Ante
la derrota. Reuniones ministeriales en el Castillo. ¿Negociaciones
folletinescas a base de un impostor? El fatalismo del Estado Mayor Central. Una crisis sentimental de Negrín. La visita de los diputados. Carlos
Rubiera. Las Cortes en el Castillo. En marcha hacia la frontera. Francia,
tierra de promisión.
El
espectáculo de la masa de fugitivos, y el del Gobierno, era la estampa de la
derrota. Mal que bien, las dependencias habían acabado por instalarse. El
Estado Mayor Central había buscado acomodo en La Agullana, dando motivo, por su
proximidad a la frontera, a las críticas más aviesas. La Subsecretaría de
Aviación, en Cabanelles; Armamento, en Besalú; Marina, en Roses; Tierra, en el
Castillo; la Dirección General de Seguridad, en Figueres; la Subsecretaría de
la Presidencia, en el Castillo. Los ministros llevaban una vida dispersa, en
grupos de afinidades selectivas. Cuatro de
ellos vivían en Figueres, en una casa, a juzgar por los detalles, sospechosa de
haber albergado un templo en que Marte y Venus reñían combates voluptuosos.
El
Presidente había fijado su residencia en la masía del Torero, último nombre de
una casa de campo situada entre La Agullana y La Vajol. El presidente de la
República había sido instalado, entre una magnífica colección de cuadros de
Vicente López, en el Castillo de Perelada. Su estado de conciencia resultaba
fácil de imaginar. Las apariciones de Negrín en el Castillo eran intermitentes.
Sus reuniones con los ministros comenzó celebrándolas en la Secretaría
General. A la primera acudieron Companys y Aguirre. Este se mostraba
particularmente animoso. Fiaba en que la política de resistencia reportase
sorpresas agradables.
Presumo que sus esperanzas estaban referidas a posibles
cambios de la política internacional, como consecuencia de las pretensiones de
Hitler. Companys, a quien oí discurrir, no ocultaba su desesperanza en cuanto a
la suerte de Cataluña. Se inclinaba a darlo todo por perdido, en razón de
nuestra debilidad militar y del crecimiento moral del adversario. La propia
topografía había dejado de sernos
favorable. Las dos opiniones respondían lógicamente a la posición de ambos
hombres. Lo que me produjo cierta sorpresa fue encontrar a Giral, a quien creía
influido por el pesimismo cósmico de Azaña, en la misma línea animosa de
Aguirre. Confiaba, no en la victoria, sí en que la situación tuviese un remedio
relativamente satisfactorio. El Presidente afectaba un optimismo que, en
aquellas condiciones, resultaba desaforado y humorístico. Estaba un poco al margen
de la realidad, deduciéndolo de sus encargos. Pedía, como si la cosa fuese
fácilmente hacedera, la instalación de una central telefónica
automática. En todo el Castillo disponíamos de dos o tres teléfonos. En tomo a
uno de ellos, en la Subsecretaría de Tierra, permanecían los ministros horas y
horas. Cuando querían desentumecerse se daban los grandes paseos por la plaza
de armas. Todo lo tenían hablado y comentado. Coincidían en la misma irritación
por la conducta, para ellos inexplicable, del Presidente. Este, juzgando por
mis noticias, buscaba por los caminos internacionales una solución al conflicto
que teníamos planteado. ¿Estaba en relación con alguna personalidad monárquica?
¿Llevaba bajo mano una negociación de tipo casi folletinesco? Me inclino a creer que la personalidad monárquica
que había llegado a Figueres, y que le había sido confiada sigilosamente a José
Prat, es la misma que, a efecto de sus gestiones, se presentó a nuestros
embajadores de París y Londres con una carta, sobremanera expresiva, de puño y
letra de Negrín. En nuestras embajadas no le dieron el mismo crédito que el
Presidente, quizá porque los informes sobre la personalidad monárquica a que
aludo justificasen toda clase de reservas. ¿Un impostor audaz? ¿Un nuevo
Avinareta? El marqués de Cañada Hermosa
no dio más señal pública de su ingenio que una carta, divulgada por dos o tres
diarios de París, que no debieron de tardar en arrepentirse de su ingenuidad.
