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1986. En cuerpo y alma. Ser mujer en tiempos de Franco I

De Aurora Morcillo, autora de En cuerpo y alma. Ser mujer en tiempos de Franco, para Búscame en el ciclo de la vida.


La española cuando besa: moral pública y sexualidad amordazadas.

El 9 de enero de 1951, Barcelona acogía con brazos abiertos a los marineros de la Sexta Flota estadounidense. Con sus características gorras blancas enarboladas al viento sobre el océano de humanidad del Barrio Chino, los grumetes de la armada norteamericana no solo trajeron un viento de prosperidad económica al conjunto de la ciudad sino que convirtieron rápidamente en una bendición financiera para las prostitutas de la zona, que vieron ascender exponencialmente sus tarifas –al subirlas de los quince centavos que percibían en los burdeles oficialmente tolerados a los cinco dólares que llegaban a cobrar por cada cliente americano que consiguieran de forma «independiente»–. Los marineros eran generosos, y en ocasiones se las llevaban de compras, práctica que no tardaría en adquirir popularidad, aupada por el torrente de dólares recién llegado de ultramar. Cuando la flota estadounidense atracaba en el puerto de Barcelona, los hoteles de mala catadura admitían incluso a las muchachas menores de edad si iban acompañadas de un estadounidense1. Los infantes de marina y sus amiguitas, dulcemente cogidos de la mano, parecían envueltos en una aureola de amor, por muy de compraventa que este fuera.

Las canciones populares del célebre poeta y compositor Rafael de León (1908-1982) añadían romanticismo a los bajos fondos. Inmortalizadas por Concha Piquer en los años cuarenta y cincuenta2, aquellas tonadillas referían las andanzas de unas mujeres caídas que se habían enamorado de esos extranjeros de ojos verdes3. En una de esas coplas, titulada Tatuaje, Piquer canta las desdichas de una prostituta que deambula de taberna en taberna en busca de un amante perdido –un marinero, rubio como la cerveza, llegado a bordo de un buque venido de lejanas tierras–4. Esta canción muestra la humanidad de esas mujeres, representándolas con los rasgos propios de unas prostitutas de corazón de oro –imagen considerablemente más amable que la que ofreciera la versión oficial–. La propaganda del régimen presenta a la prostituta como la archienemiga de la mujer honesta: relación antagónica que en un contexto más amplio viene a simbolizar la antítesis entre la que se denomina en la propaganda oficial franquista como fraudulenta y vil Segunda República y la dictadura de Franco, simultáneamente virtuosa y victoriosa –o señalándose, si se quiere, la oposición entre la España pagana y la católica.

Si el catolicismo impregna el discurso político lo hace con un único propósito: el de regenerar el simbólicamente prostituido cuerpo político de la Segunda República. Hasta el año 1956, el régimen habría de practicar una política de tolerancia y control de la prostitución. Más tarde, mediante el decreto del 3 de marzo de 1956, se declarará ilegal la prostitución, y el estado pasa a sumar sus esfuerzos a la lucha que ya venía efectuando contra esta práctica la comunidad internacional. En 1941, el régimen creará –con el objetivo de purificar el cuerpo de la nación– el Patronato para la Protección de la Mujer. La tarea encomendada a dicho Patronato se verá reforzada tras la promulgación de la ley de 20 de diciembre de 1952, siendo posteriormente respaldada asimismo por el decreto de abolición de la prostitución, que entrará en vigor en 1956. Saturada de valores católicos, esta institución será la encargada de llevar a efecto la misión de vigilancia y rehabilitación del cuerpo y el alma de la prostituta, misión que en principio incumbe fundamentalmente al estado.

Los valores religiosos serán los que terminen por ahormar los sistemas penal y sanitario con los que el régimen aborda el problema de la prostitución –sistemas que emanan a su vez de una reinterpretación de la vieja mentalidad contrarreformista del siglo XVI–5. Únicamente la penitencia posee la virtud de devolver la integridad virginal al alma –una integridad que ha perdido en cambio el cuerpo de la prostituta–. María Magdalena, la ramera arrepentida par excellence, se elevó a la categoría de santa por medio de la penitencia. Como ya ocurriera en el Siglo de Oro, la penitencia constituye una oportunidad para reconfigurar el yo a fin de hacerlo encajar en la camisa de fuerza en que se convirtió el dogma católico en tiempos de Franco.

