CAPITULO XVII
Estábamos en un anchuroso espacio, que era también encrucijada de donde partían diferentes caminos subterráneos. Desmontáronse todas las hembras, y las más traviesas despidieron a sus toros con cariñoso vapuleo de las varas, dándoles los familiares nombres de Perico, Gonzalo, Ventura, Zalamero, Manrique, Lázaro, y otros que se me han ido de la memoria. Las que fueron sílfides o silfidonas graves, hicieron lo propio con sus cabalgaduras, aplicándoles motes más apropiados a la condición taurina. Personas, habla, trajes, todo era real, verdadera resurrección de la carne vivificada por el espíritu. Como yo también había dejado de ser silfo vaporoso, halléme en la plenitud de mi agudeza mental, y pude reconocer por su noble madurez y serio continente a Doña Caligrafía y otras señoras académicas, que iban mezcladas con la muchedumbre llevando libros o fajos de papeles.
Pedibus andando, seguimos nuestro camino estimulados por la luz solar, que cada vez era más viva. Todo mi anhelo era encontrar a Floriana para juntarme a ella. Detuve el paso... Al fin la vi venir acompañada de Doña Gramática, que al salir del estado silfidino era una matrona un tanto maciza, con aire de institutriz o profesora de casa grande. La que habíamos llamado Diosa vestía con elegante sencillez, cubriéndose con un abrigo ligero, holgado y muy airoso. Al verla, sentí en mi cerebro una reversión fugaz hacia los desvaríos mitológicos, representándomela como una Musa de origen olímpico ataviada al uso moderno. Alegrose de verme, requirió mi compañía, y hablamos con la naturalidad y llaneza de amigos bien probados. Empezó ella recordándome mi entrada en la escuela de la calle de Rodas, y yo, desenrollando la cinta de mis recuerdos, le dije: «Si mil años viviera, Floriana, no olvidaría la primera vez que vi a usted cara a cara, al salir de las misas por el alma del santo don Hilario...
-Sí, sí; fue una mañana triste. Yo iba de luto riguroso.
-En mi espíritu la había visto a usted mil veces, no enlutada, sino revestida de una blancura celestial.
-¡Por Dios, no se ponga usted tonto! -dijo ella sonriente-. Olvide ahora que a su espíritu me llevaron las mentiras de aquella mujerona que sirvió a mi padre con ideas de lucro.
-Cierto; a mi espíritu vino usted por caminos de mentira; pero ¿qué importa eso? La Naturaleza, Dios si usted quiere, nos trae a veces la luz por caminos obscuros».
La disminución lenta de la claridad solar nos anunciaba la noche. Llegó un instante en que hubimos de retrasar la marcha para evitar tropezones. Las muchachas delanteras cantaban alegremente para dar ánimos a la femenil muchedumbre caminante, y hacerle menos pesado el fatigoso andar en medio de tinieblas. Cuando estas llegaron a su completa densidad, ofrecí mi brazo a Floriana, que sin reparo lo aceptó. «Vaya usted tranquila -le dije-. Yo cuido de tantear el suelo para evitar malos pasos». En el mismo instante, Doña Gramática, pasando por detrás de mí, se me colgó del brazo izquierdo, excusándose con estas delicadas expresiones: «Perdone usted, don Tito. Con la obscuridad, no tiene usted más remedio que sostenerme a mí por esta otra banda. Peso un poquito; pero estimo que su amabilidad y galantería superan a mi pesadumbre, y por ello, agarradita a su fuerte brazo, me creo bien segura.
-Bien segura va usted -le respondí-. Mi vigor muscular corre parejas con la cortesía que debo guardar a las damas.
-Ya lo veo, ya lo sé -dijo Doña Gramática con melindre-. Aunque no de gran estatura, es usted un hombre de poder, y no le arredra el peso de dos señoras... ni aunque fueran cuatro. Además, es usted muy amable. Sinceridad por delante, no vacilo en decir que por dondequiera que va el señor don Tito sabe captarse, por su talento y discreción, las simpatías de todo el mundo».
