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1789. Viaje a la aldea del crimen XIX



Sigue la «razzia», y la cuentan los mismos campesinos

Por procedimientos casi idénticos, usando a veces las mismas palabras, fueron detenidos, esposados y fusilados siete campesinos más. Veamos cómo lo cuentan sus propios familiares en algunos casos. En otros, por haber muerto también o huido al campo, no se han obtenido declaraciones de ese valor.

«María Cruz García. De cuarenta y tres años. Diez hijos, y con el que le mataron, once. Su hijo muerto se llamaba Andrés, de veinte años. Que su hijo estaba en la casa de su abuelo, junto con el hijo de Isabel Montiano; que "al pobrecito" también lo mataron. Que a las claras del día 12 llegaron los guardias de asalto y se llevaron a su hijo y al de Isabel, y ante sus lamentos les dijeron que no se asustaran, que era para tomarles declaración: que no les pasaba nada. Que viendo que tardaban, su cuñada Isabel fue hacia la choza del "Seisdedos", donde había visto que los llevaban, y los vio "tiraítos de espalda”, y que volvió y le dijo a ella, llorando: "¡Nos los han matao, nos los han matao!" Que fueron otra vez a la choza y no había guardia alguno, y allí había "ríos de sangre que se bebían los perros". Que se los mataron de un modo criminal, quitándole el único que ayudaba a su padre. Que es un crimen muy grande. Que sólo le pedía a Dios que haga con ellos lo mismo que han hecho "con el hijo de mi alma". Que estaban "como parvos", tiraítos en el suelo. Que iban dos guardias civiles acompañando a los guardias de asalto para que sacaran a los que ellos decían.»

Un caso de verdadero laconismo, en medio de las declaraciones de las madres y las esposas de las víctimas, es el de Diego Fernández, que se limitó a decir: «De siete a ocho de la mañana sacaron a mi hijo por la violencia y lo llevaron a la choza del "Seisdedos", donde le ataron las manos con una cuerda y lo fusilaron.»

Salvador Barberán Romero, hijo del anciano Antonio Barberán, relata otros dos fusilamientos.

Conservamos en sus palabras todas las repeticiones —hechos y frases— en relación con los fusilamientos anteriores. Dice Salvador Barberán «que de día claro llegaron a su casa los guardias de asalto con el guardia civil Gutiérrez. Que mandaron salir a todos para fuera, y al verle a él, el guardia Gutiérrez les dijo a los de asalto: "No tirar, que es un muchacho honrado." Que al rato volvieron y traían a dos hombres: uno, Manuel Benítez, de unos cuarenta años, y otro, un mozuelo. Los traían amarrados. Que le preguntó a Manuel que qué pasaba, y éste les dijo: "Nada de particular creo yo." Que él le contestó: "Nos parece que lo malo ya ha pasado." Que los guardias de asalto dijeron: "Vamos p'alante", y se llevaron a los dos. Que un guardia que quedó le dijo: "Vamos, ¿qué hace usted? ¡Venga para allá!" Que le dijo: "Deje usted que me despida de mi mujer y la tranquilice." Que se lo llevaron. Que los guardias le decían a Manuel, ya delante del corralito del "Seisdedos": "Hala pa dentro", y éste les dijo: "Hombre, ¿cómo voy a entrar pa quemarme?" Que entonces le empujaron a culatazos a los dos, que ya había allí un montón de muertos. Que al ver aquello le dijo a un guardia civil: "Hombre, llame usted a Gutiérrez, que me conoce. Éste le dijo: "Anda, corre y vete a tu casa." Que a este guardia civil le debe la vida. Que al llegar a su casa le dijeron que habían matado a su padre y vino a casa de éste, y declara que lo vio muerto en el rincón. Que había un charco de sangre muy grande y huellas de balazos en la pared. Que con su padre, anciano de setenta y cinco años, han hecho un crimen infame, ya que lo mataron en su casa y sin haberse metido en nada.» No hay declaraciones de los familiares de otras tres víctimas: José Utrera, Juan Galindo y Rafael Mateo.


Después de los fusilamientos. Sol sobre la choza

Al final, cuándo el sol asomaba ya sobre la sierra de Ronda —hacia las ocho y media de la mañana—, los guardias oyeron a los jefes repetir:

—¡Ya hay Bastante!

Volvieron a bajar a la plaza. En las callejuelas colindantes aparecieron algunos grupos de asalto que conducían, a golpes y puntapiés, a dos campesinos maniatados. Los jefes, al verlos, les repetían la frase anterior:

—¡Ya hay bastante!

Y los campesinos, en lugar de ser llevados a la corraleta, pasaban a formar en la cuerda de los presos que habría que enviar a la cárcel de Medina Sidonia. Uno de los que fueron golpeados más brutalmente se llama Francisco Rocha, enfermo, y todavía resentido de las lesiones; José González Pérez, también enfermo, que llevaba seis meses sin trabajo, con cinco hijos, el mayor de nueve años, era asimismo conducido por el sargento María y el guardia civil García a culatazos y puntapiés. No recibían el subsidio de paro ni se les entregaba después ese subsidio a ninguna de las familias de los detenidos.