Los capítulos de esta historia los llevó el Presidente con el más absoluto sigilo.
La carta a que me refiero hizo de epílogo.
Alternando
con las actividades diplomáticas, Negrín se iba a visitar los frentes, con el
doble propósito de apreciar por sí mismo la situación y de animar a los
soldados. Los dictámenes que le daba Rojo debían ser terriblemente pesimistas.
Para creerlo así tenía, además de la marcha de las operaciones,
un indicio inequívoco en los juicios que Cordón emitía Sobre Rojo. Dentro de
una cierta corrección militar, la crítica era durísima, de tipo casi feroz. Sobre
el plano le oí diseñar una operación que, sin excesivas exigencias, podía
consentimos, a su juicio, éxitos parciales que situarían al adversario en una
posición comprometida.
—Todo
menos el encogimiento de hombros fatalista en que se ha refugiado el Estado
Mayor. Si lo que desea es acabar, que lo proclame así.
El
prestigio de Rojo había resistido demasiado tiempo. Lenguas, como piquetas
de duras, se aprestaban a demolerlo. Algunos de los juicios que entonces oí los
he visto impresos después. «En su día la crítica razonada —copio del general
Gamir Ulibarri—, con datos a la vista, de que carecemos, seguramente emitirá
juicio acertado. Pero si podemos lanzar el aserto de que la pérdida de Cataluña
se decidió en el Ebro, al consumirse en la operación las mejores y únicas
reservas, sin contar el desgaste del material, muy escaso de por sí, por lo
que, si puede aplaudirse como hecho táctico, fue realmente de catástrofe
estratégica». El autor de ese juicio insinúa que la operación del Ebro fue
el resultado de una imposición de orden político. Si Rojo era, entre sus
colegas, un concitador de situaciones fatales, Negrín ganaba fama, en las
tertulias de funcionarios del patio de armas del Castillo, de único responsable
de la tragedia. Ese toletole levantaba espuma de indignación. Se lo advertí a
Prat; lo avisé a los ministros.
El ambiente se iba haciendo cada vez más
irrespirable; Un incidente cualquiera podía ser causa de trastornos serios. El
Gobierno tenía que tener una política y trazarse un plan para realizarla. No
podía seguir la vacación ministerial. Era obligado plantarse ante los hechos y,
de acuerdo
con su gravedad, decidir la conducta. «Me parece necesario — opiné— que el
Presidente, o por autorización de este el general jefe del Estado Mayor, les
diga lo que se puede esperar y lo que no se puede esperar. Queda la zona
Centro–Sur, único emplazamiento decoroso para proseguir las negociaciones que
existan. Madrid sigue siendo la capital de España». Los ministros con quienes
hablé asintieron a mis palabras, que interpretaban su propio pensamiento.
Faltaba, para que lo pudiesen expresar, un solo detalle: la presencia de
Negrín. Este trabajaba por su cuenta, obseso por dos ideas: evitar que
la derrota de Cataluña degenerase en catástrofe humana y conservar la resistencia
como único medio de lograr una paz que no supusiera el aniquilamiento
implacable de los vencidos.
Sólo a este fin conservaba la máscara de la
resistencia a todo evento. Sabía que tenía sobre sus hombros el peso trágico de
la derrota y hacía esfuerzos para que no se le notase el cansancio ni la
desesperación. Una tarde se presentó en el Castillo fatigado, casi jadeante.
Preguntó si teníamos algo que darle de comer. Se sentó a la mesa y se dejó
abatir por una crisis de melancolía. Se le empañaron los ojos.
