Detenidos en los sucesos de Castilblanco en 1931 |
Sobre unos suceso. El verdadero culpable
La
tierra extremeña se ha teñido estos días con sangre, consecuencia dolorosa de
una situación de violencia a la que es urgente e imprescindible poner remedio.
Por desgracia, hechos como los que lamentamos ahora han venido siendo, de algún
tiempo a esta parte, demasiado frecuentes. Ha tenido en esto, como villanamente
han procurado poner de manifiesto sus enemigos, poca fortuna la República. A la
situación ruinosa en todos los órdenes que la monarquía legó al régimen nuevo
vino a sumarse el pavoroso problema del paro en la agricultura, especialmente
en las regiones andaluzas y extremeñas, en donde la crisis se hacía más aguda y
difícil por la notoria mala fe que en muchos casos han empleado los
propietarios para fomentarla. No necesitamos citar ejemplos que comprueban esta
afirmación. Todo ello ha creado una situación de descontento en las zonas
afectadas por la falta de trabajo. Es natural que una población campesina que
se ve azotada por el hambre sienta la irritación que ha de producirle su propia
desgracia. Y si a esa irritación instintiva se añade la indiferencia o la
hostilidad con que aquellos que están más directamente llamados a procurar
remedio contemplan ese espectáculo de angustia, entonces nada tiene de extraño
que se produzcan hechos lamentables que en circunstancias normales hubieran
podido evitarse sin esfuerzos.
No hay
peor consejera que el hambre. Es verdad. Pero conviene añadir, a renglón
seguido, que no hay nada que estimule tanto a la insuborninación como la
injusticia. Sobre todo cuando la injusticia va acompañada de la burla. Y éste
es el caso que se está repitiendo de día en día. No solamente no han encontrado
apoyo alguno los obreros de aquellas reigones castigadas por el paro, sino que
constantemente se han visto vejados en sus más elementales derechos de
ciudadanía. Se está tratando de hacer creer que los sucesos luctuosos que se
han desarrollado en tantos pueblos de España tienen una sola causa: los
pretendidos desmanes de unos trabajadores hostigados en parte por la penuria,
pero soliviantados, principalmente, por propagandas políticas avanzadas. Con
esa explicación tan cómoda figurando en los informes oficiales se justifican
todos los atropellos y las mayores enormidades. La realidad, sin embargo, es
bien distinta. Tan absurdo sería dar por válida esa versión como suponer
nosotros, arrimando el ascua a nuestra sardina, que la intervención de las
autoridades en conflictos de esa naturaleza es siempre, en todos los casos,
arbitraria y despótica. Aunque no sean los más, tenemos ejemplos, lealmente
reconocidos, que demuestran lo contrario. Ni la primera ni la segunda -menos
aquélla que ésta- son afirmaciones que puedan hacerse a priori. La clave de la
cuestión es otra, sobre la cual hemos insistido ya muchas veces y tendremos que
insistir, por lo visto, muchas más aún. Se trata, sencillamente, de que no se
ha desarraigado el viejo caciquismo rural, planta maldita que ha envilecido
durante tantos años la vida española. Al contrario, lejos de ceder, cada día
parece cobrar el caciquismo nuevos bríos. Con una extraordinaria facilidad de
adaptación ha sabido reponerse pronto del quebranto que pudo causarle el cambio
de régimen, y está reforzando de manera ostensible sus posiciones. Tímido y
cauteloso en los primeros días de la República, vuelve a ser ya desvergonzado y
cínico, como en sus mejores tiempos de desafuero. Ahí, y no en explicaciones
interesadas, es donde hay que buscar la causa principal del descontento que
existe en los pueblos y la razón de los sucesos sangrientos que se originan con
tan dolorosa frecuencia. El de Castilblanco, más tremendo que ninguno por sus
propociones, no es sino uno de tantos en la serie.
Por lo
que se refiere a la actuación de la guardia civil, es evidente que adolece de
un defecto gravísimo sobre el cual conviene meditar muy detenidamente en
interés de todos, y, acaso más que nadie, en interés de la propia guardia
civil. Durante la monarquía, la guardia civil se vió forzada, por exigencias de
un régimen consustancial con la violencia y el abuso, a servir intereses
particulares o ilegítimos que nada tenían que ver con la función propia que le
estaba encomendada. Aunque no lo quisiera nada iba ganando con ello- la guardia
civil ha tenido que ser una fuerza de protección en la que se escudaba el
caciquismo. Cabía esperar costumbres de la política rural. Ya se ha visto que
no. Los monárquicos de ayer son republicanos hoy. Por procedimiento tan
sencillo han seguido en muchos pueblos los caciquillos de campanario su antiguo
dominio. En donde no lo han conseguido aún, aspiran a conseguirlo el día de
mañana. Y se da el caso absurdo de que haya muchos miembros de la guarcia civil
que, por un explicable acomodamiento al través de varios años de relación y
trato con aquellos alementos, sigan representándose a éstos provistos de más
autoridad que quien la ejerce legítimamente por voluntad popular. Así ocurre
que muchas veces puede más en el ánimo de un jefe de puesto una sugerencia del
caciquillo que una orden de un alcalde socialista, por ejemplo. A independizar
y alejar de esa influencia a la guardica civil deben tender los esfuerzos del
Gobierno si se quiere evitar la repetición de hechos como los que motivan estas
líneas.
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