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1988. En cuerpo y alma. Ser mujer en tiempos de Franco II

Piropo, de Xavier Miserachs, 1962 (Cortesía de las herederas del autor)


De Aurora Morcillo, autora de En cuerpo y alma. Ser mujer en tiempos de Franco, para Búscame en el ciclo de la vida.


La lucha contra las enfermedades venéreas

En el siglo XIX, los estados europeos pusieron en marcha toda una serie de campañas destinadas a regular la prostitución y a someter de ese modo a un cierto control la expansión de las enfermedades venéreas60. De este modo, y con el fin de controlar el decoro público, el gobierno español dio en crear una especie de «policía de las costumbres». Este cuerpo policial tenía la misión de reprimir todo acto y toda expresión verbal presuntamente capaz de atentar contra la decencia, la religión y la moralidad. De ahí que el estado no solo incluyera entre sus prioridades la higiene física, sino la depuración moral.

Además de las preocupaciones religiosas y de orden público, el estado intentaba impedir la proliferación de las enfermedades venéreas mediante la creación de clínicas concebidas para someter a chequeos periódicos la salud de las prostitutas. Entre 1939 y 1956, el régimen adquirió la costumbre de entregar una tarjeta de aptitud sanitaria a todas las mujeres que se registraran voluntariamente como profesionales de los burdeles autorizados. Cada dos semanas, un médico provisto de una certificación oficial del estado las examinaba y, en caso de encontrarlas «limpias», les emitía una autorización que las capacitaba para seguir trabajando. Si se detectaba una situación de riesgo, se las internaba en un hospital a fin de recibir tratamiento. En este contexto, el cuerpo de la prostituta viene a constituir una suerte de sarcoma social. Las clínicas oficiales en las que cada dos semanas se concedía a las prostitutas registradas una autorización para continuar con su trabajo creaban una falsa sensación de control sobre la difusión de las enfermedades venéreas. Los clientes no estaban sujetos a ningún tipo de reconocimiento médico, con lo que sus esposas corrían claramente el riesgo de verse infectadas. A principios del siglo XX, médicos y juristas se hallaban divididos respecto al irresuelto problema de cómo abordar la prostitución entre los partidarios del abolicionismo y los defensores de la reglamentación61. Los abolicionistas españoles estaban claramente en contra de regular la prostitución, ya que consideraban que esta normativa era paternalista e injusta, además de inmoral. Pensaban asimismo que la regulación no resultaba eficaz por la doble razón de que no tenía en cuenta la situación de la gran cantidad de prostitutas clandestinas, y de que no se incluía a los hombres que frecuentaban los burdeles en la periódica realización de controles médicos. A estos dos grandes problemas había que añadir el hecho de que existiesen notables deficiencias de índole infraestructural, ya que el número de facultativos y de camas hospitalarias era insuficiente, por no mencionar que las instalaciones carecían del equipamiento adecuado. Los abolicionistas abordaban asimismo las cuestiones de naturaleza jurídica que suscitaba el ejercicio de la prostitución, como por ejemplo la de la igualdad ante la ley. Ponían particularmente de manifiesto el hecho de que la regulación violaba el derecho de las prostitutas a disponer de su propio cuerpo.

Al juzgar que el derecho a la propiedad era algo sagrado, los abolicionistas argumentaban que la propiedad del propio cuerpo era el derecho más sagrado de todos. A su juicio, la reglamentación constituía asimismo una violación de la libertad individual –dado que los actos de estas mujeres se hallaban sometidos a un estricto control, negándoseles además el derecho a determinar su propia conducta privada, esto es, hurtándoseles el derecho a comportarse de forma inmoral si así lo juzgaban conveniente–. Para los abolicionistas, la conducta moral de un individuo solo debía quedar sujeta al escrutinio legal y a la eventual imposición de un castigo en caso de que la incidencia de dicho comportamiento en otra persona, fuera hombre o mujer, se verificara en contra de su voluntad. En otras palabras, resultaba tan correcto sancionar la violación, el engaño y la intimidación como tomar medidas punitivas contra todo acto delictivo asociado con la prostitución, pero no lo era en cambio penalizar la prostitución en caso de que esta fuese la expresión de una relación libremente emprendida entre dos o más adultos consintientes. Por último, los juristas partidarios de la abolición de la prostitución consideraban que las normativas impuestas atentaban contra el derecho a la igualdad entre los sexos y las clases sociales. Si bien se castigaba el comercio sexual en el caso de las mujeres, no se aplicaba por el contrario ninguna censura paralela a sus protagonistas masculinos. Los abolicionistas resaltaban asimismo que las leyes pretendidamente reguladoras adolecían de un sesgo clasista, ya que únicamente iban dirigidas a las prostitutas pobres, mientras que las cortesanas ricas quedaban impunes. Los abolicionistas acusaban al estado de depredación moral, señalándole también por explotar los ingresos económicos derivados del mercado internacional del sexo.