Por
sacarle de aquel estado, me puse a encomiarle la comida, propia de una mesa
particularmente cuidada, como procedente de la inagotable generosidad de
nuestro proveedor parisiense. No me escuchaba. Un poco repuesto, exclamó:
—¡Y
pensar que su amigo Mendieta podía estar camino de México, a cubierto de estas
angustias! Nunca se lo agradeceré bastante, y le confieso que es uno de esos
rasgos que no esperaba. ¡Es tan difícil el arte de renunciar!
—Recuerde
usted que le hizo promesa de permanecer en el puesto que le asignara hasta el
último momento. El tema, después de todo, no tiene importancia.
Creo que debe pensar usted en reunirse con los ministros lo más rápidamente
posible y darles una información militar y diplomática.
—Para
eso, justamente, he venido; pero estoy tan cansado que no sé si podré
hacerlo.
—Inténtelo,
que vale la pena.
Se
fue al despacho de la Subsecretaría de Tierra, donde le esperaban los
ministros. Tardaron en reunirse. Advertidos de su cansancio, más que visible,
aceptaron que reposara algún tiempo. Reunidos, el examen de la situación fue
rápido. Militarmente se trataba de proseguir la retirada; ganando el
mayor plazo posible con el menor sacrificio de soldados y de material.
Internacionalmente, las gestiones estaban encaminadas a evitar una derrota que
facultase a Franco para erizar España de cadalsos. A tal efecto, Negrín había
llamado al embajador francés y al encargado de Negocios de Inglaterra,
notificándoles que el Gobierno español agradecería los buenos oficios de sus
gobiernos respectivos para evitar la prosecución de la guerra dejando a salvo
la independencia de España. Este, y el deseo de evitar las represalias, eran
los únicos móviles de la resistencia y con una
garantía de Francia y de Inglaterra, que descartase toda influencia de alemanes
e italianos, la guerra podía quedar terminada. Los resultados de estas
negociaciones, de haber tenido en nuestro poder Barcelona, hubieran sido,
probablemente, otros muy diferentes. Esa misma tarde, el Presidente celebró una
extensa conferencia con el encargado de Negocios de los Estados Unidos.
Álvarez
del Vayo iba y venía de Figueres a Perpíñán, donde se había instalado el
Negociado de Claves del Ministerio de Estado. Siempre nos traía, fresca de
tinta de imprenta, una esperanza
como regalo. Su optimismo, elaborado o espontáneo, no sufría, a semejanza de su
sonrisa, alteración. Otro de los amigos que tenía el viaje rápido era Víctor
Salazar. Su dinamismo se hizo increíble. Quería saber qué hacía con el material
que, ¡al fin!, estaba, con facilidades inusitadas, pero tardías, a nuestra
disposición. A su juicio no valía la pena de meterlo en Cataluña. Cabía en todo
caso, embarcarlo para la zona Centro–Sur. La decisión era grave y sólo al
Presidente correspondía tomarla. En medio de este repertorio abrumador de
preocupaciones, el calendario, en la persona de Cuevas, oficial mayor de las Cortes,
nos traía otra: la reunión preceptiva del Parlamento, prevista por la
Constitución para el 1° de febrero. San Mateo no hubiese osado sostener su
doctrina, —«no el hombre para el sábado, sino el sábado para el hombre»— frente
a nuestro fervor constitucional. Este aceptaba todas las disminuciones, menos
la de que el Parlamento dejase de reunirse en una de las dos fechas de rigor.
El
lugar de la ceremonia y el número de los oficiantes importaban menos. El
castillo de Figueres iba a añadir a su historia
un capítulo más, que no dejará de tener, en lo porvenir, explotación literaria.