Después de darle las gracias volví la cara, y noté que Floriana se llevaba una mano a la boca para sofocar la risa. «Apañado quedaré -pensaba yo-, si al término de tan endemoniado viaje, Floriana no me quiere y esta vieja pedante me hace el amor».
Pasado un ratito, Floriana se dignó comentar graciosamente las antedichas alabanzas de mi persona: «Posee usted el arte dificilísimo, señor don Tito, de poner a su modestia un granito de sal, la sal de la jactancia. Eso me gusta. Yo creo que las personas que tienen un mérito no deben rebajarlo con afectaciones de humildad. Usted no tiene un solo mérito, sino muchos, y el más digno de admiración para mí es su bondad sin límites, el interés que pone en servir, amparar y proteger a los desfavorecidos por la fortuna que solicitan un empleo, un medio de vivir, un adelantamiento en esta o la otra carrera...
-¡Ah, señorita! -exclamé yo con efusión, dándole el tratamiento que imponía la realidad visible y palpable-. Es que en mi ser domina el corazón, el amor a la humanidad, el desvivirme por el bien ajeno antes que por el propio. Confúndese en mi alma con este sentimiento otro de la misma calidad y estirpe, y es mi adoración de la belleza. Soy un bienhechor y un enamorado. ¿Halla usted, Floriana, en estas dos cualidades alguna diferencia?
-Alguna tal vez habrá; mas yo no la veo. Pienso que el bueno no puede ser totalmente bueno si no ama. Si los enamorados no entraran en el cielo, el cielo estaría vacío».
Estas hermosas palabras me subyugaron, me embelesaron... Desbordeme en clamores de admiración ardiente, que fueron cortados por un gruñido que sonó de la otra parte. Pesando excesivamente sobre mi brazo, Doña Gramática dijo con agria voz: «Por la Virgen, Tito, vaya usted con más tiento... ¡Ay! por poco me caigo en un hoyo. Parece que nos lleva usted por donde hay más pedruscos». Di mis excusas con brevedad, y atendí a la voz de Floriana que me decía: «Refrénese, don Tito, y guarde sus hipérboles para mejor ocasión, que no ha de faltarle seguramente, pues yo sé que ha sido usted muy afortunado en amores.
-¡Ah, no, Floriana!... Afortunado no fuí... He sido buscador infatigable del bien que soñaba. Mi ambición, que es mucha, no se contentaba con menos que con el sol de la belleza. Busca buscando, encontré varias estrellas, y, como dijo Calderón, entretúveme con ellas -hasta que el sol mismo vi».
Mientras Floriana me reía la frase, obsequiome Doña Gramática con este otro gruñido: «¡Jesús, que he metido el pie en un charco!... Haga el favor, don Tito, de poner alguna atención por esta parte.
-Muy alto pica el amigo -dijo Floriana entre risas-. No le censuro por eso, que la ambición es la cualidad que hace grandes a los hombres. Para los ambiciosos es el sol, no para los tímidos y apocados».
¡Oh felicidad! Ya no podía dudar que la ideal criatura me daba permiso delicadamente para manifestarle mi pasión. Igualándola en delicadeza, no dije palabra; tan sólo apreté ligeramente mi brazo contra mi costado derecho, creyendo que así me apropiaba el calor de su mano. La iniciación del idilio por una parte, y por otra la displicencia de Doña Gramática, eran la prueba palmaria y definitiva de que estábamos en plena Humanidad.
De súbito, vino de la plebe delantera un clamor estruendoso, como el ¡Tierra! de los navegantes, como el ¡Ujijí! con que anunciaban su paso los primitivos montañeses. «Han visto ya la boca de salida -me dijo Floriana. Miré hacia adelante. Vi tan sólo un punto de claridad. Aumentó el vocerío... Siguieron canciones, coplas, palmoteo... Un rato más, y el punto de claridad era ya un semicírculo luminoso, azul; era el cielo, la noche. Apresuramos el paso apretujándonos para llegar pronto a la salida. Doña Gramática, con refunfuños de impaciencia, tiraba de mí. Tuve que soltarla para no cuidarme más que de la comodidad de Floriana...
