1945
Estaba asomado a la ventana del piso de la calle Auguste Rey, en Saint-Prix, era verano y miraba a unas niñas que jugaban a la rayuela, abajo, en la calle, con mucho entusiasmo y los consabidos grititos y risas. Desde mi ventana podía ver nuestra calle, pero también la encrucijada, en donde se alzaba una gigantesca cruz; curioso símbolo, porque la aldea y sus alrededores no eran particularmente católicos, nada que ver con Bretaña, por ejemplo, en donde abundan ese tipo de cruces, ni recuerdo otras cruces semejantes en otras aldeas de esa zona.
Pues bien, estoy asomado a esa ventana, y a mi izquierda está la cruz, delante de las verjas de una gran finca, ocupada por los alemanes durante la guerra, desde donde dispararon contra nuestra propia verja y la tapia de nuestro jardín, para defenderse de los fusiliers-marins, que les tiroteaban en agosto de 1944. Al lado, y siempre a la izquierda según miro por la ventana, está la carretera que baja a Saint-Leu-la-Forêt y, del otro lado del calvario, la carretera que sube, o subía entonces, a ningún sitio, salvo al bosque de Montmorency.
Estaba yo, pues, asomado a esa ventana, tal vez porque los gritos y las risas de las niñas me habían llamado la atención, tal vez porque nada urgente tenía que hacer esa espléndida tarde de verano, o por lo que sea; miraba distraído a las niñas subir y bajar a la pata coja, hasta el cielo y de vuelta, y aparece de pronto, doblando la esquina, ya que la casa Sedaine, donde vivíamos, es la última de la calle, y luego está el recodo, y la carretera para Saint-Leu, y allí aparece de pronto un soldado norteamericano, solo, a pie, con su elegante uniforme, pero en mangas de camisa, porque hacía calor, y avanza tranquilo y sosegado, a todas luces paseando; que sus pensamientos en aquel momento fueran filosóficos o triviales (¿qué sentido tienen las guerras?, ¿cuándo podré volver a casa?), ¿qué más da? El caso es que, llegando a la altura de las niñas que jugaban a la rayuela, las aparta, sin la menor violencia, como algo evidente, y a pata coja recorre el trayecto hasta el cielo, dibujado en la calle con tiza por las niñas. Realiza el recorrido sin la menor duda, como si todos estos años no hubiera hecho otra cosa, como si no hubiera participado en esa tremenda guerra. Luego de haber demostrado su pericia, murmura algo en yanqui, que nadie entiende, ni yo, y sonriente, durante unos segundos, acaricia distraídamente los cabellos de una de las niñas y sigue su paseo, dejando el corrillo de niñas juguetonas y saltarinas, embelesadas y boquiabiertas.
Estaba yo, pues, asomado a esa ventana, tal vez porque los gritos y las risas de las niñas me habían llamado la atención, tal vez porque nada urgente tenía que hacer esa espléndida tarde de verano, o por lo que sea; miraba distraído a las niñas subir y bajar a la pata coja, hasta el cielo y de vuelta, y aparece de pronto, doblando la esquina, ya que la casa Sedaine, donde vivíamos, es la última de la calle, y luego está el recodo, y la carretera para Saint-Leu, y allí aparece de pronto un soldado norteamericano, solo, a pie, con su elegante uniforme, pero en mangas de camisa, porque hacía calor, y avanza tranquilo y sosegado, a todas luces paseando; que sus pensamientos en aquel momento fueran filosóficos o triviales (¿qué sentido tienen las guerras?, ¿cuándo podré volver a casa?), ¿qué más da? El caso es que, llegando a la altura de las niñas que jugaban a la rayuela, las aparta, sin la menor violencia, como algo evidente, y a pata coja recorre el trayecto hasta el cielo, dibujado en la calle con tiza por las niñas. Realiza el recorrido sin la menor duda, como si todos estos años no hubiera hecho otra cosa, como si no hubiera participado en esa tremenda guerra. Luego de haber demostrado su pericia, murmura algo en yanqui, que nadie entiende, ni yo, y sonriente, durante unos segundos, acaricia distraídamente los cabellos de una de las niñas y sigue su paseo, dejando el corrillo de niñas juguetonas y saltarinas, embelesadas y boquiabiertas.
Incluso si no es un gesto habitual para un soldado de cualquier ejército, eso de pararse a jugar a la rayuela delante de unas niñas, cabe preguntarse por qué esa imagen fugitiva de algo que transcurrió hace sesenta años es para mí imborrable.
