy imperfecta puede darse una excelente legislación. La aceptación del primero no implica, por tanto, de ningún modo la conformidad, menos aún la obediencia, a la segunda en aquello que esté en oposición con la ley de Dios y de la Iglesia. Pero las naciones son sanables; las legislaciones, perfectibles. Sin mengua, pues, ni atenuación del respeto que al poder constituido se debe, todos los católicos considerarán como un deber religioso y civil desplegar perseverante actividad y usar de toda su influencia para contener los abusos progresivos de la legislación y cambiar en bien las leyes injustas y nocivas dadas hasta el presente, seguros de que obrando con rectitud y prudencia, darán con ello pruebas de inteligente y esforzado amor a la patria, sin que nadie pueda con razón acusarles de sombra de hostilidad hacia los poderes encargados de regir la cosa pública.

Intensidad de vida religiosa personal y colectiva

Dada la nueva situación legal creada a la Iglesia en España, y por grandes que puedan ser las esperanzas cifradas en la eficacia del movimiento reparador de la legislación, a que precedentemente les hemos instado, no deben los católicos perder de vista la realidad actual para situarse debidamente y sacar de ella, y a pesar de ella, el mayor provecho. Es necesaria, como fundamento de toda otra actuación, la mayor intensidad de vida religiosa, personal y colectiva, dentro de los templos y fuera de ellos, en el culto, interno y externo, más digno y fervoroso que hemos de dar a Dios, y en el apostolado más consciente y activo con que hemos de reavivar las tradiciones religiosas y restaurar el espíritu cristiano en el pueblo. Cuanto no sea esta obra primordial de actuar en profundidad la fe, el sentimiento y el apostolado católicos en la cultura y la vida individual, familiar y social, será edificar sin base y reincidir en métodos inadecuados. Hemos de sostener la fuerza e independencia de la Iglesia, multiplicar su ministerio espiritual en la sociedad, mostrarla cada día más pujante, viva y apostólica, aun en bien de aquellos mismos que quisieran verla menguada y proscrita de la vida pública de nuestra patria. Y ello no se logrará si el mismo estado presente de cosas no se convierte desde luego en estímulo poderoso para que todos, sacerdotes y fieles, robustezcamos nuestra mentalidad y nuestra conciencia de católicos y alcancemos aquella renovación interior de idealismo religioso y de elevación sobrenatural que en la santificación propia y en la expiación paciente preparan las futuras energías con que ha de procurarse la restauración cristiana de nuestra sociedad, recobrándonos de tantos sopores y negligencias con que hartas veces se ha descuidado el ahogar el mal con la abundancia del bien. Consecuencia inmediata de esta orientación ha de ser una plena participación en el ejercicio de todos los deberes religiosos privados y sociales, aportando cada uno el máximo concurso a la parroquia, al sostenimiento económico del culto y clero, al fomento de la prensa católica, a las asociaciones piadosas y de apostolado intelectual y social, a la recta organización de los factores de producción y distribución de la riqueza, y armónica y caritativa solución de los problemas entre los mismos existentes, a la defensa de las Ordenes y Congregaciones religiosas, en especial las más atacadas y perseguidas; en suma, a todos los fines y actividades de la Acción Católica, que es la participación de los seglares en el mismo apostolado jerárquico de la Iglesia.

Reivindicaciones escolares

No obraría como buen católico quien, en los actuales momentos, no colaborase en las reivindicaciones escolares, que constituyen un punto capital del programa restaurador de la legalidad española, para la defensa del derecho natural de los padres a escoger y dirigir la educación de los hijos, del derecho de los mismos hijos a que la formación religiosa y moral ocupe en su educación el primer lugar, del consiguiente derecho de la Iglesia a educar religiosamente, sin trabas, a sus fieles, aun en la escuela pública; de la justa libertad de enseñanza, sin la cual aquellos derechos no podrían ser efectivos, y de la repartición escolar proporcional que la justicia distributiva exige para que la escuela pública y privada rivalicen noblemente en la elevación progresiva de la cultura popular. Nunca los católicos se ocuparán lo bastante, aun a costa de los más grandes sacrificios, en sostener y defender sus escuelas, así como en obtener leyes justas en materia de enseñanza; sus éxitos en este orden serán su mayor gloria y la mayor eficacia de sus actuaciones, como lo han sido de los católicos belgas, que pueden servir de modelo en esta obra renovadora y constructiva.