La argumentación materialista era justamente la que más destacaban los partidarios de regular la prostitución. Este grupo juzgaba que, en la moderna economía de mercado, se revelaba necesario regular la prostitución. El estado tenía que encargarse de efectuar con garantías el control de calidad de la mercancía, esto es, de las prostitutas. La economía de mercado convertía más que nunca a las trabajadoras del sexo en simples mercancías, permitiendo el florecimiento del tráfico de seres humanos. Si se quería controlar del mejor modo posible el secuestro ilegal de mujeres y la trata de blancas habitual en la industria del sexo, era preciso llegar a una serie de acuerdos internacionales destinados a sentar las bases, en todos los países europeos, de la vigilancia de la prostitución y la delincuencia asociada con ella.

En 1956, el doctor Tomás Caro Patón publicaba un libro de memorias y reflexiones en el que recogía sus treinta y siete años de experiencia como médico estatal dedicado a combatir las enfermedades venéreas y a proporcionar tratamiento a las prostitutas62. El libro de Caro Patón, que respaldaba categóricamente el abolicionismo, salió a la calle en el preciso momento en que el régimen de Franco se afanaba en redactar una ley por la que se declaraba ilegal la prostitución. Caro Patón inicia el texto con una potente imagen: la de la prostituta como mártir.

Poco antes de ingresar en la Lucha Antivenérea, y estando encargado de la dirección de un dispensario en un pueblo grande, me trajeron una tarde una prostituta herida. Unos mozalbetes la habían perseguido y la habían apedreado, hiriéndola en la frente; la herida sangraba abundantemente. Una arteriola estaba rota y por ella salían intermitentes chorros de sangre a los impulsos rítmicos de su corazón. Tuve que hacer una ligadura y una sutura y coloqué en su cabeza un vendaje circular a modo de corona; por debajo de esta venda caía una melenilla lacia y ensangrentada. La pobre mujer, manchada de sangre, pálida, los ojos  entornados por los que se escapaban lágrimas, no se quejaba, no decía nada, estaba quieta como una estatua. Hacía calor; la ventana estaba abierta y la persiana baja, y afuera, desde la calle, los mozalbetes todavía la increpaban: «Así te mueras, perra» […], y yo, mirando aquella triste figura de mujer, me pareció una imagen del martirio63.

El doctor José García Cuesta dio inicio a la campaña abolicionista en España a principios de la década de 1950 tras sus experiencias como facultativo de las prostitutas del Hospital de San Juan de Dios de Granada. Caro Patón nos brinda en su ensayo un perfil de las 112 prostitutas a las que asistió en su primer año de trabajo en la clínica. Todas ellas eran mujeres pobres que trabajaban en los burdeles públicos y que tenían que superar una revisión médica cada dos semanas para poder volver al trabajo. Patón resaltaba las precarias condiciones que habían determinado que estas mujeres se vieran empujadas a ejercer la prostitución: el 76 por 100 eran huérfanas, el 52 por 100 analfabetas, y el 20 por 100 madres solteras64. Para Caro Patón, la prostituta podía redimirse si se apoyaba en su fervor religioso, circunstancia a la que el médico añadía la aclaración de que resultaba necesario apoyar económicamente a estas mujeres a fin de reinsertarlas en la sociedad y de darles ocasión de realizar un trabajo honesto para no tener que depender de sus proxenetas. Era igualmente imperativo perseguir a la explotadora red de personas que se beneficiaban de su miseria –es decir, al conjunto de hombres y mujeres sin escrúpulos que las utilizaban–. «El burdel», explica, «es un negocio como cualquier otro, con un propietario oculto que es precisamente el que se enriquece, un capataz visible (la madama), un conjunto de empleados subalternos (las jefas de burdel), y, por último, una masa proletaria, víctima de su desamparo (la prostituta)»65. Por consiguiente, a juicio de Caro Patón era hipócrita arrojar sobre estas mujeres la culpa de su modo de vida pecaminoso debido a que se trataba de «un problema socioeconómico». «¿Y cuánto ganan?», prosigue. «Según mis noticias, de los ingresos brutos han de entregar un 50 por 100 a la casa y con el otro 50 por 100 han de pagar los gastos de pensión, los vestidos y los adornos (que constituyen su obsesión), por los cuales adquieren deudas usurarias y, además, la pensión del hijo o de los hijos (la prostituta tiene hoy el prurito de no dar sus hijos al Hospicio)»66.