No es de extrañar, en cambio, si también recuerdo otra imagen, otro “soldado” que aparece en la misma calle, pero viniendo en sentido contrario, no viniendo de Saint-Leu-la-Forêt, sino de la parada del tren de cercanías, Gros-Noyer-Saint-Prix, más o menos por las mismas fechas, sin duda un poco antes. Ese hombre que anda hacia la casa Sedaine, por la calle Auguste Rey, no es Enric Marco; éste es un estafador vulgar, un mentiroso grosero que llega a presidente de la asociación de ex deportados de Mathausen sin haber sido deportado, ni en Mathausen ni en ningún otro campo nazi, una trampa para obtener un trocito de “gloria” y algo de dinero, un despreciable mequetrefe que sólo despreciables mequetrefes pueden justificar. Como los escribidores de El Periódico.
Pero este soldado sin uniforme, también elegantemente vestido, pero de paisano, que aparece en la misma calle Auguste Rey, poco antes que el norteamericano, no es un vulgar estafador; su estafa es mucho más fina, mucho más elaborada e intelectualmente peligrosa. Como todas las buenas estafas, se basa en una realidad, no se saca de la manga una mentira, porque es cierto que fue deportado. Es lo que escribe sobre su deportación lo que resulta falso; o, si se prefiere, se trata de una realidad transformada, para ocultar muchas cosas, lo esencial, y aparecer así como un héroe, un mártir y un ángel de misericordia.
Nosotros, la familia, recibimos por aquel entonces a mi hermano, Jorge, como a un héroe, sin lugar a dudas, y yo el que más. Y esa visión heroica de resistente, de deportado, de “revolucionario profesional”, persistió para mí durante años, pero a medida que iba descubriendo sus propias mentiras, junto a la gran mentira del comunismo, esa imagen de “héroe positivo” se fue derrumbando, sustituida por la indignación y el desprecio. Y hoy nada me cuesta reconocer que contra más grande fue mi admiración, más profundo ha sido mi rechazo. Y tratándose de un hermano, aún más.
Durante los pocos días que pasó en Saint-Prix para visitar a la familia aprovechó para hacer de nuestro piso en la calle Auguste Rey su domicilio legal; con ese objeto realizó algunas gestiones en la alcaldía, y yo le acompañé. Como era de esperar, las humildes empleadas municipales, enterándose de que se trataba de un deportado recién llegado de Alemania, le miraban emocionadas, y todas decían lo mismo: “¡Ha debido de ser tremendo!”. Y él, con una sonrisa humilde, respondía: “¡Sí, no fue nada agradable...!”. Lo mismo con los amigos y relaciones de mi padre, quien, orgulloso, le presentaba como deportado recién liberado, y claro, todos exclamaban: “¡Qué horror ha debido de sufrir!”. Y él, lo mismo, la misma sonrisita, la misma evasiva: “Sí, no fue nada agradable”.
Yo, al principio, me extrañaba de tanta modestia, y se lo dije: “Por lo que dices, todo el mundo pensará que ser deportado fue lo mismo que prisionero de guerra”. Luego me convencí de que esa soberbia, esa falsa modestia eran los signos evidentes del héroe revolucionario, el hombre de hierro, que no cae en sentimentalismos y nunca se queja. Hasta que comprendí que no podía decir que había sido kapo, y que por eso no era un cadáver ambulante y gozaba de buena salud. No descubro mediterráneos afirmando que existe una ceguera voluntaria, más o menos consciente, tan radical como la ceguera de los ojos muertos. Con la diferencia de que esta ceguera inconsciente puede ser pasajera. Hoy –bueno, hace ya años– veo la diferencia radical entre el estado físico de Jorge, recién salido de Buchenwald, y las numerosas imágenes de supervivientes de los campos, verdaderos cadáveres ambulantes, vestidos de harapos o del “uniforme” a rayas, que los documentales del ejército norteamericano y los periódicos publicaban todos los días.
Pero yo no lo veía, no podía verlo: Jorge era un resistente deportado, un héroe. Sí, algo había adelgazado, y llevaba el pelo casi al rape no porque estuviera a la moda, como hoy, sino para mejor protegerse de los piojos. Pero Paco, nuestro hermano menor, que se había pasado toda la guerra en Saint-Prix, conmigo, era mucho más delgado.