Las fuerzas recogieron también al campesino José Monroy y lo condujeron a la plaza. Arriba quedaron, en la choza todavía humeante, catorce cadáveres sobre las cenizas, dos más a medio quemar —todavía ardían las ropas de Manuela Lago— y seis carbonizados. Las fuerzas fusilaron a los campesinos junto a la choza de «Seisdedos» por dos razones: por entender que luego podría fácilmente hacerse recaer la responsabilidad de los ataques del «Seisdedos» sobre todas las víctimas. Y también porque creían que fusilando a los campesinos sobre el lugar donde había habido resistencia armada, se daba al acto una gran fuerza de ejemplaridad.

Las calles seguían desiertas. Sólo las animaban los uniformes grises o negros, los correajes amarillos, las voces de mando. La aldea no conocía, desde muchos años atrás, sino la miseria resignada.

No se recordaba un incidente violento, un asomo de rebeldía. Todos los que declararon ante el juez o ante la Comisión parlamentaria coincidieron en que en los recuerdos de los campesinos más viejos no existía sino algún intento de huelga pacífica para obtener mejoras en la temporada de trabajo agrícola. El pueblo, después del incendio de la choza y de los fusilamientos, se había recogido en su sobresalto. Miedo y desesperación en las puertas y las ventanas cerradas, en el llanto de las mujeres y los niños. No se sabía en muchos hogares si el hijo o el marido habían sido fusilados o estaban a salvo, en el campo. Esa incertidumbre unía a la desolación de los hogares de las víctimas una ansiedad inquieta y nerviosa que recorría la aldea como el oleaje de un estanque muerto, bajo un aire de tormenta. Las fuerzas iban conduciendo más detenidos a la plaza. La cuerda de presos iba creciendo. Los campesinos que habían soñado durante cuarenta y ocho horas con la posesión de la tierra salían de lo hondo de sus chozas con un desaliento trágico. Una mirada, un gesto, atraía sobre ellos la furia de las fuerzas, su rencor todavía con olor de sangre. Los presos eran maniatados y puestos en fila. Iban y venían con órdenes y partes oficiosos los jefes. Los guardias llegaron con una chiquilla de quince años, María Silva. No se sabía que hubiera cometido ningún acto de rebeldía; pero el hecho de que hubieran sido fusilados o quemados vivos la mayor parte de sus familiares la hacían sospechosa.

Mientras se completaba la cuerda de presos, en lo alto de la torrentera las mujeres espantaban a pedradas a los perros hambrientos que acudían a la choza de «Seisdedos». El sol iba avanzando como todos los días, mordiendo el pico de una choza antes de inundarla, de acusar los relieves del barro seco o las tablas podridas de la ventana o la puerta. A las nueve, el sol daba de plano sobre los muertos. En las cercanías, las mujeres, los niños lloraban, sin atreverse a acercarse.

Había cierto temor a la comprobación. No querían saber que era una verdad sin remedio. El hijo, el marido, podían estar quizá en el campo con los fugitivos.

Los campesinos se habían sublevado contra la ley, que les impedía trabajar la tierra, que ponía entre ellos y la tierra el alambre espinoso, la Iglesia y la Guardia civil. Pero querían la tierra no para sí solos, sino para todos, incluso para los propietarios y la Guardia civil, que, al fin, eran también «semejantes».

No hubo explosiones de rencor ni se acordaron de las vejaciones pasadas ni de las venganzas. Hasta los víveres tomados en la tienda, después de triunfar el movimiento, fueron pagados con vales o con dinero del Sindicato. Frente a esa posición, de una generosidad infantil, los hechos oponían este espectáculo de la choza de «Seisdedos». Bajo las ruinas, entre las cenizas, seis cuerpos abrasados. A un costado otros dos que fueron mordidos por las llamas y que, huyendo de ellas, cayeron bajo el radio de acción de una ametralladora. Y después todavía los fusilamientos.

Los cuerpos de los fusilados estaban en montón, sobre las cenizas. El que murió sentado en un poyo había quedado fuera de la cerca. Para los guardias y los terratenientes, esos cuerpos hacían, abandonados allá arriba, algo tan simple y lógico como esperar al forense. Pero no había más que ver sus cabezas rotas, sus miradas vacías, sus puños crispados, sus manos aún juntas por la cuerda ensangrentada de las muñecas, para ver que su silencio era historia viva. Antes de que saliera el sol, entre dos luces, podía aquello no tener sino los chatos perfiles del crimen. Bajo el sol, a plena luz, aquellos campesinos ametrallados eran historia. Su sangre se mezclaba con la tierra, que tampoco sabe de exclusivismos ni de leyes. Su silencio era historia de la tierra esclava que quiere ser libre.


Ramón J. Sender
Viaje a la aldea del crimen (Documental de Casas Viejas),  1933







3 comentarios:

  1. Nunca podremos hacernos una idea completa de las trágicas dimensiones y de las terribles pérdidas que nos trajo esa cainita guerra incivil perpetrada por la oscura oligarquía fascista.

    Salud y Memoria

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    1. Así es Loam. Lo más doloroso de los sucesos de Casas Viejas es que fue el Gobierno de la República el que ejecutó la represión.

      Salud!

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    2. En manos de la oligarquía, poco importa la forma que adopte el Poder. Yo antepongo la lucha de clases a los formalismos que, con ser importantes, no determinan la soberanía del pueblo.

      Salud!

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