Siendo él mismo un católico devoto, Caro Patón sostiene que una sociedad verdaderamente cristiana ha de asumir sobre sus hombros la responsabilidad de redimir a estas mujeres. Habla de una redención con dignidad, no de una humillación vergonzosa ni de un encarcelamiento. Lo que más inquietaba a Patón era la libertad que tenían los hombres para perpetrar sus fechorías sexuales: si «a ellas se les exige ser aptas sanitariamente, a ellos no; a ellas se las estigmatiza con el carnet sanitario, la ficha del dispensario y la ficha de la policía como personas dedicadas a un comercio inmoral y ellos no tienen que dar cuenta a nadie: son hombres libres. Es que este irritante concepto de desigualdad y supremacía del hombre y menosprecio de la mujer, considerada solo como objeto sexual, es la causa fundamental, universal, importantísima, no solo de la prostitución, sino de la inmoralidad sexual». Y añade: «la reglamentación ha tratado de defender la virtud de la mujer con la deshonra y el ludibrio de otra mujer. ¡Trágica paradoja! ¿No hubiera sido más moral ocuparse de la virtud del hombre como el medio para mantener completamente a salvo la virtud de la mujer?»67. Lo más interesante de todo son sus propuestas para conseguir solucionar el problema moral que la prostitución plantea a la sociedad moderna. De acuerdo con Caro Patón, el mejor antídoto para la prostitución debía provenir de un feminismo católico. Patón lamenta que la sociedad moderna haya convertido a la mujer en un objeto y sostiene que la maternidad es el papel más importante que ha de preservarse. «La maternidad», señala, «es una función específica e inalienable de la mujer, ella es el Vaso de la Vida; el ánfora armoniosa de sus caderas […] lo demuestra físicamente»68. Por este motivo, Caro Patón juzga que la mujer es superior al hombre. Desde el punto de vista de este médico, el rol que le corresponde al hombre en el proceso reproductivo es insignificante –sobre todo si se lo compara con la trascendental misión que constituye en su opinión la función de la maternidad–. «Hemos de admitir su superioridad», afirma, «y no podemos llamarla sexo débil, porque su sexo cumple una misión mucho más fuerte que el nuestro»69. De acuerdo con el planteamiento que ofrece Caro Patón, el objetivo último de la sexualidad es la reproducción. Desde su punto de vista, el juego sexual pone de manifiesto la existencia de una clara diferencia entre el hombre y la mujer. El hombre, mantiene Patón, «confunde los medios con el fin, y no mira a la mujer como sujeto trascendente en la procreación»70. Este autor se muestra convencido de que el desdén con el que la sociedad moderna contempla el hecho de la maternidad es a un tiempo el factor que lleva a convertir a la mujer en un objeto sexual y el que induce a los hombres a creerse con licencia para satisfacer sus bajos instintos. Esto determina que las mujeres queden transformadas en «muñecas» –noción que provocará que se mida su valor en función de su atractivo sexual y su belleza física–. Esto, concluye, sienta las bases para el afianzamiento de un entorno lastrado con una fuerte carga sexual de carácter lujurioso y para el surgimiento de una suerte de «obsesión colectiva» y de una sociedad hiper-sexualizada.

Es la mirada afilada, es el seguir a la joven, desnudarla con la imaginación, pensar voluptuosamente con una enorme intensidad, como si se pretendiera hacer sentir a la muchacha, por transmisión de pensamiento, un escalofrío en la espalda, consiguiendo así que vuelva la mirada; es el piropo ardiente, es el roce e incluso el empujón brutal; todo ese ambiente callejero y cotidiano que hace que las muchachas verdaderamente honestas tengan miedo de salir solas71.