El medio punto llegó a ser tan grande como el arco de una catedral. Cerca ya de la boca, vi la muchedumbre de estrellas que tachonaban la inmensidad azul. Al pronto no pude hacerme cargo de la parte de cielo que teníamos delante; pero observando mejor, comprendí que mirábamos al Oriente. Floriana fue la primera en reconocer las espléndidas constelaciones zodiacales de Taurus y Géminis.
Estábamos en un anchuroso espacio, que era también encrucijada de donde partían diferentes caminos subterráneos. Desmontáronse todas las hembras, y las más traviesas despidieron a sus toros con cariñoso vapuleo de las varas, dándoles los familiares nombres de Perico, Gonzalo, Ventura, Zalamero, Manrique, Lázaro, y otros que se me han ido de la memoria. Las que fueron sílfides o silfidonas graves, hicieron lo propio con sus cabalgaduras, aplicándoles motes más apropiados a la condición taurina. Personas, habla, trajes, todo era real, verdadera resurrección de la carne vivificada por el espíritu. Como yo también había dejado de ser silfo vaporoso, halléme en la plenitud de mi agudeza mental, y pude reconocer por su noble madurez y serio continente a Doña Caligrafía y otras señoras académicas, que iban mezcladas con la muchedumbre llevando libros o fajos de papeles.
Pedibus andando, seguimos nuestro camino estimulados por la luz solar, que cada vez era más viva. Todo mi anhelo era encontrar a Floriana para juntarme a ella. Detuve el paso... Al fin la vi venir acompañada de Doña Gramática, que al salir del estado silfidino era una matrona un tanto maciza, con aire de institutriz o profesora de casa grande. La que habíamos llamado Diosa vestía con elegante sencillez, cubriéndose con un abrigo ligero, holgado y muy airoso. Al verla, sentí en mi cerebro una reversión fugaz hacia los desvaríos mitológicos, representándomela como una Musa de origen olímpico ataviada al uso moderno. Alegrose de verme, requirió mi compañía, y hablamos con la naturalidad y llaneza de amigos bien probados. Empezó ella recordándome mi entrada en la escuela de la calle de Rodas, y yo, desenrollando la cinta de mis recuerdos, le dije: «Si mil años viviera, Floriana, no olvidaría la primera vez que vi a usted cara a cara, al salir de las misas por el alma del santo don Hilario...
-Sí, sí; fue una mañana triste. Yo iba de luto riguroso.
-En mi espíritu la había visto a usted mil veces, no enlutada, sino revestida de una blancura celestial.
-¡Por Dios, no se ponga usted tonto! -dijo ella sonriente-. Olvide ahora que a su espíritu me llevaron las mentiras de aquella mujerona que sirvió a mi padre con ideas de lucro.
-Cierto; a mi espíritu vino usted por caminos de mentira; pero ¿qué importa eso? La Naturaleza, Dios si usted quiere, nos trae a veces la luz por caminos obscuros».
La disminución lenta de la claridad solar nos anunciaba la noche. Llegó un instante en que hubimos de retrasar la marcha para evitar tropezones. Las muchachas delanteras cantaban alegremente para dar ánimos a la femenil muchedumbre caminante, y hacerle menos pesado el fatigoso andar en medio de tinieblas. Cuando estas llegaron a su completa densidad, ofrecí mi brazo a Floriana, que sin reparo lo aceptó. «Vaya usted tranquila -le dije-. Yo cuido de tantear el suelo para evitar malos pasos». En el mismo instante, Doña Gramática, pasando por detrás de mí, se me colgó del brazo izquierdo, excusándose con estas delicadas expresiones: «Perdone usted, don Tito. Con la obscuridad, no tiene usted más remedio que sostenerme a mí por esta otra banda. Peso un poquito; pero estimo que su amabilidad y galantería superan a mi pesadumbre, y por ello, agarradita a su fuerte brazo, me creo bien segura.