Poco a poco gotearon “explicaciones”: había diferentes tipos de campos, y Buchenwald no era de los peores. En cambio, Buchenwald fue el único campo que se liberó “desde dentro”: la organización clandestina comunista del campo lo liberó antes de la llegada de las tropas aliadas. Y, sin dar muchas precisiones, me contaba que dicha organización comunista había logrado ejercer el “apoyo mutuo” para con los suyos, los camaradas, y lo mismo que habían logrado armarse habían logrado alimentarse un poquito mejor que los demás deportados y, por ejemplo, abandonar los uniformes a rayas y vestirse de paisano en el momento de su “autoliberación”.
Esto constituye una mentira absoluta. Buchenwald fue liberado por las tropas norteamericanas (los SS habían huido), y las pocas armas que hubieran podido robar no sirvieron para atacar a los SS, pura invención, sino más bien para protegerse contra los demás deportados, que les odiaban por sus privilegios y los servicios que rendían a los nazis, que podían incluir la decisión de quién iba a morir al día siguiente.
“Kapos” fue el nombre genérico, o apodo, que se había colgado a los empleados de esa administración interna a las órdenes de los SS, a quienes los nazis delegaban, por ser “de confianza”, migajas de poder. Es útil precisarlo, porque en torno al término se ha creado una inmensa confusión, que en parte refleja la leyenda negra que persiste y que se justifica en torno a los “kapos”. Es así, pero los ejemplos abundan: hemos asistido no hace mucho a la grotesca y vergonzante –tratándose, además, de jefes de Gobierno– polémica entre Berlusconi y Schröder en torno a los “kapos nazis”, que no tiene el menor sentido: los nazis no eran kapos; éstos eran deportados. Los kapos existieron prácticamente en todos los campos, pero en Buchenwald, uno de los primeros de la Alemania nazi, la leyenda comunista nos dice que los comunistas alemanes arrebataron por la fuerza –o sea por la muerte– esa administración interna a los comunes, que la habían conquistado al principio.
Yo no dudo de la eficacia de los comunistas para matar a sus adversarios, sean éstos comunes o trotskistas, en los campos, como en cualquier otro lugar, pero me entra una duda: estamos por los años 1937-1939, o sea los del pacto nazi-soviético, secreto primero y oficial desde agosto de 1939, y lógico es preguntarse si esa breve pero intensa y fructífera colaboración nazi-comunista no tuvo la menor repercusión en la “conquista del poder” de los comunistas en Buchewald precisamente por esas fechas. Porque los SS lo controlaban todo, y las migajas de poder que cedían a los kapos podían arrebatárselas cuando quisieran. Si los comunistas se hicieron tan radicalmente con la administración interna, lo más probable es que contaran con la benevolencia, pasiva o activa, de los nazis.
Desde luego, abundan los ejemplos que demuestran que Stalin sacrificaba, sin vacilaciones, a comunistas, soviéticos, polacos, españoles y en este caso alemanes, cuando pensaba que eso podía ser útil para los intereses superiores de su poder y de su imperio, y nada le importaba aliarse con Hitler, aunque éste detuviera y deportara a comunistas. Luego, cuando en junio de 1941 Hitler cambia de rumbo e invade la URSS y los comunistas se convierten de nuevo en enemigos de la Alemania nazi, las cosas hubieran podido cambiar para los kapos comunistas. No fue así. La única explicación que veo es que, siendo dichos kapos comunistas tan eficaces al servicio de los SS nazis, éstos no tuvieron necesidad de ningún cambio.
La tragedia de esa situación concentracionaria fue que los SS delegaban a los kapos la selección de los deportados que iban a morir en al menos dos situaciones concretas: los nazis exigían un número equis de deportados para formar los comandos de trabajo forzado, hacia Dora (donde se fabricaban cohetes V1 y V2), u otros lugares, en donde morían como moscas. En su libro Les abeilles et la guepe [1] François Maspero cita el testimonio de un superviviente que declara que, de un “transporte” de 1.500 deportados que había visto marcharse hacia Dora en 1944, sólo sobrevivieron 119. Según todo lo que he leído sobre el tema, esta proporción de muertos en los “comandos de trabajo forzado”, por tremenda que sea, resulta verídica. Morían, sí, como moscas. Y no eran los SS quienes seleccionaban a los deportados que formaban esos “comandos”; ellos exigían el número que juzgaban necesario y los kapos elegían, lo cual les permitía no enviar jamás a comunistas.