¿Acudían a la llamada constitucional los diputados que habían llegado de la
zona Centro–Sur? No. Su viaje estaba determinado por preocupaciones más hondas
que las puramente formales. Traían la conmoción de la zona que representaban en
Cortes, profundamente sacudida por el sorprendente progreso de los rebeldes en
Cataluña, después de la caída, injustificable, de Barcelona. Sin noticias del
Gobierno, desconociendo su paradero, la relajación de las esperanzas estaba a
punto de determinar el
derrumbamiento de todas las energías. Estimaban indispensable que el Gobierno
hiciese conocer su pensamiento, dando señales de vida. Pintaban la situación
como muy apurada. Había un detalle que dejaba ver, mejor que sus informes, cómo
era, en realidad. Al anunciar su viaje a los correligionarios, éstos
reaccionaron contra el propósito, acusando a los diputados de desertores:
«¡Todo cuanto os importa es salvaros, como siempre, dejándonos a los demás en
el aprieto!». Necesitaron emplear mucha saliva y bastante tiempo para persuadirles de lo contrario. Autorizados a salir, pocas personas
debieron confiar en su regreso. Regresaron. Cumplido el encargo, les faltó
tiempo para pedir una plaza en el avión que hacía el servicio de París, a fin
de empalmar en Toulouse con el del «Air France» que hacía escala en Alicante.
Carlos Rubiera, que era quien daba personalidad al grupo de parlamentarios,
tenía una idea clara de lo que significaba, como riesgo personal, la
reincorporación a la zona Centro–Sur. Su medida del peligro, según pude deducir
de una breve conversación con él, era exacta. Sus palabras finales me
impresionaron: «Todo eso es verdad, pero no queda más remedio
que cumplir con el deber hasta el final. Quiero estar en Madrid sin perder una
hora, para que los amigos que por desesperación desconfiaron reconozcan que no
tenían razón». No sé si mi mano, al apretar la suya en una despedida que podía
ser eterna, supo ser conductora de mi sincera emoción. En la implacable
revisión de méritos que hacían los acontecimientos, los hombres que alcanzaban
certificado de útiles eran muy contados. Rubiera se llevó el suyo. No quiso
quedarse a la reunión de las Cortes; prefirió volver donde sus electores.
La
reunión del Parlamento se dispuso
en una caballeriza del Castillo. El adorno era bastante sumario. Los
carabineros habían hecho una instalación de circunstancias. En la nave inmensa,
recia de buena piedra, el grupo de los diputados y el Gobierno evocaba, por el
lugar y la hora —medianoche—, la ceremonia religiosa y entrañable de una secta
perseguida. La ortiga irónica, no descubriendo tierra de qué alimentar sus
raíces, quedaba fuera. Por entre los arcos rebotaban los ecos de las palabras
de Negrín, cargadas de agudo sentimiento de responsabilidad y calentadas por
los últimos tizones de una fe que agonizaba, rusamente alanceada por la adversidad. Negrín estaba ¡al fin!, fuera de la política. Uno a uno le
habían vuelto a las manos los pedazos de autoridad que tenía delegados. A los
desertores físicos era necesario añadir los desertores morales. Toda la política
estaba hecha y no quedaba por andar más que la calle pina y estrecha de la
Amargura. Negrín hubiera dado su vida por no recorrerla; pero se cerró la
puerta de escape del suicidio. Nunca he sentido tanto respeto por él como a
partir del momento en que apuntaba con su cuerpo la derrota para que no nos
aplaste inexorablemente. Es, en efecto, de todos, el que tiene más motivos
de cansancio. El destino le ha hecho trampa. Ha jugado en su contra. La
intuición le ha engañado. Quizá le ha faltado, en algunos momentos, la energía
decisiva. No ha sabido hacerse desecar el corazón, pantano peligroso para un
gobernante obligado a hacer la guerra. Era, con su ciencia y su experiencia,
mucho menos de esparto a como representaba… En el último instante, cuando los demás
se caen o se evaden de sí mismos, cuando le abandonan o le salpican de
infamias, con el viento en contra, se impone la obligación de corregir a la
adversidad. Les debe ese esfuerzo a los hombres anónimos que han
creído en su palabra y que continúan haciendo cara al adversario. Su último
