CAPITULO XII
Dejeme conducir hacia la calle Ancha por mi protegido, a quien vi transformado por el uniforme. De su rostro había desaparecido la expresión famélica, y su mirada y gesto eran de un hombre satisfecho de la vida. Agarrado a su brazo le dije: «Amigo Serafín, el apoyo que te presté espero que me lo pagues ahora con un servicio... fíjate... con un servicio que te agradeceré mientras viva. Quiero que me averigües... fíjate... que me averigües... pero pronto, hoy mismo si puede ser... fíjate en lo que te digo... que me averigües si en el convento de las Comendadoras de Santiago vive una señora de piso, joven y hermosa, que se llama... fíjate... que se llama Floriana».
Observé que Serafín me oía con atención cariñosa mezclada de lástima. Sin duda, juzgando mal lo entrecortado de mis conceptos y la repetición del fíjate, creía que me había sorprendido durmiendo una jumera. Antes que él me revelara su pensamiento, yo me arranqué con estas explicaciones: «No soy bebedor, bien lo sabes. Mi sueño era de cansancio, no de embriaguez. Y si mi habla es un tanto premiosa, atribúyelo a la debilidad de mi estómago y que tengo el caletre un poquito trastornado... porque... fíjate... ¡me pasan unas cosas!... Esta madrugada han venido siguiéndome por las calles unos espíritus... espíritus buenos y amables que se interesan por mí...».
Por lo que dije de mi trato con entes invisibles y por lo que antes hablé de mi desfallecimiento, el bueno de Serafín, movido a mayor lástima, me invitó a entrar con él en una excelente buñolería de la calle de la Palma, donde daban chocolate además de café económico. Acepté gustoso, que buena falta me hacía reparar mi desmayado cuerpo. Lo primero que me sorprendió al entrar en el cafetín fue la persona del buñolero, en quien reconocí a Indalecio García (Pajalarga), Miliciano de los que cercaron el palacio de Medinaceli la noche del 23 de Abril y que luego concurrió a nuestra cena y tertulia en la taberna de Juan Niembro. Estuvo el hombre finísimo. Mandó hacer para el guardia y para mí dos chocolates machos, y nos los sirvió con churros exquisitos. La parroquia del establecimiento no era escasa. Vi dos mozas del partido, soñolientas, tres o cuatro chulos aburridos, con altas gorras, y unos trabajadores que tomaban en pie la mañana. Llegaron luego algunos silbantes, trasnochadores de prostíbulos y chirlatas, y empezaron a consumir buñuelos y copas de lo fuerte.
En torno a nuestra mesa se formó un ruedo de habladores en el cual descollaba Pajalarga, no sólo por su estatura sino por su vena oratoria. Era un parlamentario terrible. En los Clubs le rompían a fuerza de tirones la chaqueta, para hacerle callar. Mi presencia le alentó a dirigir su voz a las masas, y dando un puñetazo en la mesa, tomó así la palabra: «Yo, señores, soy Federal desde el vientre de mi madre. Ni don Francisco Pi ni el propio Roque Barcia me ganan en federalismo. No me asusto de que los pueblos, viendo que las Cortes se tumban en el surco y el Gobierno espera que las ranas críen pelo para federalizarnos; no me asusto, digo, de que los pueblos se acantonen de por sí, formando sus Consejos particulares de la Salud Pública. ¡Viva Sevilla, viva Málaga, donde hay hombres de coraje que rompen el vínculo y la víncula del unitarismo funesto, incomunicativo y contradictorio! Por lo que no paso, señores, es por lo que están haciendo los falsos Robespierres de Alcoy. Y ya que tengo el honor de recibir en este establecimiento al sabio corifeo don Tito, yo le ruego nos diga lo que piensa de esos vituperios que deshonran la Causa...».
Le interrumpí para decirle que ignoraba lo de Alcoy. ¿Cómo había yo de saberlo si acababa de llegar del extranjero? Fraccionada en retazos que salían de diferentes bocas, oí la historia de lo acaecido en la ciudad levantina, que fue como sigue: Los trabajadores de Alcoy, afiliados en su mayor parte a la Internacional, pidieron que se les aumentara el salario en un cincuenta por ciento y que se les declarase dueños de los telares en que trabajaban. Surgió la huelga. El alcalde, señor Albors, que había sido diputado, republicano en las Constituyentes del 69, declaró en un bando la libertad de los huelguistas y de los no huelguistas; es decir, que podía cada cual hacer lo que le viniera en gana... El motín estalla, los trabajadores arrollan la escasa guarnición; pegan fuego al Ayuntamiento, asesinan a todas las personas que odian, matan a trabucazos al alcalde, y arrastran ferozmente su cadáver...