El «piropo» español, ese comentario insinuante (halagador a veces, pero grosero en la mayoría de los casos) que todo varón podía gritar a una mujer en plena vía pública era una forma de acoso sexual permitida por la tradición. Era cosa común que las mujeres (buenas o malas) se vieran obligadas a padecer los arrumacos de toda una serie de perfectos desconocidos, ya fuese en los cines, en los transportes públicos o en las calles incluso. Esta práctica se llevaba a efecto a la vista de todos, con pocas críticas por parte de la Iglesia o el estado, si es que alguna había. Para las cúpulas jerárquicas de los distintos estamentos sociales, predominantemente masculinas, y para los hombres que pudieran deambular por la calle, ese agasajo de patente carácter sexual era retorcidamente considerado como una especie de lisonja. Esa tasación masculina y pública del «ganado» –expresión con la que algunos hombres aludían a las mujeres–, se hallaba en las antípodas del anhelo de pureza virginal que, según hemos visto, también daban en expresar. Lo que hacían en último término era ensuciar precisamente a aquellas personas a las que más puras decían tratar de mantener.

Algunos fotógrafos catalanes supieron captar los brotes de tensión sexual que acababan escenificándose en las calles. En ciertos casos, sus instantáneas acertaron a transmitir las relaciones de fuerte carga sexual que mediaban entre hombres y mujeres en la España de los años cincuenta. La fotografía de Xavier Miserachs titulada Piropo en la Vía Layetana (1962) ilustra el comportamiento depredador que tenían algunos hombres en la calle, así como la vulnerable posición de las mujeres, puras o no, obligadas a recoger a diario el insistente guante de esa modalidad de acoso. Caro Patón admite que la modernización del país había ejercido un claro impacto en las costumbres y las relaciones sexuales de los españoles. En la década de 1950, la publicidad de los artículos cosméticos para mujeres, surgida al mismo tiempo que las rutinas consumistas, había tenido una significativa repercusión en las relaciones sexuales. Motivadas por las jóvenes aspirantes a estrellas del Hollywood que veían en las películas, las mujeres de la España de los años cincuenta trataban de resaltar sus encantos naturales con la esperanza de cazar un marido. Caro Patón da a este hábito el nombre de «muñequismo» (ya que de ese modo aceptaban convertirse en muñecas), un tipo de cosificación que llevaba aparejada la disminución del valor que la sociedad reconocía a las mujeres.

Se muñequizan, hasta el punto de no distinguirse de las otras, de las prostitutas: son las cejas estándar, la ondulación del pelo […], es el colorete de las mejillas, el maquillaje de pasta para el rostro, el carmín de llamativos tonos en los labios con diabólicos enrevesamientos, los estudiados movimientos de autómata […]. No son tampoco mujeres: son muñecas que se presentan así para excitar a los  hombres por medio del cansancio y la degeneración. El verdadero macho no quiere eso72.

Patón propone educar tanto a hombres como a mujeres con el fin de que asuman el matrimonio como pareja unida por una atracción que vaya más allá de la sexual. Las mujeres han de ser formadas para poder abandonar la posición de criada y elevarse a la de compañera del marido, mientras que a los hombres es preciso enseñarles a respetar a las mujeres como a iguales. Patón creía que el hecho de que, en general, las mujeres tiendan a seguir las iniciativas masculinas implicaba que fuese responsabilidad de los hombres mostrar un comportamiento moral más elevado. Y el mejor modo de conseguir ese objetivo consistía en aplicar los planteamientos de un feminismo sensato. Patón discrepa de las mujeres que se proponen vivir una independencia sexual similar a la que han poseído históricamente los hombres, y tiende más bien a ver en los principios feministas una puerta abierta al mutuo respeto de los géneros y un inmejorable antídoto frente a la prostitución. A su juicio, el principal problema no radicaba únicamente en la prostitución como tal, sino en la disfuncionalidad de las relaciones sexuales que regían este aspecto de la vida de hombres y mujeres. Son varias las ocasiones en que Patón cita El segundo sexo de Simone de Beauvoir para proporcionar respaldo a sus argumentos.

La mujer que tiene en la sociedad un papel diferente a las consabidas labores de su sexo deja de ser ya el objeto sexual que solo vale hasta que se posee y que luego de usarle se arroja al desprecio y al olvido; ya la nueva situación obliga al hombre, necesariamente, a medirla por otros valores sociales distintos. La misma aproximación en los trabajos y en las preocupaciones sociales de la vida, dará a las relaciones entre hombre y mujer un ambiente de camaradería más sano y más alegre, dejando los deseos sexuales en un tono natural, muy distinto del tono mayor rabioso de la atracción de sexos, tanto más exaltada cuanto más diferencias se quieran establecer73.