discurso a los diputados, una reducción considerable de los Trece Puntos, vale,
no por las palabras que contiene, que todas ellas están, no diciendo nada o
expresando muy poco, en el Diccionario de la Lengua, sino por la angustia
indecible con que se pronunciaron. Las he olvidado; pero conservo inalterable
el tono de su voz, el acento profundo del orador que daba una vida nueva a
pensamientos sin relieve en fuerza de haber hecho de ellos comercio habitual e
indiferente. No era necesaria una especial receptividad para sintonizar con
la emoción de Negrín, pero quizá resultase indispensable una guía de su
intimidad verdadera para darse cuenta exacta de lo que aquella emoción
representaba como sufrimiento y, a la vez, como potencia. Le oí como a un
confesante público, obstinado en publicar su único pecado: el orgullo de ser
español y de amar a su patria. A trompicones, sin método, con una frase directa
y nada literaria, nos enseñó a pronunciar, en la comunión de angustias de aquella
noche, las tres sílabas de la palabra que le tenía subyugado: España. Sonaba,
¿cómo sonaba?, a rumor de mieses en Castilla, a soleá de torero, a jarcias
zurradas por las rachas del Cantábrico, a jota de segador, a andadura de
merinos por Extremadura, a zorcico de piloto, a estremecimiento de chopos a
orillas del Duero, a sardana de payés, a frotamiento de cepas riojanas, a folia
de tabaquero… ¿A qué suenas tú, España, cuando no suenas a muerte? A eso que
suenas, a eso sonaste, para mí, la noche del castillo de Figueres. El hombre
que se debatía contra la derrota había tenido una grave conversación con los
señores Henry, embajador de Francia, y Stevenson, encargado de Negocios de
Inglaterra, a quienes había precisado su última aspiración para deponer
las armas y terminar la guerra: seguridad de que no se producirían represalias.
A cambio de esa concesión, que debía ser sólida, el Gobierno libraría a los
vencedores todo el material recibido y en curso de recepción, la Escuadra —que
se esperaba fuese hundida por los marinos —, los recursos nacionales bloqueados
en el extranjero y, finalmente, añadió Negrín: —Mi persona, para que con la
justicia que se me haga quede cancelado el proceso de la guerra.
Al
discurso de Negrín siguieron, breves, los de los representantes de las
minorías. Lamoneda me pidió que yo hiciese
el de la nuestra. Me negué porque me faltaba dominio sobre mis emociones. Lo
hizo él. Acertó a matizar sus palabras: «Grave es nuestra responsabilidad.
Graves son también los momentos y difícil el administrar el esfuerzo, la
sangre, las energías, la capacidad de sacrificio del pueblo español. Los
límites de esta capacidad de sacrificio y los límites de este deber, nadie los
conoce mejor que los hombres que se sientan en ese banco. Nosotros estamos
seguros de que sabrán conjurar la necesidad histórica de la República Española
con la posibilidad de resistencia, de lucha y de acción».
Indicó
que no nos estaba permitida la duda, y era verdad. Se votó la confianza. El
texto aprobado decía:
«Las
Cortes de la Nación, elegidas y convocadas con sujeción estricta a la
Constitución del país, ratifican a su pueblo, y ante la opinión universal, el
derecho legítimo de España a conservar la integridad de su territorio y la
libre soberanía de su destino político. Proclaman solemnemente que a esta obra
de independencia y libertad nacional asiste unánime el concurso de los
españoles, y que, sean cuales fueren las vicisitudes transitorias de la guerra,
permanecerán firmemente unidos en la defensa
de sus derechos imprescriptibles. Saludan al Ejército de Mar, Tierra y Aire, y
ratifican su confianza invariable en el porvenir glorioso de la patria
española. Castillo de Figueras, a primero de febrero de mil novecientos treinta
y nueve».
Pascual
Leone defendió la proposición y la votaron con él todos los diputados
presentes: Torres, Eduardo Gasset, Pía y Armengol, Suárez, Picallo, Viana,
Longueira, Pradell, Ossorio Tafall, Aguilar Calvo, Muñoz G. Ocampo, Vicente
Sol, Escribano, Vergara, Pesset, Marco Miranda, Viguri, Tejero, Lasso Conde, Ragassol.