-Bien segura va usted -le respondí-. Mi vigor muscular corre parejas con la cortesía que debo guardar a las damas.
-Ya lo veo, ya lo sé -dijo Doña Gramática con melindre-. Aunque no de gran estatura, es usted un hombre de poder, y no le arredra el peso de dos señoras... ni aunque fueran cuatro. Además, es usted muy amable. Sinceridad por delante, no vacilo en decir que por dondequiera que va el señor don Tito sabe captarse, por su talento y discreción, las simpatías de todo el mundo».
Después de darle las gracias volví la cara, y noté que Floriana se llevaba una mano a la boca para sofocar la risa. «Apañado quedaré -pensaba yo-, si al término de tan endemoniado viaje, Floriana no me quiere y esta vieja pedante me hace el amor».
Pasado un ratito, Floriana se dignó comentar graciosamente las antedichas alabanzas de mi persona: «Posee usted el arte dificilísimo, señor don Tito, de poner a su modestia un granito de sal, la sal de la jactancia. Eso me gusta. Yo creo que las personas que tienen un mérito no deben rebajarlo con afectaciones de humildad. Usted no tiene un solo mérito, sino muchos, y el más digno de admiración para mí es su bondad sin límites, el interés que pone en servir, amparar y proteger a los desfavorecidos por la fortuna que solicitan un empleo, un medio de vivir, un adelantamiento en esta o la otra carrera...
-¡Ah, señorita! -exclamé yo con efusión, dándole el tratamiento que imponía la realidad visible y palpable-. Es que en mi ser domina el corazón, el amor a la humanidad, el desvivirme por el bien ajeno antes que por el propio. Confúndese en mi alma con este sentimiento otro de la misma calidad y estirpe, y es mi adoración de la belleza. Soy un bienhechor y un enamorado. ¿Halla usted, Floriana, en estas dos cualidades alguna diferencia?
-Alguna tal vez habrá; mas yo no la veo. Pienso que el bueno no puede ser totalmente bueno si no ama. Si los enamorados no entraran en el cielo, el cielo estaría vacío».
Estas hermosas palabras me subyugaron, me embelesaron... Desbordeme en clamores de admiración ardiente, que fueron cortados por un gruñido que sonó de la otra parte. Pesando excesivamente sobre mi brazo, Doña Gramática dijo con agria voz: «Por la Virgen, Tito, vaya usted con más tiento... ¡Ay! por poco me caigo en un hoyo. Parece que nos lleva usted por donde hay más pedruscos». Di mis excusas con brevedad, y atendí a la voz de Floriana que me decía: «Refrénese, don Tito, y guarde sus hipérboles para mejor ocasión, que no ha de faltarle seguramente, pues yo sé que ha sido usted muy afortunado en amores.
-¡Ah, no, Floriana!... Afortunado no fuí... He sido buscador infatigable del bien que soñaba. Mi ambición, que es mucha, no se contentaba con menos que con el sol de la belleza. Busca buscando, encontré varias estrellas, y, como dijo Calderón, entretúveme con ellas -hasta que el sol mismo vi».
Mientras Floriana me reía la frase, obsequiome Doña Gramática con este otro gruñido: «¡Jesús, que he metido el pie en un charco!... Haga el favor, don Tito, de poner alguna atención por esta parte.
-Muy alto pica el amigo -dijo Floriana entre risas-. No le censuro por eso, que la ambición es la cualidad que hace grandes a los hombres. Para los ambiciosos es el sol, no para los tímidos y apocados».
¡Oh felicidad! Ya no podía dudar que la ideal criatura me daba permiso delicadamente para manifestarle mi pasión. Igualándola en delicadeza, no dije palabra; tan sólo apreté ligeramente mi brazo contra mi costado derecho, creyendo que así me apropiaba el calor de su mano. La iniciación del idilio por una parte, y por otra la displicencia de Doña Gramática, eran la prueba palmaria y definitiva de que estábamos en plena Humanidad.