No obstante, Patón considera que el hecho de que el feminismo rechace la maternidad constituye un problema. Desde el punto de vista de nuestro autor, tanto la maternidad como las tareas del hogar han de respetarse e incluirse en el programa de acción del feminismo a fin de elevar de verdad el estatuto social de las mujeres. Patón llega incluso a animar a los hombres a ponerse un «delantal» y a colaborar en las labores domésticas, «como hacen los varones estadounidenses». Sería inútil que las feministas atrajeran a las masas femeninas si su único foco de atención se centrara en convertirlas en hombrecitos –una iniciativa que, según Patón, redundaría en una devaluación de la mujer–. En tal caso, las mujeres se verían obligadas a soportar la doble carga del hogar y el trabajo, mientras que los hombres, al atrincherarse en sus viejos privilegios machistas, se negarían a colaborar.

Y es que el feminismo integral nacido contra la opresión del hombre y desarrollado con un sentimiento de revancha, en su exagerado afán de igualdad de los sexos en todos los terrenos, no se ha preocupado de conseguir esa justa igualdad elevando el nivel moral del hombre a la altura de la virtud exigida por la mujer, sino rebajando la moral de esta al nivel del vicio consentido del hombre74.

La castidad era la solución ideal frente al amor libre y la prostitución. De acuerdo con Patón, la castidad no solo constituía una solución moral sino una garantía higiénica contra las enfermedades venéreas. A sus ojos, la castidad no resultaba incompatible con el feminismo. «De administrarse bien y aplicarse correctamente», el feminismo podía ser el mejor defensor de la castidad, afirmaba, tanto en el caso de los hombres como en el de las mujeres. Las transformaciones jurídicas, pese a revestir una clara importancia, no eran las que estaban llamadas a generar una solución inmediata a los problemas morales que debía encarar la sociedad. Por este motivo, lo que Patón propone a fin de cambiar a un tiempo las actitudes y las costumbres es la introducción de una profunda modificación de los contenidos educativos.

Abolicionista convencido, Caro Patón señala en su libro, a título de ejemplo, la expansión que está experimentando en toda Europa el abolicionismo de la época, sosteniendo que se trata de un signo de civilización. En la Europa del año 1954, eran tres los países –además de España– que toleraban la prostitución por considerar que se trataba de un mal menor: Portugal, Italia y Grecia. En Francia los burdeles se habían cerrado en 1946, mientras que en el Reino Unido su clausura se había producido una década antes.

En 1949, El Convenio de las Naciones Unidas celebrado en Ginebra75 determinaría que la mayoría de los países occidentales firmaran un acuerdo internacional destinado a luchar contra el tráfico de seres humanos y la explotación sexual. Sin embargo, España continuó practicando una política de tolerancia que no tardó en quedar obsoleta tras firmarse en 1953 los acuerdos económicos y militares de cooperación con Estados Unidos. En 1955, el ingreso de España en Organización de las Naciones Unidas condujo inevitablemente a la abolición de la prostitución tomándose dicha medida a principios de 1956.

Con el fin de lograr que la abolición resultase verdaderamente operativa en España, Caro Patón propondrá escuchar respetuosamente la voz de las propias prostitutas, y aunque reconoce la labor realizada por el Patronato para la Protección de la Mujer, considerará que los trabajos efectuados a instancias de Isabel Garbayo en el asilo privado conocido con el nombre «Villa Teresita» han abordado de forma mucho más eficaz las cuestiones relacionadas con estas mujeres. El Patronato no podía acabar por sí solo con la infraestructura que había heredado de los antiguos Asilos de las Magdalenas, dirigidos por congregaciones monjiles, pero como acierta a señalar el doctor Caro Patón, estas instituciones todavía han de perder el tufo conventual y transformarse más bien en un entorno de carácter familiar en el que estas mujeres puedan recibir asistencia y apoyo.

El ambiente conventual, los cerrojos, las rejas, los grandes dormitorios comunes, los largos corredores, los rezos prolongados y obligatorios, los vestidos toscos a modo de hábitos, la castración de todo instinto femenino de belleza, el ingreso a la fuerza, la salida solo cuando es ordenada por la superioridad, el encierro sin más horizontes que el huerto; todo esto choca con los cerebros mal dotados, en general, de las jóvenes y con su vida demasiado libre anterior y hace que para ellas no sean centros de regeneración, sino cárceles o presidios de castigo de donde quieren escapar, y cuando llegan a lograrlo no están ni regeneradas ni arrepentidas76.

