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2000. España bajo las bombas II

Alejo Carpentier con Juan Marinello, Nicolás Guillén y Félix Pita Rodríguez durante el Congreso en Defensa de la Cultura 
(Valencia, Julio de 1937)


Aviones sobre Valencia
Hacia Valencia

Un arte de nueva índole distraerá nuestra atención cada vez que atravesemos uno de los múltiples pueblos que jalonan la carretera de Barcelona a Valencia. Arte abstracto o anecdótico, según los casos, y que se manifiesta en los escaparates y vitrinas de las tiendas. Su técnica es bien sencilla: consiste en pegar tiras de papel claro sobre cualquier superficie de vidrio para que pueda resistir a la conmoción de aire producida por la explosión de una bomba u obús. Pero lo interesante del caso está en que los comerciantes españoles han querido que esas tiras de papel estén dispuestas de manera armoniosa y decorativa. Han realizado con ellas composiciones de auténtica inspiración popular, que se escalonan, por géneros, entre el simple grafismo geométrico y la alegoría republicana... Estas exposiciones imprevistas florecen, con mayor o menor prodigalidad, si la población en que se hallan está más o menos amenazada...

Hay pocas vitrinas artísticas de este género en Tortosa. Hay muchísimas en Tarragona. La razón es elocuente: ayer un crucero fantasma lanzó cuarenta obuses sobre la ciudad...


Signos anunciadores

Después de atravesar Tortosa, con su sorprendente jardín tropical, llegamos a una población donde la atmósfera de guerra nos empuña brutalmente. Ciudad de hospitales militares y residencias de convalecientes... Hasta ahora no habíamos visto más uniformes que los de milicianos encargados de visar nuestros salvoconductos o de soldados pertenecientes a cuarteles locales. Porque —bien lo dijo Chamson— «el país está en orden y la decoración heroica y desordenada de los primeros meses de guerra civil, con sus hombres armados, ha desaparecido totalmente». Pero aquí en este pueblo, cuyo nombre no quiero mencionar, estamos en la antesala de los frentes. Hombres con la cabeza vendada, con los brazos entablillados, con la pierna encogida entre dos muletas, llevan todavía en el uniforme huellas de un duro bregar en los frentes del Jarama o de Aragón.

—La trayectoria de las balas de ametralladora es algo curiosísimo —nos cuenta un herido mostrándonos sus piernas resguardadas por un andamio de yeso—. Fíjese que me ha entrado por la rodilla y me ha salido más abajo del tobillo...

Hay aquí hombres de las Brigadas de Choque y de las Brigadas Mixtas, castellanos, catalanes, gallegos, hay hombres de las Brigadas Internacionales que poseen, en su Villa Dombrowsky, en su Teatro Henri Barbusse, estupendos periódicos murales redactados en varios idiomas. Para burlar el tedio de una larga convalecencia, escriben, dibujan, representan comedias o, sencillamente, se entregan a la lectura o la ociosidad reconfortante que les brinda la cercanía de una linda playa. Nada, esta comunidad de heridos recuerda la melancolía dolorosa que reina en los hospitales civiles. Una serenidad viril y esperanzada anima a estos combatientes que han pagado su heroico tributo de sangre a un ideal. En la casa ocupada por convalecientes franceses, se respira la atmósfera ruidosa y nicotinizada de cualquier Café du Commerce provinciano. Muchos milicianos, casi curados, nos hablan con satisfacción de su próximo regreso al frente. Están quemados por el sol del Mediterráneo, tienen voces duras y decididas; producen una singular sensación de solidez moral y física. Nos enteramos de que hay un cubano en uno de los pabellones. Herido en una pierna por la metralla.

—Ya estoy casi bueno —nos dice—. Aunque todavía puedo descansar un mes, dentro de dos semanas volveré al frente. ¡Cuando uno se acostumbra a la vida de campaña, esta vagancia resulta una lata!...

Nos habla de la guerra, del combate en que, herido, la cabeza hundida en la tierra, sentía el ruido leve, de abanico, de los trigos segados por las ametralladoras.

«¡Arma horrenda! ¡La única salvación está en que no puede tirar muy bajo!»... Por su charla pasan evocaciones de Pablo de la Torriente Brau y de los comisarios políticos del frente que han sabido captarse no ya la admiración, sino el amor de sus soldados.

¡Nunca podrá alabarse bastante a los comisarios políticos, esos ingenieros de las conciencias, esos apóstoles laicos, que han sabido crear en hombres de veinte nacionalidades, en hombres procedentes de todas las capas sociales, un espíritu de heroísmo sereno, de tranquila abnegación, capaz de mantener su salud moral en medio de los horrores de la guerra moderna!

Pronto os hablaré del papel desempeñado por los comisarios políticos en los distintos frentes de la España republicana.


Valencia. Un instante de emoción

Después de atravesar las huertas pletóricas de fragancias, nuestros autos se detienen en una calle añeja, frente al edificio ocupado por la Alianza de Intelectuales.