Peor aún, según el mismo sistema, los nazis exigían condenados a muerte, y los kaposseleccionaban. Evidentemente, nunca a comunistas. Podía haber diversos motivos para esa represión feroz, siendo el más importante, se supone, mantener el terror o, en lenguaje burocrático militar, mantener la disciplina. Los condenados a muerte podían ser, en primer lugar, los judíos, desde luego, pero también los enfermos, los “indisciplinados”, etcétera; los que decían los SS, en suma, pero eran los kapos quienes seleccionaban a los condenados y quienes ejecutaban la sentencia. Los verdugos.
Sabido es que las cámaras de gas sólo existían en Polonia, pero teniendo en cuenta recientes y repugnantes polémicas, menester es precisar: en los campos de exterminio (Auschwitz, Treblinka, etcétera) instalados por los nazis en territorio polaco, y en los más mortíferos. En Buchenwald, y en otros campos, los instrumentos de exterminación masiva eran los hornos crematorios, adonde iban a parar –a quemar– cadáveres, enfermos y condenados a muerte. Los SS no “se ensuciaban las manos” con esas tareas: controlaban el respeto de sus órdenes; eran los propios deportados los operarios de esos crematorios, y los kapos comunistas se encargaban de salvar la vida de sus camaradas.
También hemos visto imágenes y leído relatos con ahorcados, o fusilados, o ametrallados, pour l´exemple. Pero en Buchenwald, y en otros campos, los crematorios constituían el principal instrumento de muerte, mientras que en Auschwitz, por ejemplo, eran las cámaras de gas. ¿Algo de ese papel siniestro de los kapos en Buchenwald se lee en la literatura de Jorge Semprún? Desde luego que no. En cambio, miente –o “inventa”, dirán sus numerosos hinchas– cuando, en párrafos de un sentimentalismo pegajoso, relata cómo iba a cantar canciones de cuna “baudelerianas” a dos moribundos, los profesores Hallbwacks y Maspero.
¡Imposible!, afirma y demuestra en su citado libro François Maspero, cuyo padre murió efectivamente en Buchenwald; pero, antes de morir, escribió unas notas muy precisas sobre sus últimos días, que François logró leer, tras una larga pesquisa. “¡Imposible!”, digo yo, cuando en Le mort qu´il faut se inventa una petición de los SS exigiendo información sobre un tal Jorge Semprún, lo cual asusta a sus camaradas, que “preparan” a un moribundo para que desempeñe el papel de J.S. mientras éste se apodera de la identidad del muerto. Esa manera de “zapear” con la realidad me resulta éticamente repugnante, porque finge demostrar un trocito de la tragedia para mejor ocultar la verdadera labor burocrática cotidiana de los kapos, que elaboraban las listas de los que iban a dormir, o ser enviados a los comandos de trabajo forzado, excluyendo en cada caso a los comunistas. O la estafa moral de su libro La escritura o la vida, cuando intenta emocionarnos –y lo logra para algunos, las buenas trampas son exitosas– declarando que no había podido escribir antes sobre su deportación porque sus sufrimientos fueron tales que se hubiera suicidado al recordarlos por escrito. Pues resulta que yo leí la primera versión de El largo viaje; lo que ocurre es que no logró publicarlo entonces, por los años 1947-48. Y el que se suicidó primero fue Primo Levi...
Jorge es el único kapo conocido, o sea con éxito de ventas, que ha escrito sus memorias de deportado. Los demás: Robert Antelme, David Rousset (éste denunció lo que yo denuncio y por eso se le silenció), Primo Levi, tratándose de los campos nazis; Soljenitsin y el gran Shalamov, tratándose del Gulag –son sólo ejemplos–, fueron de lo más miserable, de lo más atormentado, y sobrevivieron de milagro. Quien no vea la diferencia entre la “literatura” de un kapo y los testimonios de deportados ¡que le parta un rayo!
La expulsión de Robert Antelme
- Eran los kapos del fascismo.
- Los hombres más amenazados eran los únicos verdaderos combatientes antifascistas: los comunistas.
- Cuando los franceses llegaron a Buchenwald, los comunistas alemanes ocupaban las responsabilidades que habían arrancado a los comunes, los cuales, cómplices de los SS, trabajaban para ellos en la liquidación de los comunistas.