«Gracias que llegó una columna de Voluntarios valencianos, mandada por el General Velarde -dijo Pajalarga, arrebatando el vocablo a las demás bocas-. Con esto apretaron a correr aquellos que no son republicanos sino públicos forajidos; pero ya les alcanzará el Velarde y pagarán su culpa esos traidores, renegados, vendidos, señores ¡ah! vendidos al oro de la reacción.
-Para Cantones bien formados, el de Valencia -afirmó un silbante-. En la Junta Cantonal figuran el Arzobispo y el Marqués de Cáceres, jefe de los Alfonsinos.
-También se han acantonado Castellón y Murcia -agregó un albañil-. Lo sé por el ordinario.
-Poco a poco -saltó una de las mozas del partido, metiéndose en el ruedo-. Mi pueblo, que es Alhama de Murcia, no quiere depender de la capital, y ya tiene su Cantoncito para él solo».
Recobrado mi equilibrio con el lastre de chocolate y churros, me dispuse a marchar a mi casa. Con oficiosa esplendidez, Pajalarga no quiso cobrarnos el gasto, y sacándome del ruedo me metió en el rincón más obscuro de la trastienda, donde misteriosamente me dijo: «No me oculte usted, señor don Tito, que ha ido al extranjero con una encomienda de don Francisco, para que los Gobiernos repúblicos de la Francia y de la Suiza metan mano a los carcas y no les dejen pasar la frontera». Sin negar ni afirmar nada, mi sonrisa bonachona dio a entender al buen Pajalarga que estaba en lo cierto; pero tuve cuidado de añadir que el asunto era delicadísimo, y la reserva me obligaba a ser sordo y mudo. Ya hablaríamos, ya hablaríamos...
Hasta la puerta nos acompañó, a Serafín y a mí, el elocuente buñolero. Volviendo a la calle Ancha tomamos el tranvía de Estaciones y Mercados, para ir a la Puerta del Sol. Aproveché la obsequiosa compañía de Serafín, que no me quería dejar hasta mi casa, para reiterarle una y otra vez el encargo de averiguar lo referente a la señora de piso, añadiendo el dato importantísimo de que había sido maestra de niñas en la calle de Rodas.
En mi casa encontré a Ido y a toda la familia en grande alarma por mi ausencia. Díjeles que había estado en una reunión política de suma gravedad. Las magulladuras de mi cuerpo, por la dureza del lecho granítico, me pedían a voces la blandura de mi cama, y en ella me metí, sirviéndome de ayuda de cámara el bueno del patrón. Como de costumbre, le dije: «¿Qué hay de cosas, amigo don José?». Y él, alargando su chupado rostro, me contestó con voz funeraria: «Francamente, naturalmente, señor de Tito, poco puedo yo contarle que usted no sepa. Los males que afligen a España se reducen a uno solo, es a saber, que todo lo que sufrimos sería poca cosa si no padeciéramos ese cáncer, esa peste, ese cólera morbo que llamamos indisciplina militar. Yo me horripilo cuando me cuentan que los soldados gritan a sus jefes ¡que bailen, que bailen! y ¡abajo los galones!
Pausa. Suspiros de ambos. Ido prosiguió así: «Vea usted el caso del Teniente Coronel de Llagostera. Entra indisciplinado en Murviedro el batallón de Cazadores de Madrid. Su jefe, hombre de tesón y coraje, dice: 'Aunque me juegue la vida, yo meto a estos en cintura'. Alardeando de arrojo temerario, ordena a los cabos, sargentos y oficiales que le dejen solo con la fuerza. Después de poner en el suelo su sable y su revólver manda formar el cuadro. Arenga a los soldados con palabras ardientes, invocando el honor, la bandera, la patria, y cuando ya cree tenerlos dominados con su noble entereza, suena un tiro; luego otro y otros. El bravo Martínez Llagostera cayó acribillado a balazos.
-Como ese caso, aunque no tan graves, hay muchos en toda España.
-Y yo pregunto, señor don Tito: sin Ejército disciplinado, ¿cómo vamos a terminar las guerras civiles?
