Madrid,
9 de abril 1937
Desde
las seis de esta mañana he estado observando un ataque gubernamental a gran
escala destinado a unir las fuerzas que suben por la carretera de La Coruña con
otras que avanzan desde Carabanchel y la Casa de Campo, cortando el vértice de
una cuña de las fuerzas rebeldes hacia la Ciudad Universitaria y reduciendo la
presión rebelde sobre Madrid.
Era
el segundo ataque que veíamos de cerca en los últimos cuatro días. El primero
fue en las abruptas colinas, salpicadas de olivos grises, del sector de Morata
de Tajuña, adonde habíamos ido con Joris Ivens para filmar a la infantería y
los tanques en acción. Seguir a la infantería y filmar los tanques mientras
ascendían pesadamente y se desplegaban por las escarpadas colinas. Soplaba un
viento fuerte y frío que llenaba los ojos del polvo de las granadas y formaba
una capa sobre la nariz y la boca, y cuando uno se echaba al suelo para evitar
una muy próxima, oyendo cantar los fragmentos sobre la cabeza en la ladera
polvorienta y rocosa, tenía la boca llena de polvo. Este corresponsal está
siempre sediento, pero
aquel ataque fue el más sediento de todos. Sin embargo, la sed era de agua.
Hoy
ha sido diferente. Durante toda la noche ha sonado la artillería rebelde y el
fuego de mortero y ametralladora parecía estar bajo mi ventana. A las 5.40 las
ametralladoras hacían tal estruendo que dormir era imposible. Cuando Ivens
entró en la habitación, decidimos despertar al profundamente dormido operador,
John Ferno, y a Henry Gorrell, un corresponsal de la United Press, y salimos
del hotel a pie. Al cruzar el umbral del hotel, el portero nos enseñó un
agujero en el cristal de la puerta, hecho por una bala de ametralladora.
Después
de ocho minutos de bajar por
la colina, sin desayunar y cargados con cámaras y el remordimiento gástrico de
una excelente celebración previa a la batalla, llegarnos al cuartel general de
la brigada en la Casa de Campo. Nuestras granadas pasaban por encima de
nuestras cabezas como trenes aéreos con un fragor al final de la curva, pero
aún no había fuego de artillería rebelde. Esto llenó de inquietud a este
corresponsal, que observó: «Salgamos de este cubil antes de que abran fuego
sobre él», observación que coincidió con la sibilante llegada de la primera de
seis granadas de tres pulgadas que explotaron delante y detrás de nosotros y
entre los árboles.
Avanzamos
por un sendero a través de los verdes y vetustos árboles cubiertos de musgo del
antiguo pabellón de caza real, mientras las granadas explotaban a nuestro
alrededor en el espeso bosque. La única que llegó con aquel silbido final,
personal y auténtico, que te echa al suelo sin remisión ni orgullo, acertó un
gran tilo a veinte metros de distancia y hubo una lluvia conjunta de astillas
nuevas, con savia de primavera, y fragmentos de acero.
Nos
detuvieron a trescientos metros de la línea del frente en lo más profundo del
bosque, pero en el centro del bosque no se veía nada del combate general,
excepto la aparición repentina de bombarderos
gubernamentales que se acercaron y soltaron racimos de huevos justo delante de
nosotros. La rapidez e irregularidad de una súbita lluvia de bombas es
completamente distinta del fuego de artillería. Negras nubes de humo se
elevaban sobre el verdor reciente de las copas de los árboles.
No
había ningún avión rebelde y, mientras observábamos, un bombardero negro del
gobierno bajó sobre los árboles y en un descenso en picado disparó sus cuatro
cañones. Una batería del gobierno disparaba justo encima de nosotros y las
granadas hendían el aire con el sonido de una aserradora gigante y estallaban
de modo tan continuo que las
espoletas parecían estar puestas en cero. Justo entonces una motocicleta
apareció detrás de Gorrell, que una vez fue capturado por un tanque italiano en
la carretera de Toledo, y en un espíritu reminiscente intentó establecer el
récord del salto hacia un lado.