Contra la enseñanza laica

No menor esfuerzo han de poner en combatir la enseñanza laica, trabajar por la modificación de las leyes que la imponen y bajo ningún concepto contribuir voluntariamente a las instituciones que en ella se inspiren o la promuevan. Así como procurando tener escuela católica para sus hijos, aun creándola propia si es preciso y hay de ello posibilidades, los católicos no realizan de ninguna manera obra de partido, sino obra religiosa indispensable a la paz de su conciencia, ni se proponen separar a sus hijos del cuerpo y del espíritu de su nación, sino al contrario, darles la educación más perfecta y más capaz de contribuir a la prosperidad del país, así también, oponiéndose a los avances de la escuela laica, obra del Estado, impedirán la perturbación de la conciencia de muchos que, sin desear aquélla, habrán de llevar a sus hijos a la escuela pública descristianizadora, y contribuirán a evitar la segura desmoralización del pueblo si progresare la escuela atea, en que, según la experiencia contemporánea ha demostrado, se convierte siempre la escuela laica y neutra, a despecho de lo que pregonan sus defensores. Y no hay que olvidar a este propósito las instrucciones de la Sede Apostólica acerca de las cautelas que han de poner en práctica los padres cuyos hijos se vean en la precisión de frecuentar la escuela laica, informándose de los textos que en ella se usen y de las doctrinas que en ella se enseñen, para exigir por todas las vías posibles que por lo menos nada se les enseñe opuesto a la religión y a la sana moral, substrayéndolos diligentemente a la influencia de otros alumnos que pudieran pervertirlos, procurándoles fuera de la escuela una instrucción cristiana tanto más sólida cuanto su fe corra en aquélla mayor peligro.

Validez exclusiva del matrimonio canónico

Ningún católico medianamente instruido tiene la menor duda acerca de la plena potestad de la Iglesia en el matrimonio de los bautizados, cuya celebración, legislación y jurisdicción a Ella sólo competen, sin merma ni dificultad de las atribuciones que en el orden estrictamente civil corresponden legítimamente al Estado. Para evitar, no obstante, cualquier confusión y ayudar a los menos ilustrados a tener ideas claras sobre este punto, tan importante para la vida familiar y social, no se olvide que para los católicos, el válido y legítimo matrimonio es sólo el canónico y sacramental celebrado in facie Ecclesiae y por ésta regulado; a la jurisdicción civil compete solamente regular los efectos meramente civiles del matrimonio cristiano. Cualquiera imposición legal que pueda sobrevenir estableciendo el llamado matrimonio civil obligatorio, será para los católicos mera formalidad externa, sin eficacia intrínseca alguna en su pacto nupcial. Los fieles sólo contraen matrimonio cuando el consentimiento nupcial se emite ante la Iglesia en la forma por ésta establecida, no cuando se cumplen las formalidades o ritos legales a los que el fuero civil obliga, aunque también para ellos quiera darles carácter de verdadero matrimonio; tales formalidades, empero, conviene no sean omitidas por los fieles, a fin de no provocar conflictos innecesarios y de que no sean negados efectos civiles a sus nupcias. Quienes, prescindiendo del matrimonio canónico, y sólo cumplidas las formalidades legales, osaren vivir como cónyuges, faltarán gravísimamente a su conciencia de católicos, quedando excluidos de los actos legítimos eclesiásticos y privados de sepultura sagrada, si antes de morir no dieren señales de penitencia. Sea igualmente indiscutido que el matrimonio cristiano es en sí mismo de tal modo indisoluble, que no puede ser disuelto ni por el consentimiento muto de las partes, ni por autoridad meramente humana, y que las causas matrimoniales entre bautizados competen en derecho propio y exclusivo a la jurisdicción eclesiástica. Es, por tanto, ilícito a los cónyuges católicos acogerse a la ley del divorcio civil, si pidieren la disolución del vínculo a fin de poder contraer nuevas nupcias; y, por modo general, los fieles han de tener presente que en materia de tanta trascendencia corresponde a la competente autoridad eclesiástica el determinar qué cooperación sea lícita o ilícita respecto a las leyes civiles.

