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1987. Mariana Pineda. El símbolo inmortal



Hoy hace un siglo que el paso de una mujer de alma fuerte subía a las gradas del patíbulo alzado por el Rey infame, verdugo de ella y de España, y que transmitió su nombre, su herencia, sus apetitos y su deslealtad al último monarca español, expulsado por un gesto, acaso demasiado generoso del país.

El 26 de mayo de 1831, al abrir el día, moría en la flor juvenil Mariana de Pineda, Marianita. Como el pueblo la llamó en cariñoso diminutivo, suma expresiva de sus fervores. Moría ajusticiada en la Puerta de Elvira de Granada; pregonada su "traición" al Rey absoluto, que holló la Constitución; conducida al patíbulo en una mula, rodeada del verdugo, los alguaciles, los servidores del absolutismo, las asistencias religiosas, las armas.

Moría rodeada de toda la fuerza, la autoridad residía sólo en ella...

El pueblo se agolpaba en las calles, caían a torrentes las lágrimas de los ojos de la inmensa muchedumbre; lloraban los religiosos auxiliantes; lloraban los soldados y sus jefes; lloraban todos los presentes; lloraba también el verdugo...; ella moría serena, iluminada por la inmensa luz del amor a la libertad.

Moría rodeada de la medrosa sensibilidad herida de un pueblo; el valor estaba tan sólo en ella...

Dejaba al pueblo, por cuyas libertades anheló y laboró, hundido en la más vergonzosa opresión, esclavo del terror, sojuzgado por la tiranía, amenazado por el crimen, encadenado, siervo.

Moría rodeada del temor al poder. La esperanza de la libertad estaba tan sólo en ella...

Horas antes, el confesor que la alentaba díjole, a guisa de consuelo, que tal vez llegase para sus hijos el día en que la ejecución de su madre fuera para ellos timbre de gloria.

Y relampaguearon los ojos de Mariana, que exclamó:

"Sí, llegará, no lo dude; la santa causa de los fueros y libertades del pueblo español, sellada con el martirio de tantas víctimas, ha de triunfar al cabo, y los satélites del impío Gobierno que hoy nos rige han de ser ahuyentados de este suelo, y tal vez su propia sangre lavará la mancha que la mía va a causar en todo su partido. El pueblo no puede ya con los duros hierros que hoy pesan sobre él y que arrastra mal de su grado. ¡Ay del día que sacuda las cadenas y se arroje sobre sus opresores!"

Predicción sublime, hija de un claro sentido político, que conocía el valor de todos los sacrificios, y como la sangre injustamente derramada por la libertad no se vierte nunca en vano.

Lenta es la justicia que merecen los pueblos; pero llega al fin. A través de vicisitudes sin cuento de la historia española, y tras un alborear en 1873, rápida y torpemente hundió, la predicción de Mariana de Pineda no se realizó hasta hoy, un siglo después de su muerte.

No podía tampoco realizarse sino más allá del que era su propio ideal. El constitucionalismo monárquico español condenado a ser ya negado, ya falseado por los borbones, tenía el destino trágico de no garantizar jamás la libertad de su pueblo.

¿Cuál fue el crimen de mariana de Pineda? Era constitucionalista, era liberal.

Ello bastaba para ganar la execración del régimen que condenaba esa funesta manía de pensar. Se quiso, además, dar apariencia jurídica al delito.

Los tiranos, que oprimen sin ley ni freno, sienten la íntima necesidad de justificar de algún modo sus crímenes, porque saben que lo son. Cuando deciden imponer la fuerza, buscan por instinto siquiera una sombra de autoridad en una ficción justificativa.

Por esa ficción se acusó a Mariana de Pineda de haber ordenado bordar una bandera tricolor con las palabras LEY, IGUALDAD, LIBERTAD; no se probó que fuera cierto. Se dijo que la bandera era para levantarse en una conspiración; no se probó la conspiración, ni que fuera para eso, ni que las banderas sean indispensables para las revoluciones, ni que el hecho fuera uno de los delitos del real decreto de 1 de octubre de 1830, en que Fernando VII -inspirador de don Galo- abolía las leyes penales anteriores y creaba delitos a su sabor.

Fue, en suma, un asesinato jurídico la ejecución de Mariana de Pineda. No había razón jurídica, razón legal, para procesarla, encarcelarla, condenarla y ejecutarla.