En el transcurso de su primera década en el poder, el régimen habría de mostrar una actitud ambivalente ante la prostitución. Por un lado, consideraba que se trataba de un mal necesario –una especie de válvula de escape para los naturales deseos masculinos–, sin dejar de promulgar, por otro, toda una serie de leyes destinadas a castigar un amplio conjunto de comportamientos sexuales concretos. La imagen de un varón de notable potencia sexual se adecuaba bien a las tesis con las que el régimen se promocionaba a sí mismo, dado que no dudaba en presentarse envuelto en una ideología masculina o viril. La idea era que si aquellos fornidos hombres quedaban desprovistos de la barrera que representaba el cuerpo de la prostituta, sentirían sin duda el impulso de profanar los puros y castos cuerpos de sus prometidas, esto es, de las auténticas mujeres católicas llamadas a convertirse en las futuras madres de la Nueva España. Respaldada por la aprobación oficial, este doble rasero moral (que permitía la prostitución pero demonizaba a la prostituta) terminaría degenerando hasta provocar una disfunción sexual disimulada con los ropajes de la pureza y la normalidad cristianas.

El cambio más importante que habrá de registrarse en las costumbres sociales tras la victoria franquista será el relacionado con la criminalización de las conductas sexuales no ortodoxas. En 1944, el régimen franquista reformó el código penal, pero ya antes –inmediatamente después de la guerra civil– había promulgado un conjunto de leyes vinculadas con la «indecencia sexual». La ley de 24 de enero de 1941 declaró ilegal el aborto. Poco después, la ley de 12 de marzo de 1942 venía a sentar las bases necesarias para perseguir jurídicamente el adulterio, el infanticidio y el abandono del domicilio conyugal y las obligaciones familiares. El sistema penal franquista también introdujo nuevas leyes contrarias a la falta de decoro en materia sexual y moral, al suicidio y a las agresiones, poniendo asimismo en vigor un conjunto de severas medidas destinadas a castigar el robo y el vandalismo6. Según el informe redactado en 1942 por el fiscal del Tribunal Supremo Blas Pérez González (1898-1978):

El abandono de la familia y la desatención de esos deberes son causa de innumerables daños y peligros. Los fiscales, con la nueva ordenación legal, obtendrán seguramente –gracias a la indispensable colaboración de las autoridades gubernativas y la policía– brillantes y saludables resultados. Para ello se precisa una honda reflexión sobre el alcance de las disposiciones citadas, especialmente en el caso de la Ley de Abandono de Familia, y como por ellas penetra la acción pública en la intimidad familiar, exige su ejercicio una gran ecuanimidad. […].
La materia de delito es amplísima: donde haya un deber legal intencionalmente incumplido, por acción u omisión, hay delito, que se ha de perseguir con decisión, sin que precise la producción del resultado pernicioso, bastando para entender completa la previsión penal, la mera consideración de peligro de que se produzca7.

La determinación de lo que es delito responde a una definición muy amplia, sobre todo en los casos que guardan relación con cuestiones tan resbaladizas como el decoro y la moralidad pública. En 1941, el fiscal Blas Pérez González señalará que las dificultades económicas constituyen la causa directa de la «falta de decencia y la perversión de menores».

La relajación de la honestidad femenina existe y se incuba en la frivolidad infiltrada en nuestras costumbres que, bajo el común calificativo de modernidad, permite a las muchachas (en el vestido, en la asistencia a ciertas clases de espectáculos y cabarets, en la promiscuidad solitaria con los jóvenes, en el uso y abuso del tabaco y el alcohol, etcétera)…8.

Gerald Brenan (1894-1987) también nos ofrecerá su particular punto de vista sobre la prostitución en Málaga tras el viaje que efectúa por España en 1949: «Unos cuantos metros más allá uno llega a las tabernas, atestadas de soldados, marineros y la menos monástica clase de las prostitutas, mientras que la larga y estrecha calle de la derecha, que conecta el mercado con el barrio popular, está dedicada a las casas de citas», observa. «Estas han ayudado mucho a extender», añade, «las relaciones extramaritales entre los sexos, puesto que todo lo que una mujer joven tiene que hacer es dar un paso al interior de una puerta abierta, donde encontrará a su amante aguardándola y un dormitorio a su disposición por una suma insignificante»9. Según Brenan, la explicación de este estado de cosas radica en el hecho de que «la pobreza y las apremiantes circunstancias que pueden hallarse entre casi todas las clases ha debilitado la moralidad femenina e incrementado el número de personas que se dedican a ese negocio». Brenan no dice nada sobre la conducta moral de los hombres, limitándose a mencionar sencillamente que una amiga española, Rosario, le indica dónde encontrar a una de las alcahuetas profesionales que se dedican a concertar encuentros íntimos entre una de esas mujeres perdidas y los pasajeros varones de los trenes y los autobuses que llegan a la ciudad10.