La falsa prudencia y la presuntuosa temeridad

En la obra general de reconquista religiosa que ha de ser el ideal totalitario de la actividad de los católicos, apelarán éstos al concurso de todas las buenas energías y usarán de las vías justas y legítimas a fin de reparar los daños ya sufridos y conjurar el mayor de todos, que sería el oscurecerse y apagarse los esplendores de la fe de los padres, única salvación de los males que en España amenazan al mismo consorcio civil. A nadie le es lícito quedar inactivo, o dejar de emplear todos los medios honestos, cuando la religión y el interés público están en peligro. Dos escollos procurarán, empero, evitar cuidadosamente: la falsa prudencia y la presuntuosa temeridad. Sería lo primero tener por inoportuno el resistir abiertamente el ímpetu de los enemigos de la Iglesia por temor de que la oposición los exaspere todavía más, o bien favorecerles indirectamente por excesiva indulgencia o pernicioso disimulo. Es lo segundo, el falso celo, o peor aún, una simulación desmentida por la conducta de muchos que arrogándose una misión que no les compete pretenden subordinar la acción de la Iglesia a su juicio y arbitrio, hasta el punto de tomar a mal y aceptar con repugnancia todo lo que de otra manera se hace. Esto no es seguir a la autoridad legítima, sino prevenirla y transferir a personas privadas las funciones de la magistratura espiritual, con gran detrimento del orden perennemente establecido por Dios en su Iglesia, no permitiendo a nadie que impunemente lo viole. El justo medio de la recta actuación de los católicos ha de ser una docalidad efectiva a la Jerarquía, unida al ánimo discreto, constante y esforzado, para no caer en timidez desconfiada y perezosa o en presuntuosa temeridad.

La Iglesia, ajena a partidos políticos

En el orden estrictamente político, no se debe en manera alguna identificar ni confundir a la Iglesia con ningún partido, ni utilizar el nombre de la Religión para patrocinar los partidos políticos, ni subordinar los intereses católicos al propio triunfo del partido respectivo, aunque sea con el pretexto de parecer éste el más apto para la defensa religiosa. Es necesario superar la política, que divide, por la Religión, que une. Lo bueno y honesto que hacen, dicen y sostienen las personas que pertenecen a un partido político, cualquiera que éste sea, puede y debe ser aprobado y apoyado por cuantos se precien de buenos católicos y buenos ciudadanos. La abstención y la oposición a priori, son inconciliables con el amor a la Religión y a la Patria. Cooperar con la propia conducta o con la propia abstención a la ruina del orden social, con la esperanza de que nazca de tal catástrofe una condición de cosas mejor, sería actitud reprobable que, por sus fatales efectos, se reduciría casi a traición para con la Religión y la Patria. Por lo demás, en los momentos trascendentales para el bien público, y especialmente cuando grandes males afligen a la Iglesia o la amenazan, es un deber ineludible de todos los católicos la unión, o por lo menos la acción práctica común, sea cual fuere el partido a que pertenezcan, sacrificando las opiniones privadas y las divisiones de partido, salvo la existencia de los partidos mismos, cuya disolución por nadie se ha de pretender.

Deberes de los católicos para con la Prensa

Todos los fieles juzgarán como un deber especial suyo el de abstenerse, bajo grave responsabilidad de conciencia, de leer la mala Prensa o de favorecer, directa o indirectamente, su prestigio y divulgación, así como el de tener en alta estima y ayudar con todas sus fuerzas y posibilidades al sostenimiento y difusión de las publicaciones católicas, particularmente de la Prensa periódica que se inspire en los principios de nuestra santa Religión y defienda rectamente los intereses de la Iglesia y de la Patria. Jamás ha sido tan sentida esta necesidad como en los actuales tiempos, en que urge afirmar y difundir la verdad cristiana, impedir el contagio del error, defender a las instituciones católicas de prejuicios, odios y perfidias, que la Prensa enemiga propaga inicuamente. Iluminar el criterio y excitar el celo de los mismos para la comprensión, defensa y servicio de la Iglesia en las difíciles circunstancias presentes.