Como ya ocurriera en el caso del refugio que el doctor Leon Brizar había dirigido en Francia (conocido con el nombre «Le Nid» y fundado por el Padre Talvas en 1944) y con el establecido en Alemania (denominado «Fürsorgeverein für Mädchen, Frauen und Kinder» –o «Centro de atención para chicas, mujeres y niños»–), los asilos laicos españoles también terminarán ciñéndose al modelo previamente establecido por los conventos. En Pamplona, Isabel Garbayo, miembro de Acción Católica, había creado en 1942 un refugio conocido como «Villa Teresita» y regido por voluntarias diocesanas de la organización de apostolado a la que ella misma pertenecía. Estas devotas damas de clase media visitaban los burdeles con el fin de rescatar a las mujeres caídas. El refugio de Isabel Garbayo se regía por una política de puertas abiertas y no acogía nunca a más de quince mujeres a la vez. Las internas vivían en un centro de reinserción social en el que disponían de habitaciones individuales y contaban con la ayuda de asesores profesionales. Caro Patón comprendió rápidamente que el peor trabajo que podían desempeñar aquellas jóvenes tras su paso por los centros de reinserción era el asociado con el servicio doméstico, ya que en tal caso volvían a encontrarse en una situación sexualmente peligrosa, pudiendo sufrir violaciones o episodios de acoso por parte de sus empleadores. Encontrar un trabajo en el mundo honesto no era tarea fácil para estas mujeres. La sociedad se mostraba abiertamente hostil, así que, en caso de no conseguir un trabajo adecuado, un buen marido o el ingreso en una orden religiosa, era frecuente que acabaran recayendo en la prostitución clandestina. En la década de 1950, el modelo de Isabel Garbayo comenzó a aplicarse igualmente en otras ciudades españolas. Se crearon así dos Villas Teresita más: una en Valencia y otra en Granada. La radicada en Granada recibió el nombre de «Hogar Pío XII». Se inauguró en 1956, tras promulgarse el decreto de abolición de la prostitución, con el exclusivo fin de acoger a las mujeres «liberadas» de los burdeles de la ciudad. Caro Patón concluye su libro enumerando los siguientes consejos en una conferencia dirigida a las Juventudes Obreras Católicas de Valladolid:

1.- Mirad a la mujer en general, y a vuestra compañera de trabajo en particular, más con los ojos del alma y de la razón que con los de los sentidos.
2.- Despreciad el muñequismo de la mujer.
3.- Sed feministas católicos, es decir, reconoced a la mujer como un ser capaz de muchas actividades sociales distintas de las labores de su sexo.
4.- Compaginad este concepto feminista con la estimación de la virtud, la maternidad, la crianza y la educación de los hijos, así como con la dirección doméstica del hogar, por ser funciones específicas de la mujer.
5.- Respetad la virtud de la mujer, pero no por simple norma de cortesía y de educación sino más profundamente, respetando vuestra propia virtud, exaltando vuestra castidad y reprimiendo vuestras pasiones.
6.- Despreciad a vuestros amigos y compañeros frívolos, amantes de la mujer como objeto sexual, y tratad de hacer con ellos labor de apostolado.
7.- Sintiendo y practicando estos consejos, no tengáis inconveniente en alternar con muchachas que también los sientan y practiquen. Alternad con ellas no solo en el trabajo, sino en las distracciones, los paseos, las reuniones, los bailes, las excursiones, los deportes…, huyendo de la triste misoginia, y con vuestra convivencia, adornada de virtud, vendrá la sana alegría de la juventud, os comprenderéis mejor y nacerá el amor, no como un vicio sino como una bendición de Dios77.

En realidad era mucho más difícil producir un cambio de esta magnitud, y para lograrlo se necesitaba bastante más tiempo que los tres meses que preveía la legislación abolicionista. Patón calculaba que, para observar algún cambio, se precisaban de dos a cuatro años. No obstante, aquello fue el inicio de un largo proceso. Las relaciones sociales, inmersas en un rápido proceso de transformación debido al empuje del capitalismo, iban a modificarse por más que le pesara al franquismo.