Durante el resto de su periplo por Andalucía, el matrimonio Brenan no vio más que miseria, contrastando vivamente la circunstancia en que encuentran sumida al conjunto de la región con lo que observan en Lucena, una localidad cordobesa situada en la sierra Subbética.

Vagamos un poco por la ciudad, deprimidos ante la horrible pobreza y miseria. Las mujeres en particular nos horrorizaban. Uno podía verlas en todas las callejuelas laterales, vestidas con harapos que nunca habían sido ropas de mujer –sacos de patatas, trozos de mantas del ejército, informes restos de capotes de soldado–, con sus piernas y rostros negros de una suciedad que ya no se preocupaban de lavar. Los bebés que llevaban estaban lastimosamente flacos, y ni siquiera las jóvenes casaderas se encontraban en mejores condiciones, sino que caminaban por las calles con los mismos trozos de tela unidos entre sí con imperdibles que llevaban las mujeres casadas. ¿Eran realmente españolas?, nos preguntamos. ¿Eran realmente miembros de esa orgullosa y recatada raza para quienes hacía apenas doce años incluso unas piernas sin medias eran consideradas como un pecado? No, pertenecían a la clase de los parias, aunque de la familia de los jornaleros ordinarios, una clase que, me habían dicho, nunca entraba a una iglesia ni se casaba ni bautizaba a sus hijos porque no podían ni pagarle al cura ni cubrir suficientemente sus cuerpos11.

Brenan creía que España era víctima de una «neurosis de guerra». Así por ejemplo dirá que Madrid es «el punto de observación de una prisión organizada centralmente»12 –es decir, el ojo de un panóptico en términos foucaultianos- *.Uno de los instrumentos que el régimen decidirá emplear para garantizar la vigilancia de la moralidad pública será el del Patronato para la Protección de la Mujer, creado en 1941.


Aurora Morcillo Gómez, 
En cuerpo y alma. Ser mujer en tiempos de Franco. Madrid, Siglo XXI, 2015
Capítulo IV


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1 Véase Francisco Villar, Historia y leyenda del Barrio Chino, 1900-1992. Crónica y documentos de los bajos fondos de Barcelona, Barcelona, Edicions La Campana, 1996, p. 203. 

2 Véase Manuel Vázquez Montalbán, Crónica Sentimental de España, Barcelona, Grijalbo, 1998; junto con Martín de la Plaza, Conchita Piquer, Madrid, Alianza Editorial, 2001.

3 Pongo aquí como ejemplo la copla Ojos verdes, que relata la rutina diaria de las mujeres que ejercían la prostitución en los burdeles públicos legales.
Ojos verdes: Apoyá en er quisio de la mansebía / miraba ensenderse la noche de mayo; / pasaban los hombres y yo sonreía / hasta que a mi puerta paraste el caballo. / «Serrana, ¿me das candela?» / Y yo te dije: «Gaché, ven y tómala en mis labios, / que yo fuego te daré» / Dejaste er caballo / y lumbre te di, / y fueron dos verdes luceros de mayo / tus ojos pa mí.