Arturo Serrano Plaja, que hace dos años formó parte de la Delegación española invitada al Congreso de París, no nos concede un minuto de tregua. La sesión inaugural del Congreso tendrá lugar dentro de dos horas en el paraninfo del Ayuntamiento. Antes, tenemos que reunirnos con los miembros de las otras delegaciones, que almuerzan en el restaurante de una playa cercana.

Se abre una puerta... Y, de pronto, caemos en brazos de amigos, de entrañables amigos que no veíamos desde hacía meses, desde hacía años: María Teresa León, esa bellísima mujer, de una energía extraordinaria, que ha puesto todas las fuerzas de su inteligencia al servicio de la causa republicana; Corpus Barga, que fue nuestro compañero de andanzas por La Habana, hace nueve años; Rafael Alberti, vestido de «mono azul», y que me califica, como siempre, de «viejo relajo»; Julio Álvarez del Vayo, tan sencillo, tan cordial, como cuando cenábamos en Montparnasse en el restaurante de La Poule au Pot; José Herrera Petere, hoy combatiente y poeta, que tan bien me hizo sentir el viejo Madrid en mi primer viaje a la Villa del Oso; León Felipe, visitante reciente del trópico, y Gabriel García Maroto, que tantos recuerdos dejó en pueblos de nuestra Isla; José Bergamín y Luis Araquistain, mi editor; Manolo Altolaguirre, que está dirigiendo las representaciones de Mariana Pineda, de Federico García Lorca; Rodolfo Halffter, el gran compositor. Ahí están Acario Cotapos y Vicente Huidobro, César Vallejo y Córdova Iturburu.

Ahí están los franceses Tristán Tzara y Georges Pillment, que se nos anticiparon en el viaje... También Ilya Ehremburg.

Y todos los que aún no conocíamos personalmente: Anderson Nexo, el decano de las letras dinamarquesas que, como el filósofo francés Julien Benda, ha venido a este congreso desafiando los achaques de la edad; Ludwig Renn, el admirable novelista alemán, que mañana volverá a tomar el mando de su batallón, en el frente de Madrid; la dulce Anna Seghers, el belga Denis Marión, el francés René Blech, el poeta y combatiente holandés Jef Last; los rusos Alexis Tolstoi, Koltzov, el enérgico, Fadeev y Teodoro Kelyin, mi traductor al ruso; los norteamericanos Malcolm Cowley y Anna Louise Strong (Langston Hughes debe llegar de un momento a otro). El valiente escritor costarricense Vicente Sáenz. El prosista chino Seu, que siempre se asombrará de lo ruidosos que son los hispanoamericanos... Y otros muchos que sería largo enumerar, ya que este congreso reúne más de ciento cincuenta escritores de veintiséis naciones distintas... (Desde ahora podrá comenzar el trabajo de las delegaciones de países hispanoamericanos, ya que éstas se hallan completas con la presencia de Raúl González Tuñón, Córdova Iturburu, Pablo Rojas Paz, Pablo Neruda, Vicente Huidobro, Alberto Romero, Vicente Sáenz, Juan Marinello, Nicolás Guillen, Alejo Carpentier, Félix Pita Rodríguez, José Mancisidor, Octavio Paz, Carlos Pellicer y César Vallejo. Marinello es nombrado, por unanimidad, presidente de todas las delegaciones nuestras.)

Pero antes de abandonar esta enumeración que por sí sola explica el «momento de emoción» que acompañó esta entrada en Valencia, quiero recordar que ahí se encontraban también dos de los más jóvenes poetas españoles de la época presente, cuyos nombres pueden citarse como símbolos de una voluntad creadora en acción: Miguel Hernández y Antonio Aparicio. Ambos son milicianos.


Apertura del Congreso

Sobre esta sesión de apertura tengo poco que decir por ahora.

Hoy sólo quiero enumerar los temas de discusión propuestos a los congresistas: 1) la actividad de la Asociación de Escritores por la Defensa de la Cultura; 2) el papel del escritor en la sociedad; 3) dignidad del pensamiento; 4) el individuo; 5) humanismo; 6) nación y cultura; 7) los problemas de la cultura española; 8) herencia cultural; 9) la creación literaria; 10) refuerzo de lazos culturales.

Para llegar al anfiteatro en que se celebraba esta sesión habíamos ascendido por la escalera principal del Ayuntamiento, situado bajo una ancha cúpula cuya sombra domina el célebre Mercado de las Flores... Pulverizada por una bomba aérea, esa cúpula acaba de ser reconstruida. Todavía se evidencian, en las murallas, en las columnas, en los mármoles de los barandales, las huellas de la formidable explosión que dejó medio edificio al aire libre...


Ciudad en estado de guerra

A las ocho de la noche no queda una luz visible en Valencia. Las tinieblas más densas se apoderan de las calles, de las plazas. En Barcelona quedaban todavía algunos mecheros velados, algunos tranvías fantasmagóricos.

Aquí nada... Cenamos en el comedor del Hotel España, con una temperatura africana, detrás de ventanas herméticamente cerradas.

