Lo Último

1950. Una generación amarga

Cuántos amigos comunes en aquel Madrid de los años 40. Hacía nada de la muerte de Miguel, al que tú -Antonio- viste en Porlier y yo casi lo encuentro en Ocaña. Por Madrid andaba tu compañero de instituto Ramón de Garciasol. Quizá nunca tuviste un incondicional más fiel. También José Romillo, poeta olvidado por todos; él me encargó que recogiera de las manos de un empresario que «no lo veía claro» el original de Historia de una escalera. Por mediación suya contamos con un palco en el subsiguiente estreno. Romillo me aseguraba que tu verdadero camino era el dibujo. Claro que lo abonaba con el retrato que le hiciste en el 41, tan bueno como el ya clásico de Miguel. Pero Garciasol, al que asimismo retrataste, apostaba seguro por tu talento teatral. Entre los sonetos que Romillo publicó dedicados a los amigos de entonces, hay uno a Charito Buero. El tema es sencillo e infantil, pero hubiera podido ser un tema tuyo, que siempre llevaste a tu estricta y rigurosa prosa la poesía de lo cotidiano y humilde. Tú también hubieras podido escribir un poema a la escoba como nuestro inolvidable Miguel Hernández, cuyo soneto alejandrino leíamos por entonces en copia filtrada entre rejas.

La sorda y asfixiante repetición existencial de la escalera nos angustiaba a todos, que éramos huéspedes de un tiempo sombrío. Después, vimos la realidad con los ojos de Ignacio, el ciego dilucidador de la oscuridad. La extraña mezcla de crueldad y ternura de El Concierto de San Ovidio nos conmovía, o lo aberrante del daltonismo hacía comprender lo subjetivo de los colores. Buero nos instala en sus personajes y todos pasamos entre bambalinas. Todos somos llamados a escena porque fuimos viajeros de enloquecidos trenes del éxodo posbélico. Fuiste a buscar seres que soportaban insuficiencias y fracasos, y quiénes no los soportan. La humanidad que se asoma a las ventanas de aquellas obras sólo en el arte, en la poesía encontrará ayuda en su espera de la justicia. Son los humillados y ofendidos, son las vidas sombrías, son los desterrados. Los años 40 se ponen en crisis y muestran sus lacras y miserias. También sus esperanzas.

Estábamos contigo, Antonio, y tú con nosotros. Fuimos una generación no amargada, pero sí amarga. No abatida, pero sí combatida. No enferma, pero sí grave.

Luego llegarían los reconocimientos. Los fastos y los homenajes. Pero lo que yo llamaría «mi» Antonio Buero es, ni más ni menos, la posguerra. Es ese período que falazmente se ha querido ver por algunos como desierto literario. Nada más injusto. Cómo se puede llamar erial a un lapso en que emergen el teatro de Buero con la poesía de Blas de Otero, por traer a colación sólo dos muestras. Buero, como otros, hubo de hacer su obra sin ayudas ni sosiegos. Es la suya una generación a la que no se le ha ahorrado ni un paso. Arma al brazo, día a día. Período difícil y oscuro, pero que se salva por un testimonio sacudidor e imborrable. Ahora, Antonio desaparece de entre nosotros. Como hombre de su generación, hoy me siento un poco mermado.


Leopoldo de Luis
La Razón, 30 de mayo de 2000









No hay comentarios:

Publicar un comentario