Empero, no menos que este deber imperioso que a todos incumbe, interesa la recta dirección y auténtico espíritu cristiano de que han de estar informados los escritores dedicados a tan alta y delicada misión, llena de graves responsabilidades. Dense en primer lugar al diligente y perseverante estudio de la doctrina católica en sus fuentes autorizadas, a su clara, persuasiva y serena exposición, a su objetiva y prudente aplicación a las realidades contingentes. En la persuasión y defensa de todo lo verdadero y justo, sea su norma indefectible el sostenimiento de los derechos de la Iglesia, la suprema reverencia a la Sede Apostólica, la fidelidad a las inspiraciones de la Jerarquía con respecto a la cual es deber de todos los fieles, y particularmente de los escritores católicos, seguirla y no precederla, obedecerla y no pretender criticarla o remolcarla tendenciosamente, de tal modo que no puedan merecer el grave reproche de desatender de hecho, por hábiles distinciones y subterfugios, su dirección, o de interpretar a su manera los claros documentos por los cuales la autoridad eclesiástica no haya aprobado su manera de obrar. No olviden que los derechos y deberes nacidos de la caridad no son menos graves que los derechos y deberes que nacen de la verdad; eviten, por tanto, los escritores católicos vanas o injuriosas polémicas; absténganse de aplicar calificativos despectivos e inconvenientes que hartas veces se usan para distinguir unos católicos de otros, y no caigan en la temeraria ligereza, con el fin de sostener a un partido político, de hacer sospechosa la ortodoxia de otros, por la sola razón de pertenecer a bando distinto, como si la profesión de catolicismo estuviese necesariamente unida a tal o cual partido político. Conviene evitar a apartarse de todo lo que sea y parezca inmoderación, intemperancia y violencia de lenguaje, como lo más opuesto a la concordia de los ánimos y a la eficacia de la propaganda, puesto que para la defensa de los sagrados derechos de la Iglesia y de la doctrina católica no son acres debates lo que hace falta, sino la firme, ecuánime y mesurada exposición en que el peso de los argumentos, más que la violencia y aspereza del estilo, da razón al escritor.

Espíritu de concordia y dependencia de la jerarquía

Las anteriores normas y direcciones sean escrupulosamente observadas por todos, y en particular por quienes, en virtud de su ministerio, cargo o profesión, están en contacto más directo con los fieles y tienen notable influencia en el movimiento católico, debiendo ser los sacerdotes y religiosos los primeros en el eficacísimo apostolado del buen ejemplo, y cuantos con la pluma o la palabra puede decirse con toda verdad que ejercen misión de dirigir y mover las conciencias de los católicos en estos momentos tan delicados para la vida de la Iglesia en España. Más que nunca conviene defender la Religión y laborar por la Iglesia con absoluta dejación de particulares miras y secundarios intereses, por encima y al margen de la política, con amplio y abnegado espíritu de concordia y plena dependencia de la Jerarquía. El movimiento católico ha de ser dirigido tal como quiere la Iglesia y según las normas prácticas de sus legítimos y autorizados representantes, que de él tienen la responsabilidad. Tal es la orientación de la Acción Católica, acerca de cuya definitiva organización no tardará el Episcopado en dar las correspondientes directivas. Apréstense desde luego los fieles a imbuirse de aquella orientación, observando las presentes normas que, de un lado, responden a la misma, y de otro, han de servir para facilitar el desarrollo y eficacia ulteriores de la Acción Católica.

Fe, caridad y perseverancia en el apostolado

Hemos de poner fin a esta obligada declaración de criterios y de posiciones, en la cual todo espíritu ecuánime ha de ver el cumplimiento de un ineludible deber y la clara voluntad de contribuir, por nuestra parte, a la pacificación religiosa, política y social. Séanos, empero, permitido hacer sentir a todos los españoles nuestros más íntimos anhelos y recomendaciones, que salen de nuestro corazón de obispos y patriotas.

Voces apasionadas claman todavía por la prosecución de una guerra implacable a la Iglesia, con un afán de exterminio que, cuando menos, es perturbador e irrealizable. Infundadas acusaciones continúan sosteniendo el gesto receloso e irascible contra la Jerarquía y los católicos, como si fuese cierto el supuesto de que aspiran a la dominación política del Estado, o como si sus actitudes respondiesen de verdad a la vieja inculpación de ser los cristianos ciudadanos facciosos y enemigos de la cosa pública, de igual suerte que a nuestro adorable Redentor osaron declararle enemigo del César y subversor del pueblo. Ni faltan hombres poco avisados que creen resuelta la crisis religiosa, pensando que con preceptos legales se ha amortizado a Dios y a la Religión en la vida española, y declarando que el catolicismo les es simplemente indiferente.

