Nota manuscrita de Manuel Valenzuela Poyatos cuando se encontraba preso antes de su fusilamiento |
Manuel Valenzuela Poyatos fué conducido en la madrugada del 12 de enero de 1940 al cementerio de Guadix (Granada). Junto a cuatro compañeros más fue fusilado a las siete de la mañana. No quiso que le vendaran los ojos. Miró a la cara a sus verdugos y murió pensando en los suyos y su querida República. Su cuerpo fué arrojado a una fosa y aún no ha podido ser rescatado. Su familia sigue esperando la verdad, la justicia y la reparación.
76 años después su nieto Alberto Valenzuela Carreño ha publicado un libro sobre la vida y la muerte de su abuelo, porque su recuerdo es más fuerte que el olvido de tantos, y nos ha regalado el fragmento que transcribimos a continuación:
76 años después su nieto Alberto Valenzuela Carreño ha publicado un libro sobre la vida y la muerte de su abuelo, porque su recuerdo es más fuerte que el olvido de tantos, y nos ha regalado el fragmento que transcribimos a continuación:
«A
las cinco y media de la mañana, la puerta se abrió de nuevo y entró el oficial
de guardia. Nos gritó que nos
levantáramos y ordenó a los guardias que nos ataran las manos a la espalda y
nos uniesen con una cuerda para estar bien juntitos. El resto de compañeros
rompieron el silencio obligado y se despidieron de nosotros con palabras
afectuosas a las que contestamos con emoción. Sabían que en breve también
seguirían el mismo camino. Habíamos formado una gran familia y habíamos
asistido a su desintegración asesina poco a poco. Nos invadía un cierto orgullo
de pertenencia como a un grupo de escogidos, llamados a cumplir un honorable
papel en nuestro tiempo y que pagábamos este alto precio por nuestro
atrevimiento. En el fondo era un gran honor.
Nos
arrastraron hacia el exterior y sentimos el golpe acuchillante del frío
extremo. Era pleno invierno. En el interior de la ermita ya lo habíamos sufrido
y siempre íbamos con nuestra manta a cuestas pero allí fuera era insoportable.
Los chupones de hielo colgaban de las cornisas y la nieve se acumulaba por
todos lados. Respiré profundamente y miré al cielo. De nuevo podía contemplar
aquel paraíso estelar que tanto me había hipnotizado y que pasaba horas y horas contemplando cuando podía o necesitaba tranquilizar mi espíritu. Los millones y
millones de estrellas que aumentaban a medida que las mirabas, nos acompañarían
en aquel nuestro último viaje. Incluso tendríamos la oportunidad de ver
amanecer el último día de nuestras vidas.
Mis
ojos miraban hacia el horizonte donde, a través de las nubes y con la sierra
nevada al fondo, el día intentaba hacerse paso mediante los tenues rayos de un
sol que comenzaba a despertarse. Respiré profundamente para inundar mis
pulmones de aire fresco y puro. El olor a hierba fresca me trajo el recuerdo de
mis madrugadas cuando me iba al campo a trabajar. Verdaderamente era un día
precioso para morir y lo iba a hacer acompañado de unos maravillosos camaradas.
Los dos José, Gabriel, Antonio y yo, nos mirábamos con cara de corderos que van
hacia el matadero. El amanecer iba mostrando la palidez de nuestros rostros y
aquellos ojos tristes y ojerosos. No se veía un alma por los alrededores de la
ermita pero presentía que nos miraban desde muchos sitios. Nos coloraron en
fila y a empujones hicieron ponernos en
camino. Alrededor nuestro una decena de soldados marchaban y nos vigilaban con desagrado evidente. Eran
muy jóvenes y evitaban mirarnos a los ojos. Sabían a lo que iban y no parecían
muy contentos por lo que debían hacer momentos después. El oficial gritaba para
que no disminuyéramos el paso. Subimos por el camino que conducía al
cementerio. Eran apenas trescientos metros pero se antojaban unos kilómetros
eternos. Me tocó encabezar el grupo por lo que no podía ver a mis compañeros
aunque sentía muy bien su aliento, sus lágrimas y el ruido de sus pasos.
