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1867. Me lo decía mi abuelito


Nota manuscrita de Manuel Valenzuela Poyatos cuando se encontraba preso antes de su fusilamiento

Manuel Valenzuela Poyatos fué conducido en la madrugada del 12 de enero de 1940 al cementerio de Guadix (Granada). Junto a cuatro compañeros más fue fusilado a las siete de la mañana. No quiso que le vendaran los ojos. Miró a la cara a sus verdugos y murió pensando en los suyos y su querida República. Su cuerpo fué arrojado a una fosa y aún no ha podido ser rescatado. Su familia sigue esperando la verdad, la justicia y la reparación.

76 años después su nieto Alberto Valenzuela Carreño ha publicado un libro sobre la vida y la muerte de su abuelo, porque su recuerdo es más fuerte que el olvido de tantos, y nos ha regalado el fragmento que transcribimos a continuación:


«A las cinco y media de la mañana, la puerta se abrió de nuevo y entró el oficial de guardia. Nos gritó que nos levantáramos y ordenó a los guardias que nos ataran las manos a la espalda y nos uniesen con una cuerda para estar bien juntitos. El resto de compañeros rompieron el silencio obligado y se despidieron de nosotros con palabras afectuosas a las que contestamos con emoción. Sabían que en breve también seguirían el mismo camino. Habíamos formado una gran familia y habíamos asistido a su desintegración asesina poco a poco. Nos invadía un cierto orgullo de pertenencia como a un grupo de escogidos, llamados a cumplir un honorable papel en nuestro tiempo y que pagábamos este alto precio por nuestro atrevimiento. En el fondo era un gran honor.

Nos arrastraron hacia el exterior y sentimos el golpe acuchillante del frío extremo. Era pleno invierno. En el interior de la ermita ya lo habíamos sufrido y siempre íbamos con nuestra manta a cuestas pero allí fuera era insoportable. Los chupones de hielo colgaban de las cornisas y la nieve se acumulaba por todos lados. Respiré profundamente y miré al cielo. De nuevo podía contemplar aquel paraíso estelar que tanto me había hipnotizado y que pasaba horas y horas contemplando cuando podía o necesitaba tranquilizar mi espíritu. Los millones y millones de estrellas que aumentaban a medida que las mirabas, nos acompañarían en aquel nuestro último viaje. Incluso tendríamos la oportunidad de ver amanecer el último día de nuestras vidas.

Mis ojos miraban hacia el horizonte donde, a través de las nubes y con la sierra nevada al fondo, el día intentaba hacerse paso mediante los tenues rayos de un sol que comenzaba a despertarse. Respiré profundamente para inundar mis pulmones de aire fresco y puro. El olor a hierba fresca me trajo el recuerdo de mis madrugadas cuando me iba al campo a trabajar. Verdaderamente era un día precioso para morir y lo iba a hacer acompañado de unos maravillosos camaradas. Los dos José, Gabriel, Antonio y yo, nos mirábamos con cara de corderos que van hacia el matadero. El amanecer iba mostrando la palidez de nuestros rostros y aquellos ojos tristes y ojerosos. No se veía un alma por los alrededores de la ermita pero presentía que nos miraban desde muchos sitios. Nos coloraron en fila y a empujones hicieron ponernos en camino. Alrededor nuestro una decena de soldados marchaban  y nos vigilaban con desagrado evidente. Eran muy jóvenes y evitaban mirarnos a los ojos. Sabían a lo que iban y no parecían muy contentos por lo que debían hacer momentos después. El oficial gritaba para que no disminuyéramos el paso. Subimos por el camino que conducía al cementerio. Eran apenas trescientos metros pero se antojaban unos kilómetros eternos. Me tocó encabezar el grupo por lo que no podía ver a mis compañeros aunque sentía muy bien su aliento, sus lágrimas y el ruido de sus pasos. Cualquier intento de articular una palabra era acallado rápidamente. A lo lejos se vislumbraban los cipreses entre aquellos muros blancos. Al final parecía que sí acabaríamos nuestros días en el cementerio y no tirados en una cuneta o en una fosa clandestina como le había sucedido a tantos. Nuestras familias, al menos, podrían saber donde estábamos. No quería pensar mucho en ello, no quería imaginar a mi mujer y mis hijos horas más tarde cuando, como cada día fuesen a llevarme la comida y les dijesen que todo había acabado. 

Durante el camino intentaba traer a mi mente recuerdos bonitos, era una manera de agarrarme a ellos, de mantener a los míos junto a mí, hasta el último momento. Las lágrimas caían  por mi rostro. Nunca más iba a volver a verlos, a sentirlos entre mis brazos o a oír sus voces.

Por fin llegamos a las puertas del cementerio, donde esperaba el cura, también con rostro de evidente incomodidad por tener que participar de aquella situación y tener que volver a ver nuestras caras. Se oía a las grajas protestar por romper su tranquilidad. Me entró una flojera en las piernas que casi me hizo caer al suelo. Nos miramos entre nosotros con gesto de despedida y cruzamos unas palabras de ánimo final. Pudimos decirnos adiós, algunas frases de afecto y solo nos faltó poder abrazarnos y fundirnos como un solo alma. No nos soltaron. Nos colocaron junto a un muro, que presentaba evidentes señales de haber sido ya utilizado con anterioridad por los muchos impactos y las manchas de sangre que tenía. A su lado, una gran fosa abierta. Oímos decir al oficial que habíamos llegado antes de lo previsto pero que no esperaría hasta que fuesen las siete como estaba marcado en la orden. Nos pusieron de cara al pelotón que formaban todos los soldados ya con sus armas preparadas. El oficial le hizo una señal al cura y este se acercó a nosotros con su crucifijo para ofrecerlo a nuestros labios. Todos giramos la cabeza en su intento y se limitó a decir una frase pidiendo clemencia divina para los que iban a ser ajusticiados. 

Quisieron taparnos los ojos pero ante la negativa del primero los demás tampoco aceptamos.  A las seis y media de aquel 12 de enero de 1940, con el pensamiento en nuestros seres queridos, cinco republicanos más, como tantos otros que nos precedieron y los muchos más que vendrían después, caímos bajo las balas de los fusiles fascistas. Las descargas no pudieron acallar nuestro grito de Viva la República. Ni siquiera el tiro de gracia que uno a uno efectuó el oficial para asegurarse que estábamos muertos, ni mil tiros que nos hubieran dado a cada uno, podrían poner fin a la voluntad liberadora de un pueblo. Ni  la muerte física acabaría con nuestro ímpetu y nuestro sacrificio, como el de tantos otros, no iba a ser en vano. Me juré no rendirme ni bajo tierra. Y mira por dónde.

Los cinco acabamos en la fosa común, junto a cientos de cuerpos más, impregnados en cal viva. Más tarde vinieron muchos otros y después, el silencio absoluto marcó un espacio de paréntesis muy largo, una espera eterna pero que no cerraba, como ellos hubiesen deseado, para siempre este capítulo. No era posible descansar en paz con tanto asunto pendiente. Al menos hasta que otras manos cogiesen nuestro relevo.»


Alberto Valenzuela Carreño
Me lo decía mi abuelito, (Editorial Atrapasueños) 2016

Me lo decía mi abuelito de Alberto Valenzuela, será presentado el 25 de marzo a las 12:00 horas en la Semana Por la Paz de Marinaleda, un lugar de encuentro y alternativas culturales.  

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