Ortodoxia civil de la Iglesia

Vanas y temerarias recriminaciones e ilusiones. Después de nuestra colectiva declaración, nadie puede negar con fundamento lo que cabe llamar la perfecta ortodoxia civil de los propósitos y orientaciones de la Iglesia, que no mira egoístamente sólo por ella y por sus intereses espirituales, sino muy eficazmente aún por el bien y la prosperidad de la Nación, inseparables quiérase o no, del progreso y estabilidad del orden religioso. No es culpa nuestra si en España queda en pie una grave, honda protesta y reivindicación de libertad para los derechos e independencia de la Iglesia, de cuya justa y eficaz solución son de esperar los mayores beneficios para el mismo fortalecimiento y auge del régimen político. En ninguna parte del mundo el catolicismo se toma como un hecho social desatendible o como un problema de secta efímera. A ninguna potestad y ninguna mente esclarecida es indiferente la trascendencia oral y la actual fecundidad de la Iglesia Católica, que ha regido milenariamente la civilización humana, a la que se mira en nuestros tiempos por doquier como la solución más coherente y orientadora de la reacción espiritualista de la sociedad contemporánea, y en cuya firmeza doctrinal e independencia afirmativa de actuación en la verdad y en el bien confían innumerables hombres como en baluarte seguro del espíritu y de la libertad humana frente a la barbarie materialista de las herejías sociales invasoras y a los excesos de la opresión cesarista del nuevo absolutismo del Estado. Menos indiferente ha de ser el Catolicismo a gobernantes y ciudadanos españoles, porque si la historia de nuestra patria revela de una manera incontrastable que él ha sido el elemento generador y conservador de su grandeza moral, la experiencia ya asaz dura de las dificultades presentes habría de demostrarles que la influencia religiosa es necesaria para fortalecer los vínculos sociales y asentar en sólidos fundamentos la paz espiritual y la consolidación progresiva del Estado.

Armonía futura de la Iglesia y el Estado

Por ello no cejaremos los Obispos de sostener los principios; y orientaciones expuestas, que sabemos favorables para tan nobles eficacias religiosas y civiles, y de laborar generosamente a fin de reparar los daños infligidos a nuestra sacrosanta Religión, evitar en lo posible los que la amenazan todavía, y preparar días mejores, en que Iglesia y Estado, de mutuo acuerdo, según corresponde a dos sociedades perfectas y soberanas en su propia esfera, coordenadas por la naturaleza que les dio Dios, autor de ambas, y por la necesidad de convivir armónicamente en bien de unos mismos hombres, cuya perfección sobrenatural y temporal les está respectivamente encomendada, renueven y alcancen la anhelada inteligencia con que se pueda asegurar en plena paz y estabilidad la constitución cristiana de nuestra patria en el orden legal y social. Mucho habrá de ayudar al avance de tales anhelos el mayor conocimiento de la verdadera naturaleza y actuación de la Iglesia, así como la ajena experiencia de cuán nocivas y perturbadoras han sido las rupturas entre la Iglesia y el Estado, que después de violencias apasionadas, daños considerables de todo orden y largos períodos de arduas dificultades, han debido ser reparadas recomenzando por el diálogo comprensivo, por el trato amistoso, que nunca se debiera haber interrumpido para el logro de grandes bienes y en evitación de graves males. En España, donde, a pesar de la situación a que se ha llegado, no se puede desconocer la existencia de buenas voluntades, aun entre los mismos hombres de gobierno, todavía se está en sazón de no desatender consejos y experiencias, que los peligros que amenazan al mismo consorcio social acumulados por sus peores enemigos, hacen todavía más preciosos y apremiantes.

La persecución, bienaventuranza de los cristianos

Cualquiera, empero, que fuese el porvenir que, por cumpa de los hombres, el Señor nos tenga deparado, vosotros los fieles hijos de la Iglesia, hijos muy amados nuestros, manteneos firmes en la fe, constantes en la caridad, perseverantes en el apostolado. Nada te turbe, nada te espante, decía la admirable y serenísima Teresa de Jesús; quien a Dios tiene, nada le falta. También las aflicciones y la persecución por causa de la justicia, son bienaventuranzas para los cristianos. Ni os portéis jamás como quienes no tienen esperanza. Motivos de consuelo no nos faltan para alentarla: en la misma previsión de días mejores que nos permite augurar el no desmentido patriotismo de nuestros conciudadanos, en las nuestras de fraternidad cristiana que hemos recibido de eminentes representaciones de los católicos de todos los países y que de corazón agradecemos como estímulo de fortaleza y augurio de victoria, y sobre todo en la protección del Señor, de la Virgen y de los santos que son testimonio y honor de la religión de nuestro pueblo.