—Vamos
a donde podamos ver algo y salgamos de este agujero —dijo alguien—. Tiene que
haber un altozano en alguna parte desde donde podamos ver la batalla.
Yo
había pensado en unos días antes, mientras estudiaba el terreno con vistas a
esta probabilidad.
Cuando
llegamos allí, sudando profusamente y volviendo a estar muy sedientos,
fue maravilloso. La batalla estaba desplegada ante nosotros. La artillería
gubernamental, ahora con el ruido de trenes de carga volantes, lanzaba granada
tras granada contra el blanco de un punto de resistencia enemigo, la
iglesia-castillo de Vellou, y el polvo de piedra se elevaba en continuas y
fragorosas nubes. Podíamos ver avanzar a la infantería del gobierno por la
trinchera marrón cavada en la ladera. Mientras observábamos, oímos acercarse el
zumbido de unos aviones y al mirar hacia arriba vimos tres bombarderos del
gobierno brillando al sol y cuando la artillería abrió fuego contra ellos,
descargaron sus proyectiles sobre
las posiciones insurgentes, y grandes partes de la clara línea de trinchera
desaparecieron en anchas y negras humaredas de muerte. La falta absoluta de
fuerza aérea rebelde parecía increíble.
Justo
cuando nos felicitábamos por el espléndido puesto de observación y el peligro
inexistente, una bala se incrustó en la esquina de una pared de ladrillo junto
a la cabeza de Ivens. Pensando que era una bala perdida, nos apartamos un poco
y, mientras yo seguía la acción con los gemelos, resguardándolos cuidadosamente
de la luz, otra pasó silbando junto a mi cabeza. Cambiamos de posición, yendo a
otra desde donde se
observaba peor, y nos dispararon dos veces más. Joris creía que Ferno se había
dejado la cámara en nuestro primer puesto, y cuando fui a buscarla, una bala
volvió a incrustarse en la pared. Regresé a gatas y otra bala pasó por mi lado
cuando crucé la esquina desprotegida.
Decidimos
montar la gran cámara telefotográfica. Ferno había ido a buscar una situación
más segura y eligió el tercer piso de una casa en ruinas donde, a la sombra del
balcón, con la cámara camuflada con ropa vieja que encontramos en la casa,
trabajamos toda la tarde y observamos la batalla.
Cuando
falló la luz volvimos al hotel a
pie, justo a tiempo de ver un gran trimotor Junker, el primero visto sobre
Madrid y el único avión enemigo que habíamos visto en la batalla de la jornada,
lanzar bombas sobre la posición gubernamental y bajar en picado hacia nosotros.
Todos buscamos refugio en aquella plaza empedrada y vacía, y fue un inmenso
alivio ver el enorme y siniestro monoplano de metal dar media vuelta y alejarse
sobre la ciudad.
Un
minuto después un chato biplano del gobierno sobrevoló la ciudad a poca altura,
describiendo círculos protectores, y el Junker no volvió a verse. Los Junker
tienen cañones en las alas.
No pueden disparar a través de las hélices y los veloces cazas del gobierno
atacan frontalmente a estas fortalezas volantes tripuladas por seis hombres,
directamente a su punto ciego. La gente miraba este pequeño biplano que había
venido a protegerlos, con la admiración y el afecto de un pueblo que ha visto
pasar a sus manos el dominio del aire gracias a la superioridad de estos
pequeños cazas de nariz chata. Y los corresponsales se abrieron paso a codazos
hasta el hotel para escribir el informe del día, y preguntarse qué aportaría
mañana a esta batalla de importancia tal vez decisiva para aliviar la presión
insurgente sobre Madrid e iniciar
la tan esperada ofensiva del gobierno.
Ernest Hemingway
Despachos de la Guerra civil española (1937-1938)
No hay comentarios:
Publicar un comentario