-El tiempo, amigo Ido, que es la cifra y compendio de la disciplina, pues nada puede alterar el régimen pausado de sus horas, sus días y sus años, se encargará de poner término a esas calamidades... Las guerras civiles, combatidas por el cansancio, que es también una forma de disciplina, se acabarán por sí mismas, y todo volverá a su ser y estado natural. ¿Cuándo? A esto no puedo contestarle. Los que vivan mucho lo verán».
No seguimos porque Ido me recomendó el reposo, y mis nervios y mi cerebro me pedían también disciplina. Al despedir a mi patrón, le dije: «Es posible que duerma todo el día. No dejen entrar a nadie, con una sola excepción. Si viene un guardia de Orden Público que se llama Serafín de San José, despiértenme en seguida. Me traerá un parte, un despacho, un aviso, de más importancia para mí que todas las cuestiones políticas, así nacionales como internacionales o del mundo entero».
No interrumpió mi descanso la voz deseada de Serafín de San José; pero al llegar la noche, fuí sorprendido por otra voz siempre grata para mí. Era Nicolás Estévanez, que se me presentó en casa con propósito fírmísimo de llevarme a comer con él. Intenté formular delicada resistencia a la invitación de mi amigo; pero este la repitió con tonos tan terminantes y autoritarios, que me rendí a su bondad un tantico despótica...
Comiendo en Levante, solicitó mi colaboración para un trabajo literario y periodístico. Un diario de París de los más poderosos, le había encargado una información extensa y concienzuda de lo que en España ocurría, y singularmente de los debates parlamentarios. Pagaban con largueza, y exigían que diariamente se mandase un determinado número de cuartillas. «Necesito un ayudante -añadió-, y ese ayudante eres tú. Desde mañana nos vamos al Congreso, yo a los escaños, tú a la tribuna, distribuyéndonos previamente el trabajo. No hay que decir que partiremos también... el oro francés, que no nos vendrá mal».
No sabía yo cómo excusarme de admitir una colaboración que había de serme penosísima por el estado de mi cabeza. Por fin, echando resueltamente por la calle de enmedio, rompí el secreto de mis íntimas aprensiones, ensueños y amorosas ansias, y le conté la fábula poemática o mitológica de la dama invisible, angélica o endemoniada, que era mi ilusión y mi suplicio. La risa que soltó don Nicolás al oír mis peregrinas confidencias me desconcertó más, poniendo mi pensamiento a inconmensurable distancia del suyo.
«Ahora sí que no te suelto, Tito -dijo Estévanez apretándome fuertemente el brazo-. Estás enfermo, y yo soy el médico que ha de curarte. Padeces un romanticismo agudo, que puede ser principio de chifladura crónica. Tu dolencia se manifiesta bien clara en tu estado de languidez babosa, de inquietud delirante, de sutileza del oído que se empeña en traducir al lenguaje vulgar los silbos del aire que pasa, los ruidos de las puertas, y el pisar de los transeúntes. Desde esta noche harás lo que yo te mande: te sujeto al trabajo. El remedio heroico de tu enfermedad es tener tu atención sujeta siempre a cosas prácticas, externas, ajenas a todo lo que compone el reino mentiroso de la imaginación».
Como lo decía lo hizo desde la mañana siguiente muy temprano. De acuerdo con Ido, me secuestró apenas tomado mi desayuno, y echándome la garra me llevó consigo, antes que pudiera yo largarme a mis habituales correrías. Movido de una intención benéfica y paternal me hizo su esclavo, y yo, sintiendo el hierro que me oprimía, no pude maldecir la mano dura y generosa del amigo entrañable.
Vedme otra vez en el Congreso, amados leyentes míos y hermanos en la comunidad de la Historia; vedme en la Tribuna, rasgando el papel con lápiz velocísimo, para transmitir a luengas tierras lo que a mi parecer no merecía salir de aquel que a cada paso llamaban augusto recinto. Extractaba yo los vanos discursos sin poner en ellos más que una fugaz atención mecánica. Casi todos los grupos de la Cámara eran hostiles al Gobierno, por la inacción en que éste permanecía frente a las escandalosas insurrecciones cantonales, y al creciente empuje de los Carlistas. A cada momento salían de los escaños voces de arbitristas proponiendo enérgicas panaceas para curar, con rápido tratamiento, los males de la Nación.