4 Tatuaje: Él vino en un barco de nombre extranjero, / lo encontré en el puerto un anochecer / cuando el blanco faro sobre los veleros / su beso de plata dejaba caer. / Era hermoso y rubio como la cerveza; / el pecho tatuado con un corazón. / En su voz amarga había la tristeza, / doliente y cansada, del acordeón. / Y entre dos copas de aguardiente, / sobre el manchado mostrador, / él fue contándome entre dientes / la vieja historia de su amor.
En su estudio titulado La mala vida en Madrid (1901), los escritores Bernaldo Quirós y José María Llanas Aguilaniedo examinan la extendida práctica del tatuaje en el seno de las clases bajas. De acuerdo con lo que exponen Quirós y Llanas, dos son las razones que subyacen a esta costumbre: la primera de ellas es de carácter ornamental, mientras que la segunda viene motivada por el influjo de las experiencias personales, fundamentalmente las relacionadas con historias de amor o de venganza –vivencias que en cualquier caso no admiten más lienzo que el de la propia piel–. Los autores estudiaron un total de 645 delincuentes, descubriendo que 52 de ellos llevaban tatuajes.
De esos 52 sujetos, 23 tenían un solo tatuaje, 14 se habían hecho dos, 10 lucían tres, 3 presentaban cuatro, y finalmente uno exhibía cinco tatuajes en distintas partes del cuerpo. Tenemos por consiguiente un total de 103 tatuajes distribuidos del siguiente modo: 9 en el brazo derecho; 28 en el brazo izquierdo; 24 en el antebrazo derecho; 27 en el antebrazo izquierdo; 1 en la muñeca derecha; 2 en la muñeca izquierda; 1 en el dedo medio de la mano izquierda; 3 en el pecho; 5 en el muslo derecho; 1 en el muslo izquierdo; y 1 en el pene. Los autores explican que el elevado número de tatuajes observado en los miembros de la parte izquierda del cuerpo señalando que en la mayoría de los casos se deben a que el sujeto se habría tatuado a sí mismo. Solo seis de los tatuajes del estudio presentaban una doble coloración a base de azul y rojo, siendo el resto de los mismos de un solo color –azul–. Entre los temas representados en los tatuajes figuran 26 imágenes relacionadas con el amor –un corazón en la mayoría de las ocasiones–, apareciendo en otros la figura de una mujer, unas veces desnuda y otras vestida, y constatándose tres casos de lo que a juicio de los autores cabría considerar como imágenes obscenas. En trece de los tatuajes se ofrecen escenas de fervor religioso, bien una cruz o una representación de la Virgen. En siete de los ejemplos analizados se trata de caricaturas, ya sea de carácter religioso o político: un obispo o un soldado, por ejemplo. Según los autores, en una sociedad avanzada –a diferencia de lo que ocurre en las comunidades primitivas– la práctica «normal» consiste en situar los signos de índole ornamental o conmemorativo en las ropas que viste la gente y no directamente en la piel. «Los recuerdos se conservan en la memoria o se confían a las páginas de una biografía o un diario. Sin embargo, en los bajos fondos, los símbolos de adorno o conmemoración se convierten en otras tantas marcas grabadas en la piel, lo cual resalta el valor que uno se atribuye ante sí mismo y ante los demás. La práctica del tatuaje está también muy extendida entre los amantes que deciden «probar el amor que se profesan mutuamente imprimiendo en su cuerpo las iniciales del nombre de la persona amada, con la consiguiente efusión de sangre, a fin de que la pareja compruebe que los sentimientos que ambos comparten revisten un carácter sublime. Véase La mala vida en Madrid, op. cit., pp. 86-88. 

5 Georgina Dopico Black contempla desde una perspectiva interesante la encrucijada en la que se encuentran –en la España del periodo renacentista y preindustrial– tres de los cuerpos femeninos de exposición pública: el de la santa, el de la prostituta, y el de la actriz. Resulta provechoso explicar aquí, siquiera brevemente, el contenido de este trabajo, dado que la categorización que efectúa Dopico Black vendrá a reproducirse tanto en los años del franquismo como en la era inmediatamente posterior al régimen. A finales del siglo xvi, fue justamente una religiosa llamada Magdalena de San Gerónimo, probablemente una monja o una émula de la propia María Magdalena, quien primero habrá de decidirse a trabajar a fondo con las prostitutas. En 1588, Magdalena de San Gerónimo comienza a regir en Valladolid la llamada Casa Pía de las Arrepentidas de Santa María Magdalena, un centro de rehabilitación para prostitutas contritas. En 1605, Magdalena fundará también un Patronato. En su testamento, Magdalena legará a este refugio su más preciada posesión, una «colección de reliquias», consiguiendo también que el centro disfrute de la protección de un privilegio real y de una seguridad económica razonable. Magdalena de San Gerónimo había adquirido esa colección de reliquias durante sus viajes por Francia y los Países Bajos. La colección contiene, entre otros objetos, los cuerpos de dos de las once mil vírgenes que acompañaron a santa Úrsula al martirio en la ciudad alemana de Colonia, así como las cabezas de al menos otras veinte. Magdalena no trabajaba únicamente en la creación de establecimientos destinados a reformar a las prostitutas y a las mujeres encarceladas, sino que se dedicaba igualmente a atender a los pobres y a los soldados enfermos de sífilis. De este modo se ofrecía, tanto a estos pecadores como a las prostitutas redimidas, la oportunidad de regenerarse por medio de la penitencia y la contrición.
Felipe II le pedirá que dirija la Galera de Santa Isabel, una prisión para mujeres radicada en Madrid. En 1608, Magdalena escribe un libro titulado Razón y forma de la galera y casa real que el Rey, Nuestro Señor, manda hacer en estos reinos para castigo de las mujeres vagantes, y ladronas, alcahuetas, hechiceras, y otras semejantes. En este escrito, la autora solicita el apoyo del rey a fin de poder fundar una cárcel para las «malas mujeres». Esta propuesta resulta extremadamente significativa, dado que contribuirá a desarrollar un sistema penitenciario específicamente diferenciado en función del género, haciéndolo además mucho antes de que surjan las instituciones punitivas privadas que más tarde habrán de expandirse por toda Europa. Con esta empresa, Magdalena de San Gerónimo viene a inaugurar una iniciativa tendente a suprimir los castigos corporales públicos para sustituirlos por un periodo de encarcelación. En el primer capítulo de su memorando, Magdalena aborda el tema «De la importancia y necesidad de esta Galera», con el que viene a trazar el perfil de los distintos tipos de «malas mujeres» que existen. Según Magdalena, dichas mujeres eran las responsables del rápido «deterioro de la salud de España». En los capítulos segundo y tercero, la autora explica con todo lujo de detalles la mejor forma de construir, amueblar y administrar una cárcel de mujeres. Entre las recomendaciones que enumera, figuran desde las directrices dietéticas hasta la realización de actividades diarias a fin de que las internas no permanezcan ociosas. En la era del Concilio de Trento, el sacramento de la penitencia queda convertido en un dogma realmente fundamental. Los capítulos cuarto y quinto de la propuesta de Magdalena de San Gerónimo se consagran a exponer los beneficios que este esfuerzo puede ofrecer al país, consistentes en «rehabilitar a la nación, ahorrar dinero, sanar los cuerpos y salvar las almas». Los jueces y las instituciones encargadas de hacer cumplir la ley tenían que estar dispuestas a erradicar la «infección que se está extendiendo, sin freno, por toda la nación». La petición que hace Magdalena de San Gerónimo al solicitar una galera concebida para sanar al cuerpo social de la infección que diseminan las prostitutas constituye uno de los primeros intentos de aplicar algo parecido a las modernas tecnologías destinadas a imponer el control social en el ámbito de la anatomía política. El hecho de que esta reformadora considere que la prostitución es antes una cuestión de salud pública y voluntad política que un simple asunto de moral religiosa es también una preocupación moderna. De hecho, el franquismo vendrá a hacer nuevamente suyas, reactivándolas, estas dos tendencias proclives a estrenar la modernidad que observamos en los albores del siglo xviiVéase el trabajo de Georgina Dopico Black titulado «Public Bodies, private parts: The Virgins and Magdalens of Magdalena de San Gerónimo», en Journal of Spanish Cultural Studies, vol. 2, n.º 1, 2001, pp. 81-96. 