De súbito, vino de la plebe delantera un clamor estruendoso, como el ¡Tierra! de los navegantes, como el ¡Ujijí! con que anunciaban su paso los primitivos montañeses. «Han visto ya la boca de salida -me dijo Floriana. Miré hacia adelante. Vi tan sólo un punto de claridad. Aumentó el vocerío... Siguieron canciones, coplas, palmoteo... Un rato más, y el punto de claridad era ya un semicírculo luminoso, azul; era el cielo, la noche. Apresuramos el paso apretujándonos para llegar pronto a la salida. Doña Gramática, con refunfuños de impaciencia, tiraba de mí. Tuve que soltarla para no cuidarme más que de la comodidad de Floriana...
El medio punto llegó a ser tan grande como el arco de una catedral. Cerca ya de la boca, vi la muchedumbre de estrellas que tachonaban la inmensidad azul. Al pronto no pude hacerme cargo de la parte de cielo que teníamos delante; pero observando mejor, comprendí que mirábamos al Oriente. Floriana fue la primera en reconocer las espléndidas constelaciones zodiacales de Taurus y Géminis.
Fuera de la boca de la caverna, extendimos nuestra vista sobre la inmensidad estrellada. Ya en terreno abierto y llano, la femenil muchedumbre se diseminó y no parecía tan grande. Acompañada de Doña Aritmética se me acercó Doña Gramática, y con retintín profesional me dijo: «Señor don Tito, usted que sabe tanto, ¿podrá determinar, por la altura de los astros sobre el horizonte, la hora que es?». Mis conocimientos astronómicos eran nulos; pero no quise dar mi brazo a torcer, y respondí sin vacilar: «Son las once y media».
De pronto, vi una inmensa superficie de agua quieta y bruñida, sobre la cual se destacaban las recortadas siluetas de dos o tres islas habitadas tal vez por ninfas oceánicas. «Este lago es lo que llamamos el Mar Menor -dijo una señora delgaducha que me pareció Doña Caligrafía-. ¿Ve usted aquella luz?... No la confunda con una estrella. Es la farola de Cabo Palos. Aquí, por la derecha, tenemos a Balsicas, que es camino para Cartagena».
Cuando creí que se habían acabado los prodigios, tuve una sorpresa que me dejó estupefacto. Una mujer desconocida me entregó mi maleta y desapareció corriendo. No dije una palabra. Las alborotadoras delanteras seguían cantando a mucha distancia de nosotros. A los diez minutos de marcha nos aproximamos a un caserío que debía de ser Balsicas. Nuevo asombro mío. Aparecieron dos señores bien vestidos que saludaron cortésmente a Floriana y a las matronas que iban con ella. La Diosa se desprendió de mi brazo. Seguíla yo a corta distancia, y pronto llegamos a donde vi no sé si tres o cuatro tartanas. Nada me sorprendía ya, ni aun el ver que unas mujeres y dos o tres chiquillos colocaran en aquellos vehículos las maletas de Floriana y de sus compañeras. Y yo ¿qué hacía, a dónde iba?
De esta confusión, que llegó a ser ansiedad, me sacó uno de los corteses caballeros, el cual se llegó a mí para decirme: «Usted puede venir en esta tartana. Uno de nosotros le acompañará, y le llevaremos a una buena fonda. En mala ocasión vienen ustedes. Cartagena está revuelta. El Cantón nos trae locos». Con movimiento simultáneo, Floriana y yo nos aproximamos uno a otro para despedirnos. No tuve tiempo de decirle las mil finezas que brotaron de mi mente. Con prontitud y afecto, estrechándome la mano, la divina mujer me dijo: «Adiós, Tito, hasta mañana. ¡Ay qué dolor! Hemos venido a un volcán. Adiós, adiós».