Cualquier intento de articular una palabra era acallado rápidamente. A lo lejos
se vislumbraban los cipreses entre aquellos muros blancos. Al final parecía que
sí acabaríamos nuestros días en el cementerio y no tirados en una cuneta o en
una fosa clandestina como le había sucedido a tantos. Nuestras familias, al
menos, podrían saber donde estábamos. No quería pensar mucho en ello, no quería
imaginar a mi mujer y mis hijos horas más tarde cuando, como cada día fuesen a
llevarme la comida y les dijesen que
todo había acabado.
Durante el camino intentaba traer a mi mente recuerdos
bonitos, era una manera de agarrarme a ellos, de mantener a los míos junto a
mí, hasta el último momento. Las lágrimas caían por mi rostro. Nunca más
iba a volver a verlos, a sentirlos entre mis brazos o a oír sus voces.
Por
fin llegamos a las puertas del cementerio, donde esperaba el cura, también con
rostro de evidente incomodidad por tener que participar de aquella situación y
tener que volver a ver nuestras caras. Se oía a las grajas protestar por romper
su tranquilidad. Me entró una flojera en las piernas que casi me hizo caer al
suelo. Nos miramos entre nosotros con gesto de despedida y cruzamos unas
palabras de ánimo final. Pudimos decirnos adiós, algunas frases de afecto y
solo nos faltó poder abrazarnos y fundirnos como un solo alma. No nos soltaron. Nos colocaron junto a un muro, que presentaba evidentes señales de haber sido
ya utilizado con anterioridad por los muchos impactos y las manchas de sangre
que tenía. A su lado, una gran fosa abierta. Oímos decir al oficial que
habíamos llegado antes de lo previsto pero que no esperaría hasta que fuesen
las siete como estaba marcado en la orden. Nos pusieron de cara al pelotón que
formaban todos los soldados ya con sus armas preparadas. El oficial le hizo una
señal al cura y este se acercó a nosotros con su crucifijo para ofrecerlo a
nuestros labios. Todos giramos la cabeza en su intento y se limitó a decir una
frase pidiendo clemencia divina para los que iban a ser ajusticiados.
Quisieron taparnos los ojos pero ante la
negativa del primero los demás tampoco aceptamos. A las seis y media de aquel 12 de enero de
1940, con el pensamiento en nuestros seres queridos, cinco republicanos más,
como tantos otros que nos precedieron y los muchos más que vendrían después,
caímos bajo las balas de los fusiles fascistas. Las descargas no pudieron
acallar nuestro grito de Viva la República. Ni siquiera el tiro de gracia que
uno a uno efectuó el oficial para asegurarse que estábamos muertos, ni mil
tiros que nos hubieran dado a cada uno, podrían poner fin a la voluntad
liberadora de un pueblo. Ni la muerte
física acabaría con nuestro ímpetu y nuestro sacrificio, como el de tantos otros,
no iba a ser en vano. Me juré no rendirme ni bajo tierra. Y mira por dónde.
Los
cinco acabamos en la fosa común, junto a cientos de cuerpos más, impregnados en
cal viva. Más tarde vinieron muchos otros y después, el silencio absoluto marcó
un espacio de paréntesis muy largo, una espera eterna pero que no cerraba, como
ellos hubiesen deseado, para siempre este capítulo. No era posible descansar en
paz con tanto asunto pendiente. Al menos hasta que otras manos cogiesen nuestro
relevo.»
Alberto Valenzuela Carreño
Alberto Valenzuela Carreño
Me lo decía mi abuelito, (Editorial Atrapasueños) 2016
Me lo decía mi abuelito de Alberto Valenzuela, será presentado el 25 de marzo a las 12:00 horas en la Semana Por la Paz de Marinaleda, un lugar de encuentro y alternativas culturales.
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