Con tal estado de ánimo fortalecidos, amados hijos en el Señor, renovad el cumplimiento fiel del deber de cada instante, que es camino de perfección, y lanzaos a la nueva reconquista religiosa que nos imponen las realidades presente: ahondamiento en la cultura cristiana del espíritu, de la verdad y de la vida, recobramiento social de la eficacia de la fe en nuestro pueblo. Para ello revestidos de Nuestro Señor Jesucristo, imitad sus entrañas de misericordia y amad todavía más a vuestros conciudadanos redoblando para nuestro pueblo la caridad de patria, que también tiene forma de la sobrenatural y divina caridad.

Amor a los hombres y a los pueblos

A los hombres y a los pueblos les hemos de amar no por lo que sean, sino por lo que pueden, deben y merecen ser ante la presencia de Dios. Y no con el desamor los ganaremos, no con erguimiento sedicioso o violento reparan los cristianos los males que les afligen; es la confianza en la supremacía y fecundidad, aun humanas, del Espíritu, en la potencia de la fe y la caridad activas lo que alcanza, con ayuda del Señor, la victoria. Nuestro adorable Salvador, que afirmó sus derechos divinos sobre los hombres diciendo: "Quien no está conmigo está contra Mí", no quería que sus discípulos pidiesen fuego del cielo sobre la ciudad que no les había recibido, y reprendía su exclusivismo con aquellas otras palabras, complemento y aclaración de las primeras: "Quien no está contra vosotros, a favor de vosotros está" (Luc., IX, 50).

Con tal emoción perseverante de caridad y de espiritual optimismo, poneos a la obra de apostolado a que os estamos invitando, esforzadamente, generosamente, pacientemente. Y cualquiera que fuesen las aflictivas circunstancias en que veamos sumergida a la Iglesia, no temáis ni pretendáis ejercer la vindicta que sólo al Señor corresponde. Recordad que la Iglesia vence el mal con el bien, que responde a la iniquidad con la justicia, al ultraje con la mansedumbre, a los malos tratos con beneficios, y que en definitiva también la ciencia cristiana del sufrir es un poder de victoria: "Somos maldecidos y bendecidos, sufrimos persecución y la soportamos, somos calumniados y oramos" (I Cor., IV, 12-13).

Invitación a la paz cristiana

No podíamos, amados hijos en el Señor, suscitar en vuestros ánimos tales sentimientos en días más propicios a la santa dulcedumbre como estos en que toda la humanidad se prepara a sentir la humilde y pacificadora alegría de Belén. Por toda la tierra pasa la emoción íntima de los cánticos angélicos anunciadores de paz a los hombres de buena voluntad; aun los espíritus menos inclinados a la suavidad se estremecen ante la lumbre con que en las tinieblas de la noche resplandece el día eterno del Señor que viene a nosotros para amarnos y redimirnos.

La gracia, la benignidad y el amor de Dios nuestro Salvador, hácense visibles a todos los hombres, para enseñarnos a vivir con templanza, justicia y piedad en este mundo, renunciando a la impiedad y a las mundanales concupiscencias, en expectación de la bienaventurada esperanza y el advenimiento glorioso del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo, que se inmoló a sí mismo en bien nuestro para redimirnos de toda iniquidad, y purificándonos, hacerse un pueblo todo suyo, seguidor de las buenas obras.

Tal habla la Liturgia de Navidad por boca del Apóstol. Sintamos todos la divina invitación a esta alta y pacífica vida del espíritu cristiano, a esa perdurable tregua de Dios que empezó para el mundo en la Nochebuena, comienzo bendito de la regeneración de los individuos, de la familia y de los pueblos. En el recogimiento de la oración pura, en el fervor paciente de la mortificación abnegada, en la efusión de la caridad divina, que se aprenden adorando el Verbo de Dios hecho Hombre en las humildades sobrenaturales del Natalicio del Señor, preparemos el advenimiento de Dios en este pueblo que le espera a El, verdadero y único Príncipe de paz perdurable.

Los Obispos de la Santa Iglesia, bendiciendo a todas las familias españolas como prenda y augurio de esta venturosa paz, para la cual son todos los anhelos y sacrificios de Pastor de la grey cristiana, elevan al cielo fervorosamente con todos sus hijos la oración sagrada que la Liturgia del día de hoy pone en los labios suplicantes de la Iglesia: Moved vuestro poder y venid, os rogamos, Señor; y con gran eficacia socorrednos a fin de que, mediante el auxilio de vuestra gracia, vuestra misericordiosa piedad acelere lo que nuestros pecados retardan.


El Debate, 1 de enero de 1932









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