Ocupamos las tartanas. A mí me tocó ir en compañía de Doña Gramática, Doña Aritmética y dos señores. Muchas de las que fueron sílfides y ya eran hembras de diferentes cataduras, se quedaron en el pueblo esperando que vinieran más vehículos. Cuando las tartanas echaron a andar una tras otra, pasamos junto a la pandilla de las alborotadoras, que animosas se lanzaban a seguir a pie hasta Cartagena, amenizando el viaje con la regocijada algarabía de sus cánticos y vivo parloteo. Entre ellas vi algunos mocetones a los que llamaban Perico, Zalamero, Ventura, Lázaro, Manrique, Gonzalo y demás...
El trayecto desde Balsicas a Cartagena fue para mí muy triste. Desconocía la comarca, y no podía prever las derivaciones vitales que me traería mi Destino en la ciudad facciosa. Por lo que hablaban mis compañeros de coche, comprendí que no eran afectos al Cantón. Uno de ellos me pareció funcionario Centralista, destituido por las autoridades del Estado Cartagenero; el otro se reveló como comerciante, dolido de la paralización de los negocios. Doña Gramática, en quien el lector ha podido apreciar, por lo antes relatado, una fuerte propensión a la verbosidad entonada, pidió a los señores informes precisos de la sublevación cantonalista, y ambos contestaron entre risas y lamentaciones varios conceptos que pueden resumirse así:
«¡Ah, señora! Aquí tenemos una pequeña nación con todos los requilorios de una nación vieja y grande... Tenemos Comité de Salud Pública, Generalísimo de los Ejércitos de mar y tierra, Tesorería... sin un cuarto; y para que nada falte, piensan acuñar moneda...». Acogía Doña Aritmética estas noticias con aspavientos de asombro, y Doña Gramática las comentó con gravedad, deplorando los conflictos que podrían sobrevenir. Luego, señalándome en la forma habitual de las presentaciones, lanzó una caprichosa insinuación que no me hizo maldita gracia: «Pues para contarle a España y al mundo las atrocidades que aquí pasan, y las que seguirán si Dios no lo remedia, ha venido expresamente de Madrid con nosotras este ilustre historiador, don Tito Liviano, que pondrá todas las cosas en su punto, y a cada uno de estos malandrines dará su merecido».
Ligeramente sonrojado me incliné. Algo quise decir; pero la matrona me cortó la palabra, prosiguiendo así: «No disfrace su mérito con antifaz de modestia, señor don Tito. Madrid entero reconoce a usted como el erudito más concienzudo que cuenta en su seno la Academia de la Historia... Y sepan estos señores que esa misma Academia de la Historia es la que acá le manda para que relate y aprecie, día por día y hora por hora, los acaecimientos del dislocado Cantón.
-Pues tenga cuidado -indicó uno de los caballeros- con que se le escape algo que no sea del gusto de esta gente. No le arriendo la ganancia si no compone sus Historias al son de lo que quieran el Cárceles, el Contreras y el Antoñete Gálvez».
Sin dejarme meter baza, Doña Gramática siguió despotricando de esta manera: «¡Ah, no saben ustedes lo que es este don Tito con la pluma en la mano! Posee el secreto de la imparcialidad, sin agraviar a nadie. Crean ustedes que hará una obra maestra, añadiendo una página a la Historia de esta ilustre Ciudad, que los antiguos, como ustedes saben, llamaron Cartago Espartaria, por el achaque del esparto que producía este terruño. Sabrán también que fue Asdrúbal el que la hizo capital de su Gobierno en la Península, cambiando el nombre que antes dije por el de Cartago Nova».
Asintieron con cabezadas los buenos señores; pero bien se les conocía que no sabían jota de tales antiguallas... Picando en diferentes temas que se relacionaban con la trapatiesta cantonal, llegamos a la población al romper el día, traspasando la muralla por una puerta en que vi guardia de Milicianos. Momentos después pararon las tartanas en una plazuela, donde descendieron todas las mujeres, incluso Doña Gramática y Doña Aritmética. Uno de los caballeros bajó también, y con el otro seguí en el coche hasta llegar a mi albergue, que según supe después se llamaba Fonda Francesa.