- Los SS exigían hombres para los transportes hacia los comandos. Por lo tanto, no todo el mundo podía permanecer en Buchenwald. ¿Cuáles eran los hombres que, razonablemente, lógicamente, y sobre todo en la lógica de esta lucha, deberían, en la medida de lo posible, no marcharse, sino los primeros y en definitiva los únicos combatientes antifascistas, los únicos con los cuales se podía razonablemente contar en el futuro para liquidar el fascismo, responsable de los campos, sino los comunistas?
- Era evidentemente sobre ese criterio revolucionario en que se basaba esta selección, pero esos eran los objetivos y el carácter de la lucha. La muerte del fascismo en el porvenir estaba condicionada ante todo a la supervivencia de los comunistas.
- Si se hubiera dejado al azar, o sea a los SS, la decisión sobre quiénes tenían que ir, toda la resistencia se hubiera marchado y únicamente los comunes y los traidores se hubieran quedado. No intervenir hubiera asegurado la victoria del fascismo”.
Estas líneas constituyen un fragmento del dossier que Robert Antelme envió, en marzo de 1950, a Raymond Guyot, secretario de la Federación del Sena del PCF (y cuñado de Lise London), para protestar contra su expulsión e intentar demostrar que era un buen comunista. Inútilmente, siguió expulsado. Por aquel entonces, más o menos en el mismo periodo pero en diferentes procesos, fueron expulsados Marguerite Duras, Robert Antelme, Dionys Mascolo, Edgar Morin, Eugene Mannoni, Daniel Guillochon, Monique Régnier (luego se casó con Antelme), etcétera. Recordemos que quien expulsaba era la dirección de los PC, y los secretarios de células y rayos se limitaban a cumplir las órdenes (como los kapos en los campos), respetando el ritual y montando un simulacro de proceso a lo soviético, en donde todo era falso.
En el que le tocó a Robert Antelme ejercieron de fiscales Jorge Semprún, que redactó el acta de acusación (en su dossier Antelme le trata de chivato), un tal Perlican y Jacques Martinet, secretario de célula, entonces marido de Colette Leloup, actual esposa de Jorge. Años más tarde, habiéndose dado a conocer este asunto, Jorge negó su participación en estas expulsiones; una mentira, claro, pero una mentira más ¿qué importa al héroe? Pero en este caso Monique Antelme, en Le Monde, y Edgar Morin, por televisión, afirmaron que mentía. No era la primera vez, pero es una de las pocas en que tan públicamente se denuncian sus mentiras.
No quiero insistir aquí sobre esas expulsiones, hubo mil más, y pasaron a la historia; me limitaré a señalar la inmensa suerte que tuvieron todos estos expulsados de que ello transcurrió en una de esas democracias burguesas que tanto odiaban, y que muchos siguieron odiando después de su expulsión: de haber transcurrido en un país comunista hubieran sido detenidos y varios, fusilados.
Como en el acta de acusación se acusa a Robert Antelme, entre otras cosas, de tener buenas relaciones con “enemigos del partido”, como David Rousset o José Corti (excelente librero-editor), los anteriores argumentos de Antelme (traducidos por mí) se refieren a Corti, cuyo hijo de veinte años murió en un comando de trabajo forzado, en Dora. Y su padre criticaba furiosamente la política de los kapos comunistas, su selección, así como al propio Antelme, quien después de haber sido él mismo “seleccionado” para un comando y haber sobrevivido de milagro (lo cuenta en L´Espèce humaine), poco después de volver a París, moribundo, y de salir del hospital se adhiere al PCF. Lo cual indigna a José Corti.
Dejemos de lado, por ahora, el trauma de Antelme, quien después de aceptar la eficaz colaboración de los kapos comunistas con los SS, en aras de la revolución, y de hacerse íntimo amigo de uno de ellos, luego, en París, ve cómo éste le traiciona y denuncia. Por un motivo de kapo, por así decir, y que probablemente Antelme ignoraba en 1950: el PCE y Santiago Carrillo, personalmente, habían “contactado” a Jorge y le habían ofrecido una brillante carrera deaparatchik en su partido, y no iba a poner en peligro ese porvenir pasándose del partido francés al español con el lastre de su amistad. Y no hablemos de solidaridad con unos intelectuales “pequeñoburgueses” expulsados, y por lo tanto enemigos del “partido de la clase obrera” y de la URSS. En cambio, podía vanagloriarse –lo hizo delante de mí– de haberles expulsado. Constituía un plus.