Aurora Morcillo Gómez, 
En cuerpo y alma. Ser mujer en tiempos de Franco. Madrid, Siglo XXI, 2015
Capítulo IV



_________________________

60 La legislación española del siglo xix seguía muy de cerca el modelo establecido en el código penal francés de 1791. Solo a mediados de la década de 1850 empezará a observarse que las autoridades tratan de hacer mayor hincapié en la necesidad de regular la prostitución debido a problemas relacionados con la higiene pública. Mediante la promulgación del reglamento de 1865, el gobierno español dará en crear una oficina específicamente dedicada a la Higiene Especial o Prostitución, dividida en tres ramas: un departamento administrativo, un organismo de vigilancia, y un tercero integrado por médicos o higienistas nombrados directamente por el gobernador de cada provincia. Los elementos más importantes de esta nueva normativa serán los vinculados con la obligatoriedad de llevar un registro oficial de todas aquellas mujeres que ejerzan la prostitución, con la necesidad de someter periódicamente a un examen médico preceptivo a todas las mujeres inscritas en dicho registro, y con el mandato de mantener al día un conjunto de dietarios higiénicos para que los médicos del estado consignen en ellos, dos veces por semana, todos los datos e informaciones personales y médicas de las profesionales registradas. Si estas mujeres sufrían una infección grave, eran enviadas a una prisión hospitalaria –en la que tenían muy pocas probabilidades de recuperar la salud–, siendo posteriormente puestas en libertad y pudiendo reiniciar su trabajo. Con todo, esta regulación se reveló poco eficaz, dado que no consiguió incluir en el sistema normativo a las numerosas mujeres que practicaban clandestinamente la prostitución. 

61 En fuerte contraste con esta situación, en el resto de Europa comenzaba a cobrar fuerza en estos años un movimiento muy importante destinado a abolir la prostitución. Se había originado en Gran Bretaña, siendo su portavoz Josephine Butler, que había dado inicio al movimiento al fundar en 1875 la Federación Abolicionista Internacional. Dos años después, la campaña de Butler llegaba a España, dando pie a un debate, sobre todo entre los hombres, en el que los argumentos médicos terminarían prevaleciendo sobre los de carácter moral y jurídico. 

62 Véase Tomás Caro Patón, La mujer caída. Memorias y reflexiones de un médico de la lucha antivenérea, Madrid, M. Montal, editor, 1959. 

63 Tomás Caro Patón, La mujer caída, op. cit., p. 27.
64 Op. cit., p. 31.
65 Op. cit., p. 46.
66 Id. loc.
67 Op. cit., p. 50. 
68 Op. cit., p. 111.
69 Op. cit., p. 113.
70 Id. loc.
71 Op. cit., p. 114. 
72 Op. cit., p. 115.
73 Op. cit., p. 126. 
74 Op. cit., p. 138.

75 El Convenio de Ginebra declara que, en relación con el tráfico sexual y la prostitución, la norma a seguir debe ser la propugnada por las tesis abolicionistas. Los países de las Naciones Unidas que asistieron a la reunión instaron al resto del mundo a firmar el artículo 23, por el que se ratifica la pertinencia de la abolición. De entre los demás artículos cabe destacar los siguientes: artículo 16: «Las partes presentes en este Convenio se comprometen a poner en práctica, a través de sus servicios sociales, privados o públicos, las medidas pertinentes para prevenir la prostitución y garantizar la educación y la redención de las víctimas de la prostitución.
Artículo 1: Las partes presentes en este Convenio se comprometen a castigar a todo individuo que, para satisfacer las pasiones de terceros:
a) engañe, convenza o corrompa a otra persona con el fin de que ejerza la prostitución, aun en el caso de que dicha persona sea un adulto consintiente.
b) prostituya a otra persona, aun en el caso de que dicha persona sea un adulto consintiente.
Artículo 2: Acordamos castigar asimismo a toda persona que
a) posea, administre las finanzas, o contribuya a financiar, un burdel.
b) adquiera o alquile un espacio a sabiendas de que el objetivo es la prostitución de un tercero.
Artículo 3: En la medida en que lo permita la legislación de cada país, todo intento de violación de los artículos 1 y 2 será igualmente punible. Cita tomada de Tomás Caro Patón, La mujer caída, op. cit., p. 89. 

76 Tomás Caro Patón, La mujer caída, op. cit., p. 164. 

77 Op. cit., pp. 209-210. 








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