Mi acompañante, cortés y obsequioso, no se separó de mí hasta dejarme instalado en la habitación, y reiterándome que anduviera con pulso en mis Historias, ofreciose como amigo, guía y consejero en la turbulenta ciudad. En pleno día me acosté, movido de un hondo cansancio; mas no pude conciliar el sueño por la nerviosa excitación que llenaba de espinas las sábanas hospederiles. En mi mente volteaba esta fatídica interrogación: ¿Era verdad o mentira, realidad o sueño, mi largo transcurso por las entrañas de la tierra?
Benito Pérez Galdós
La Primera República - Capítulo XVII
Este libro aporta el título de la cuarta novela de la V y última Serie de los Episodios nacionales, publicados por Galdós.
De pronto, vi una inmensa superficie de agua quieta y bruñida, sobre la cual se destacaban las recortadas siluetas de dos o tres islas habitadas tal vez por ninfas oceánicas. «Este lago es lo que llamamos el Mar Menor -dijo una señora delgaducha que me pareció Doña Caligrafía-. ¿Ve usted aquella luz?... No la confunda con una estrella. Es la farola de Cabo Palos. Aquí, por la derecha, tenemos a Balsicas, que es camino para Cartagena».
Cuando creí que se habían acabado los prodigios, tuve una sorpresa que me dejó estupefacto. Una mujer desconocida me entregó mi maleta y desapareció corriendo. No dije una palabra. Las alborotadoras delanteras seguían cantando a mucha distancia de nosotros. A los diez minutos de marcha nos aproximamos a un caserío que debía de ser Balsicas. Nuevo asombro mío. Aparecieron dos señores bien vestidos que saludaron cortésmente a Floriana y a las matronas que iban con ella. La Diosa se desprendió de mi brazo. Seguíla yo a corta distancia, y pronto llegamos a donde vi no sé si tres o cuatro tartanas. Nada me sorprendía ya, ni aun el ver que unas mujeres y dos o tres chiquillos colocaran en aquellos vehículos las maletas de Floriana y de sus compañeras. Y yo ¿qué hacía, a dónde iba?
De esta confusión, que llegó a ser ansiedad, me sacó uno de los corteses caballeros, el cual se llegó a mí para decirme: «Usted puede venir en esta tartana. Uno de nosotros le acompañará, y le llevaremos a una buena fonda. En mala ocasión vienen ustedes. Cartagena está revuelta. El Cantón nos trae locos». Con movimiento simultáneo, Floriana y yo nos aproximamos uno a otro para despedirnos. No tuve tiempo de decirle las mil finezas que brotaron de mi mente. Con prontitud y afecto, estrechándome la mano, la divina mujer me dijo: «Adiós, Tito, hasta mañana. ¡Ay qué dolor! Hemos venido a un volcán. Adiós, adiós».
Ocupamos las tartanas. A mí me tocó ir en compañía de Doña Gramática, Doña Aritmética y dos señores. Muchas de las que fueron sílfides y ya eran hembras de diferentes cataduras, se quedaron en el pueblo esperando que vinieran más vehículos. Cuando las tartanas echaron a andar una tras otra, pasamos junto a la pandilla de las alborotadoras, que animosas se lanzaban a seguir a pie hasta Cartagena, amenizando el viaje con la regocijada algarabía de sus cánticos y vivo parloteo. Entre ellas vi algunos mocetones a los que llamaban Perico, Zalamero, Ventura, Lázaro, Manrique, Gonzalo y demás...