El simpático diputado por Cabuérniga (Santander) don Antonio Fernández Castañeda, propuso que se autorizara al Gobierno para organizar treinta mil voluntarios; el señor Ocón, diputado por Segorbe, pidió que se decretase un impuesto extraordinario de 110 millones de pesetas y que se nombraran comisiones de diputados vasco-navarros y catalanes, investidos de facultades extraordinarias, que acompañasen a los generales en la campaña del Norte. Otro saltó pidiendo que se revisaran las hojas de servicio de los generales, jefes y oficiales...
Con indignación y dolorido acento patriótico trataron de los sucesos de Alcoy, en las sesiones del 11 y 12 de Julio. Aura Boronat y Maisonnave, ambos diputados levantinos. Las Cortes ordenaron (textual) al Gobierno que procediera con inexorable energía. Los Ministros pusieron sus carteras en manos de Pi y Margall, y dos días después, mientras este se ocupaba en amasar y cocer un Gabinete de Conciliación, el señor Prefumo abordó el terrible asunto del alzamiento de Cartagena, precipitado por la flaqueza o traición del Gobernador de Murcia señor Altadill y por la indolencia del Gobierno.
A Pi y Margall se le censuraba casi unánimemente porque, investido por las Cortes de facultades extraordinarias para dominar la situación, no quiso aplicarlas en momentos tan críticos. Ante la pavorosa insurrección cantonal, limitábase a dirigir por telégrafo a los gobernadores y alcaldes amonestaciones patrióticas, o saludables máximas de buen Gobierno y de respeto a la ley. Era el hombre inflexible; era la ley misma. Pensaba como yo (lo digo sin vanidad) que la Razón y el Tiempo, las dos fuerzas eternamente disciplinadas e incontrastables, reducirían a los rebeldes a la obediencia, y devolverían a los pueblos su placentera normalidad.
A la defensa de Pi, ausente de las Cortes en aquellos días, salió Carvajal, Ministro de Hacienda, que con toda su elocuencia no pudo amansar las iras del señor Prefumo; acudió a la liza el Ministro de Ultramar, señor Súñer y Capdevila, y aquí fue Troya. Empezó diciendo que estaba dispuesto a castigar con mano dura, inexorable, a los revoltosos, a los incendiarios y a los asesinos. Un aplauso unánime acogió estas palabras, y aquel hombre talludo y frío, sectario furibundo, que desmintiendo su honrada condición ponía siempre en sus palabras una ironía mefistofélica, prosiguió de esta manera: «Pero, señores, cuando se trata de luchar y de derramar la sangre de mis amigos y de mis correligionarios, declaro que hasta aquí no llega mi heroísmo». Un diputado le interrumpió preguntando: «¿Y si son facciosos?». El Ministro contestó: «Para Su Señoría serán facciosos...». Espantable vocerío y protestas unánimes le obligaron a callar.
Restablecido el orden remató así Súñer su infeliz perorata: «Una cosa es considerarlos facciosos y otra luchar con ellos. Aquí no hay más que dos políticas: o la de ataque o la de concesiones. Pues bien, yo declaro desde este banco que soy partidario para con mis correligionarios, sublevados en Cartagena y en cuantos puntos puedan levantarse, de la política de concesiones». Nuevo escándalo. Habló Pi, que acababa de llegar al Congreso, y no convenció a nadie. La sesión terminó con borrascosas disputas. La crisis se imponía, y para resolverla, las Cortes dejaron de celebrar sesiones los días 15 y 16 de Julio, usando el artificio de figurar falta de número para poder abrirlas.
Me vinieron muy bien los dos días de asueto, pues ya me fatigaba la ímproba labor de comunicar al mundo los alborotos del divertido gallinero de mi patria. Pero mi amigo y médico don Nicolás Estévanez, atento a que mi espíritu no se desligase de las cosas externas para volver a cabalgar locamente por los espacios imaginarios, teníame bien sujeto; llevábame a comer a su casa o al café, y a la caída de la tarde, paseando agradablemente por las afueras, me refería sucesos cómicos y dramáticos en que él intervino; con fácil trazo descriptivo hacía la semblanza de los primates del republicanismo, y de ellos contaba casos y rarezas que desmentían la opinión vulgar de sus caracteres. De cuanto le oí en aquellas tardes se me ha quedado muy presente el perfil biográfico de Figueras y una interesante anécdota. Reproduzco con la mayor fidelidad posible las propias palabras de Estévanez.
Benito Pérez Galdós
La Primera República - Capítulo XII
Este libro aporta el título de la cuarta novela de la V y última Serie de los Episodios nacionales, publicados por Galdós.
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