Templado, Zulueta, Pedro Martínez, Pasos, Pedro Vargas, Margarita Nelken, Mije,
Navarro, Aznar, Ruiz Lecina, Zancajo, Jáuregui, Sarmiento, Belarmino Tomás,
Aliseda, Marino Saiz, Junco Toral, Zugazagoitia, Castillo, Díaz Castro,
Cubertoret, Sosa, Crescenciano Bilbao, Pasagali, Borderas, Llopis, Edmundo
Lorenzo, Sala, Manso, Comas, Padró, Santaló, Fernández Clérigo, Lamoneda y Martínez
Barrio.
La
reunión se disolvió, llena de presagios desventurados, en la negrura nocturna
del patio del Castillo. El triángulo luminoso de los faros de los coches, al
maniobrar los vehículos, descubría semblantes abatidos, grupos de hombres sin
esperanza. Cada cual pensaba en organizar la defensa de su vida, en ponerse del
lado de allá de la frontera. No había nada que hacer en Cataluña. La derrota
estaba moralmente consumada. De boca en oído circulaban las versiones más
lamentables, las censuras más agrias, las descalificaciones más tajantes.
«¿Cómo sorprenderse de un final amargo después de una política tan
desatentada?».
Los comunistas acaparaban todas las maldiciones.
Ellos eran los culpables de la catástrofe, los causantes directos del aislamiento
internacional. Sobre su cabeza descargaban las iras parlamentarias del patio
del Castillo. ¿A quién pedirle ecuanimidad de juicio en aquel instante? Delante
de Figueres, los residuos del Ejército seguían, mal que bien, oponiendo alguna
resistencia al avance enemigo. Sus capitanes más calificados, o para mayor
exactitud, más descalificados, tenían una significación política bien conocida.
Sólo simplificando mucho el problema de la guerra se les podía hacer
responsables de la derrota. Esas reducciones al absurdo
tienen la ventaja, para quienes las hacen, de eliminar la propia
responsabilidad. Con unos responsables, con otros o con todos, la derrota,
trágica y brutal, planeaba sobre nuestras vidas.
Los
aviones de Franco habían llegado hasta el cielo de Figueres, sacando de su
indiferencia resignada a la muchedumbre que acampaba en la villa. El retumbar
de las explosiones, los reventonazos siniestros de las bombas, la sacudieron
con un nuevo pánico y la pusieron en la carretera con una sola aspiración apremiante:
¡Francia! Fue un río humano, negro de dolor y de miseria. Hombres, mujeres, niños,
con el corazón en la boca, mordiéndolo para que no se les cayese al suelo,
adelantaban sus pasos, desentendiéndose del cansancio, para ganar la frontera.
A cada kilómetro recorrido, el rebujón conteniendo los últimos vestigios del
hogar perdido se iba haciendo más flaco. Ropas, papeles, recuerdos íntimos,
sucios de sudor y de barro, señalaban, en el campo frío de invierno, la ruta de
la caravana. Una costra de andrajos tapaba la belleza de los bancales. Carros
campesinos, vehículos militares, coches ligeros y camiones pesados, a la
velocidad de sus posibilidades, hacían, al disputarles la carretera,
más penosa la marcha de niños y mujeres, forzados a caminar por los barbechos,
donde no dejaban de meterse los conductores impacientes. Ni una queja. Ni un
grito. Sólo el ruido sordo, agobiante, de la pisada colectiva de la
muchedumbre. Todos los sufrimientos sofocados. Todas las miradas sin brillo.
Todas las piernas tercas. Y el silencio ¡qué silencio! Dentro, de él, la
amenaza, de un momento para otro, de la más terrible acusación contra nuestros
errores, nuestros orgullos, nuestras vanidades que echaban fuera de su patria a
tanta criatura para siempre infeliz.