El trayecto desde Balsicas a Cartagena fue para mí muy triste. Desconocía la comarca, y no podía prever las derivaciones vitales que me traería mi Destino en la ciudad facciosa. Por lo que hablaban mis compañeros de coche, comprendí que no eran afectos al Cantón. Uno de ellos me pareció funcionario Centralista, destituido por las autoridades del Estado Cartagenero; el otro se reveló como comerciante, dolido de la paralización de los negocios. Doña Gramática, en quien el lector ha podido apreciar, por lo antes relatado, una fuerte propensión a la verbosidad entonada, pidió a los señores informes precisos de la sublevación cantonalista, y ambos contestaron entre risas y lamentaciones varios conceptos que pueden resumirse así:
«¡Ah, señora! Aquí tenemos una pequeña nación con todos los requilorios de una nación vieja y grande... Tenemos Comité de Salud Pública, Generalísimo de los Ejércitos de mar y tierra, Tesorería... sin un cuarto; y para que nada falte, piensan acuñar moneda...». Acogía Doña Aritmética estas noticias con aspavientos de asombro, y Doña Gramática las comentó con gravedad, deplorando los conflictos que podrían sobrevenir. Luego, señalándome en la forma habitual de las presentaciones, lanzó una caprichosa insinuación que no me hizo maldita gracia: «Pues para contarle a España y al mundo las atrocidades que aquí pasan, y las que seguirán si Dios no lo remedia, ha venido expresamente de Madrid con nosotras este ilustre historiador, don Tito Liviano, que pondrá todas las cosas en su punto, y a cada uno de estos malandrines dará su merecido».
Ligeramente sonrojado me incliné. Algo quise decir; pero la matrona me cortó la palabra, prosiguiendo así: «No disfrace su mérito con antifaz de modestia, señor don Tito. Madrid entero reconoce a usted como el erudito más concienzudo que cuenta en su seno la Academia de la Historia... Y sepan estos señores que esa misma Academia de la Historia es la que acá le manda para que relate y aprecie, día por día y hora por hora, los acaecimientos del dislocado Cantón.
-Pues tenga cuidado -indicó uno de los caballeros- con que se le escape algo que no sea del gusto de esta gente. No le arriendo la ganancia si no compone sus Historias al son de lo que quieran el Cárceles, el Contreras y el Antoñete Gálvez».
Sin dejarme meter baza, Doña Gramática siguió despotricando de esta manera: «¡Ah, no saben ustedes lo que es este don Tito con la pluma en la mano! Posee el secreto de la imparcialidad, sin agraviar a nadie. Crean ustedes que hará una obra maestra, añadiendo una página a la Historia de esta ilustre Ciudad, que los antiguos, como ustedes saben, llamaron Cartago Espartaria, por el achaque del esparto que producía este terruño. Sabrán también que fue Asdrúbal el que la hizo capital de su Gobierno en la Península, cambiando el nombre que antes dije por el de Cartago Nova».
Asintieron con cabezadas los buenos señores; pero bien se les conocía que no sabían jota de tales antiguallas... Picando en diferentes temas que se relacionaban con la trapatiesta cantonal, llegamos a la población al romper el día, traspasando la muralla por una puerta en que vi guardia de Milicianos. Momentos después pararon las tartanas en una plazuela, donde descendieron todas las mujeres, incluso Doña Gramática y Doña Aritmética. Uno de los caballeros bajó también, y con el otro seguí en el coche hasta llegar a mi albergue, que según supe después se llamaba Fonda Francesa.
Mi acompañante, cortés y obsequioso, no se separó de mí hasta dejarme instalado en la habitación, y reiterándome que anduviera con pulso en mis Historias, ofreciose como amigo, guía y consejero en la turbulenta ciudad. En pleno día me acosté, movido de un hondo cansancio; mas no pude conciliar el sueño por la nerviosa excitación que llenaba de espinas las sábanas hospederiles. En mi mente volteaba esta fatídica interrogación: ¿Era verdad o mentira, realidad o sueño, mi largo transcurso por las entrañas de la tierra?
Benito Pérez Galdós
La Primera República - Capítulo XVII
Este libro aporta el título de la cuarta novela de la V y última Serie de los Episodios nacionales, publicados por Galdós.
No hay comentarios:
Publicar un comentario