Si lees atentamente los puntos expuestos por Antelme para justificar la actuación de los kapos comunistas en los campos nazis se te ponen los pelos de punta. Pero es toda la historia del comunismo la que te pone los pelos de punta. Bueno, cuando escribe (punto 3) que los comunistas alemanes “arrancaron” las responsabilidades a los comunes, que las utilizaban, “cómplices de los nazis”, para liquidar a los comunistas, se limita a repetir la propaganda comunista, sin darse cuenta de lo absurdo de su explicación. Los amos absolutos, los SS nazis, de pronto se esfuman, desaparecen y dejan a los comunistas arrebatar sus poderes a los comunes, sin rechistar, sin reaccionar.
¿Quién se lo va a creer? Los nazis exigían fieles y disciplinados servidores, fueran éstos comunes o comunistas, alemanes o franceses, rusos o polacos. Les dejaban matarse mutuamente por conquistar esos miserables privilegios; entreteniéndose, se puede suponer, contemplando, desde arriba, su sórdida y feroz lucha, con tal de que los vencedores obedecieran ciegamente a sus órdenes, cumplieran a rajatabla todas las tareas, incluyendo la de verdugos.
Pero cuando Antelme justifica y exalta la actuación de los comunistas porque son “los únicos combatientes antifascistas”, la raza superior que se merece todo y que por serlo está más allá del bien o del mal, o mejor dicho, es el “bien”, me entra náusea. Los nazis pensaban lo mismo. Podría extrañar, sin embargo, que Antelme, escribiendo en 1950, se refiera al fascismo (yo diría nazismo) como al peor enemigo presente y futuro, cuando había sido arrasado militarmente. No se trata de ingenuidad o despiste, sino únicamente de conformismo político. En efecto, por aquellos años, al inicio de la Guerra Fria, que iba a desencadenarse en Corea, la propaganda oficial del movimiento comunista afirmaba machaconamente que el nazismo, vencido militarmente “por la URSS” en Europa, había resurgido pujante y más peligroso que nunca en uno de los pocos países democráticos del mundo: los Estados Unidos, no faltaba más.
Lo más grotesco de todo es que los expulsados aquí citados, y muchos más, seguían siendo comunistas, ni un segundo pusieron en tela de juicio (algunos lo hicieron más tarde) el marxismo-leninismo, la clarividencia genial de Stalin, el papel de la URSS, patria de los trabajadores y faro de la Humanidad, ni siquiera su propio partido, el PCF, el “partido de la clase obrera”. Se limitaron a criticar las exigencias sectarias del realismo socialista à la française, el oportunismo y la arrogancia de ciertos dirigentes y, en voz queda, a suplicar respeto por sus vidas privadas. Ni eso les fue admitido.
Abandonando al desconocido soldado norteamericano del comienzo a un largo y feliz recorrido de infinitas rayuelas, terminaré recordando a Soljenitsin, a su admirable Arcchipiélago Gulag, cuando en su tercer tomo cuenta cómo los deportados afilaban, como podían, cucharas para convertirlas en puñales, con los que podían defenderse y hasta matar a sus kapos. Está en Suiza escribiendo estas líneas, de tránsito hacia los USA, y se detiene en su redacción para reflexionar: ¿cómo es posible que yo, tan radicalmente adversario del asesinato, político o no, adversario de la pena de muerte, pueda escribir algo para justificar esas acciones mortales? Pues sí, concluye, en condiciones tan despiadadas, tan inhumanas como las del Gulag, la legítima defensa, la muerte incluida, se justifica.
Situaciones infrahumanas fueron las de todos los campos, nazis o comunistas (el Gulag se extendió por todo el mundo comunista), pero no todos actuaron de la misma manera frente a esa inhumanidad. Los hubo que colaboraron con los nazis (o los comunistas) para salvar su pellejo y el de sus camaradas; los hubo que resistieron, afilando cucharas, amotinándose, como pudieron, y los hubo víctimas inocentes que morían de hambre (una vez servidos los kapos no había bastante para los demás), del tifus, de lo que fuera, y hasta hubo sobrevivientes. Ni todos supieron sacar el debido provecho: el jefe de Jorge, en Buchenwald, el comunista francés Marcel Paul, fue luego ministro con De Gaulle. Y Jorge, ya se sabe, tiene más éxito que Enric Marco...
Carlos Semprún Maura
La Ilustración liberal: revista española y americana,
ISSN-e 1139-8051, Nº. 25, 2005, págs. 17-26
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