Mezclados a
las madres y los hijos, acosados por igual reacción del instinto, grupos de
soldados, terciados los fusiles, el mirar perdido, cobardes de la voz de mando.
Su recuperación se hacía sin esfuerzo. El dedo de un niño podía abatirles. No
eran nada ni nadie. Se les congregaba en los descampados, formaban sumisos y
bajaban, a contracorriente, más cansados, más rotos, aplastados por un destino
que no comprendían y al que no hacían resistencia. Iban, sin ganas, donde les
empujaba el sargento. ¿A la muerte, ya innecesaria? ¿Al combate perdido? ¿Dónde
los llevaban? El ruido de la batalla los haría desertar una tercera
vez. Guardias de Asalto cargados con el matalotaje familiar, artilleros
encampanados en camiones y a mitad ocultos en la pieza antiaérea, carabineros sin
jactancias. Arriba un cielo aterido y hostil, abajo un carro frío y viscoso. A
tiro de fusil, la tierra de promisión: Francia. ¡Qué duro volverle la espalda!
Las vidas que se, cruzaban, unas al fuego de la guerra, otras a la esperanza
del exilio, se negaban a mirar. Tenían el pudor de su destino antagónico. ¡Qué
sucio debía ser el paisaje para los ojos de estos hombres pastoreados por el
miedo a la muerte! A los nuestros, su dulzura lejana, hecha de grises
invernizos, era remordimiento. Todo intento de defensa personal se disolvía,
con crujimientos íntimos, a la vista de la masa anhelante que invertía sus
últimas energías en huir de su patria. ¿Con qué obligación más dura podría
abrumarles la adversidad? Ciega de indiferencia, sobresaltada de horror, sin
consuelo alguno, la masa marchaba, marchaba, enrojecida por el frío,
ennegrecida por el barro, estimulada por su propio ruido —¡hala! ¡hala! ¡hala!—
que ocultaba, en su sorda resonancia, la punta de acero de innumerables
protestas… —¡hala! ¡hala! ¡hala!
Nosotros,
después de una noche pasada
en La Vajol, en un camión confortable del EMC, regresamos al castillo de Figueres. ¿A qué? No teníamos razón alguna para saberlo. A hacer acto de
presencia ante los funcionarios que continuaban en él. Positivamente, a ordenar
su evacuación, consumada en una proporción altísima. Nuestro coche avanzaba por
la carretera como si fuesemos a entregarnos al enemigo. No sabíamos dónde
estaba. La situación militar era sobremanera confusa. Por toda referencia
segura, nos ateníamos a los controles, confiados a los últimos equipos de
internacionales. El general Pozas, comandante militar de Figueres,
se las ingenió admirablemente para complicar el tráfico y rodear de absurdas
formalidades la situación. Sin un papel suyo, imposible transitar. Era el
último lazo que la inepcia castrense nos tiraba a los pies en el momento mismo
en que, en previsión de un avance brusco del adversario, nos hubiese convenido
tener alas en ellos.
Pozas nos amarraba como a desertores a los pocos que, por orgullo
personal, persistíamos en permanecer en nuestros puestos. Dos subsecretarios.
Sacristán, de Hacienda, Méndez, de Gobernación, y un amigo de ellos, Fermín
Mendieta, recogieron la última visión del Castillo que, pocos días
después, a la vista de él los soldados de Franco, había de ser volado,
retumbando la explosión en las estribaciones españolas del Pirineo.
Julián
Zugazagoitia
Guerra
y vicisitudes de los españoles - Capítulo 52
Guerra y vicisitudes de los españoles fue escrito en París entre 1939 y 1940. Se publicó en 1940 en el periódico La Vanguardia de Buenos Aires, por entregas.
Guerra y vicisitudes de los españoles fue escrito en París entre 1939 y 1940. Se publicó en 1940 en el periódico La Vanguardia de Buenos Aires, por entregas.
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