6 De acuerdo con la Fundación para la Protección de la mujer, el número de suicidios ascendió en España de los 1.787 registrados en 1934 a los 3.091 del año 1941, mientras que los delitos por asesinato y agresión descendieron, pasando de 18.952 a 15.186. Sin embargo, el volumen de delitos de robo experimentó un ascenso muy significativo, ya que los 50.232 denunciados en 1934 dieron paso a los 67.977 de 1941 –dato que constituye en sí mismo un claro indicador de la extrema miseria que reinaba en los años de posguerra–. Informe sobre la moralidad pública, p. 56. 

7 «Memoria elevada al Gobierno Nacional en la solemne apertura de los Tribunales, efectuada el día 15 de septiembre de 1942, por el Fiscal del Tribunal Supremo, Blas Pérez González.» Cita tomada del Informe sobre la moralidad pública, op. cit., pp. 57-58. 

8 Memoria elevada al Gobierno Nacional en la solemne apertura de los Tribunales, efectuada el día 16 de septiembre de 1941, por el Fiscal del Tribunal Supremo, Blas Pérez González.» Cita tomada del Informe sobre la moralidad pública, op. cit., p. 58.

9 Véase Gerald Brenan, The Face of Spain, Penguin Books, Harmonsworth, Middlesex, 1950, p. 81. [Hay publicación castellana: La faz de España, p. 86 –véase la nota de traducción de la página 23– (N. de los t.)

10 Gerald Brenan, The Face of Spain, op. cit., p. 81 (p. 87 de la traducción española).

11 Véase Gerald Brenan, The Face of Spain, op. cit., p. 71 (pp. 74-75 de la traducción española).

12 Gerald Brenan, The Face of Spain, op. cit., p. 28 (p. 31 de la traducción española).

* En este sentido, el término «panóptico» –que luego utilizará Michel Foucault en obras como Vigilar y castigar (1975) al hablar de los métodos de control social que se aplican en una sociedad disciplinaria– alude en su origen a un tipo de construcción institucional diseñado por el filósofo Jeremy Bentham en el siglo xviii. Se trata de un edificio pensado para permitir que un único vigilante pueda observar a todos los reclusos de una institución sin que estos sepan cuándo están siendo observados y cuándo no –una idea que hace pensar también en el 1984 de Orwell– (N. de los T.).









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