Había, sí, para el absolutismo una razón política fundamentada en el instinto de conservación. A un régimen que vive al margen de la ley no se le ocurre en su ceguera sino exterminar a aquellos elementos más puros, más firmes, más serenos y esforzados, que con su heroísmo y su fe son la amenaza positiva, y a plazo más o menos largo la espada justiciera de la opresión.

Y Marianita de Pineda era uno de esos elementos.

Con ardiente espíritu liberal, fervorosa defensora de la ley, cifrada en la constitución que el pueblo impuso al Rey y este holló en cuanto pudo con contumacia, típicamente borbónica acreditada en la Historia, alentó a los perseguidos, mantuvo correspondencia con los emigrados, puso su espíritu al servicio de la ley, la igualdad y la fraternidad; ayudó valientemente a Álvarez de Sotomayor a realizar una de las más audaces evasiones; vibraba por la redención de España.

Además, mujer serena, leal, de elevada conciencia y puros sentimientos, tenía la clave de muchos nombres de revolucionarios -que así llamaban a los legalistas, además de anarquistas-; su flaqueza, sus delaciones, si el miedo hubiera podido encanallarla, hubieran dado al nefasto Rey la posibilidad de sembrar de cuerpos los patíbulos.

Se la ofreció el perdón, la libertad, la vida, si caía en la vergüenza de denunciar. Y aquí es donde resalta más el temple de alma, el heroísmo de Mariana de Pineda.

Era joven, veintinueve años; bella; madre de dos hijos, a quienes adoraba; noble, considerada; la vida podía ofrecerle aún el encanto de su sonrisa; los hijos, con la voz de sangre y del deber, la llamaban; la vida a su edad debía también aldabonear con angustia a su voluntad.

A todo se sobrepuso, y para demostrar su temple empezó por vencerse, si preciso fue, a sí misma.

En la llamaba cárcel baja de Granada, en medio del hondo silencio de todos los presentes, se da lectura a Mariana de la sentencia que la condena a muerte y confiscación de sus bienes; a ella el cadalso; a sus hijos, la miseria. Se le hace saber que Pedrosa, su indigno perseguidor, está autorizado a indultarla enseguida en nombre del Rey si se presta a declarar quienes eran los que debían lanzar el grito de libertad con su bandera.

Su confesor, alma débil, ojos anegados en lágrimas, aconseja a Mariana la delación para salvar la vida. A todos re4sponde con fiereza "que no saldrá de sus labios una palabra indiscreta, que le sobraba el ánimo para arrostrar el fatal trance en que se veía y preferir sin vacilar una muerte gloriosa a cubrirse de oprobio delatando a persona viviente".

Cuando todo es flaqueza en su entorno, la dignidad estaba tan solo en ella.

Y después de unos días de intenso martirio, de abyecta prisión, en la madrugada de hace un siglo, allá va, carrera de Granada delante, entre esbirros y verdugos, entre una fuerza al servicio de la arbitrariedad, entre jueces y alcaldes que hollan las leyes y violan la justicia, entre un pueblo que, como el rey moro, también lloró en Granada como mujer lo que no supo defender como hombre: allá va una pura y noble mujer, camino de la muerte, del sacrificio; allá va una mujer que es en aquel momento de la tragedia española, frente a la fuerza, la débil sensibilidad, el temor y la flaqueza, el símbolo poderoso inmortal de toda la autoridad, de todo valor, de toda la esperanza en la libertad, de toda la dignidad de España.

Mariana de Pineda, Marianita, como el pueblo te llamó: A través de las vicisitudes trágicas que jalonan la opresión legal histórica del pueblo español, solo has triunfado hoy, después de un siglo.

Y contigo el porvenir de la intervención de la mujer en la actividad pública, porque en un solo mes ha hecho más la República española por la dignificación y personalidad de la mujer que la monarquía en veinte siglos de desconocimiento y negación contumaz de España.

Solo hoy creemos que la libertad que tu anunciaste horas antes de tu muerte puede llegar a España, y en su espera, te invocamos hoy en la hora henchida de esperanza del triunfo para pedir a tu espíritu, cuyo recuerdo no morirá nunca en España, que todo lo que contigo marchaba al cadalso en la madrugada del 26 de mayo, el valor, la fe, la autoridad, la dignidad, el amor inmenso a la libertad, se imponga, como un símbolo imperecedero a todos los celebros y corazones españoles...


Clara Campoamor
La Libertad, 26 de mayo de 1931









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