Algunos teatros y cines permanecen abiertos, pero hay que saber dónde se encuentran para concurrir a ellos, pues ninguna luz, ninguna claridad, revela su existencia. Todos los cafés han corrido sus cortinas metálicas desde la puesta del sol. En la oficina de Correos, abierta hasta las doce, los empleados se agitan detrás de sus ventanillas envueltos en luces de velorio. Los pocos transeúntes que se encuentran en las calles se guían por medio de linternas de bolsillo, esporádicamente encendidas en lugares donde el pie puede encontrar un obstáculo... A partir de la medianoche reina en Valencia un silencio profundo, silencio de ciudad sin habitantes, aunque millares y millares de evacuados de Madrid han venido a agregarse a su ya numerosa población.
Pienso que es éste el aspecto que debe haber presentado París durante los meses en que era bombardeado por las Bertas y los Gothas...


Primer bombardeo

Pasan negros aviones.
Están hechos de lamentos,
de luto llevan las alas.
de luto se queda el suelo.
(Romancero de la Guerra de España)

Serían las cuatro de la madrugada. En el medio sueño precursor del despertar percibo un ruido anormal, ruido que hiere mis oídos por primera vez. Zumbido de motores de aeroplanos, acompañado de un extraño silbido intermitente, como notas picadas de un flautín agudísimo. Quejas del aire desgarrado por las balas de los cañones antiaéreos... No he comprendido aún de lo que se trata. De pronto, una explosión sorda, subterránea, formidable golpe de ariete en la corteza del suelo, hace temblar las paredes del hotel... Sacudo a Pita Rodríguez, mi compañero de habitación, que duerme como un bendito:

—¡Vamos!... ¡Los aviones!...

Una explosión... Dos explosiones... Nos reunimos con los otros inquilinos del hotel bajando apresuradamente al hall. Precaución inútil, dicho sea de paso, ya que el hecho de refugiarse en una planta baja, en caso de bombardeos aéreos, es resguardo ilusorio. Es eficaz, a veces, en bombardeos de artillería, ya que los obuses caen principalmente en los pisos altos de las casas... Pero bien veremos en Madrid, en la Puerta del Sol, que una bomba de avión, cayendo sobre un edificio, lo reduce a cuatro paredes vacías de todo contenido...

Nuevo estampido.

—¡Ésta ha caído cerca! —comenta un habituado.

Instintivamente, cada cual se acerca a una muralla, como si la comunión de la carne con piedra pudiese hacer más sólida nuestra pobre arquitectura de nervios y venas. Algunos se miran silenciosamente. Otros hablan de cosas sin importancia, con animación excesiva, para olvidar el reloj intangible que cuenta los minutos en el centro de cada pecho... El suelo retumba y se estremece. Terremoto fugaz, seguido de bofetadas de aire en todos los cristales... ¡Ésta ha caído más cerca todavía!...

Vuelve a oírse el gorjeo incisivo de los cañones antiaéreos. Un zumbido de motores más rápidos, más regulares que los anteriores, irrumpe en la noche.

—¡Son los nuestros!

Nos asomamos a la calle. En el cielo claro del Levante, los haces luminosos de los reflectores se cruzan, se entretejen, barriendo la noche. Una escuadrilla de aviones de caza, republicanos, se dirige hacia el mar con una velocidad increíble. Suena otra explosión, más lejana (sabremos mañana que esta bomba ha caído en el patio de un hospital, hiriendo de nuevo a cincuenta heridos).

—Parece que ya se marchan...

Suenan sirenas anunciadoras de paz. Los inquilinos del hotel se dirigen a la escalera para regresar a sus habitaciones. El bombardeo ha durado hora y media. Ya apunta el alba.

Una linda muchacha, envuelta en un kimono claro, se dirige a una amiga.

—Ya es muy tarde para dormir. ¿Si nos fuéramos a la playa?

La voluntad de vivir recobra sus derechos después de esta incursión de Capronis venidos de las islas Baleares.


Reflexiones

Acostado nuevamente, reconstruyo en mi memoria los instantes nada placenteros que acabamos de vivir... Y simultáneamente se define en mí una convicción que el próximo viaje a Madrid no podrá sino reafirmar con pruebas indiscutibles: estos bombardeos de poblaciones civiles son, además de crueles y sangrientos,absolutamente inútiles para aquellos que los promueven. Diré más: son contraproducentes.

Se me objetará que en una guerra cualquiera la retaguardia tiene tanta importancia como la vanguardia, y que si el ánimo de la retaguardia está en condiciones excelentes, ello influye favorablemente en el espíritu de combatividad de las tropas... Por lo tanto, debe tratarse, por todos los medios, de desmoralizar y amedrentar la retaguardia.

Admisible a priori, este argumento se desmorona ante los hechos. Los habitantes de una ciudad como Madrid o Valencia se agrupan en dos categorías: 1) los que no han querido marcharse; 2) los que no han podido marcharse. Los que no han querido marcharse porque sus opiniones, sus ideales, sus intereses, su carácter, los impelían a permanecer en una zona de peligro, no son individuos aptos para dejarse desmoralizar ni amedrentar. Saben lo que les espera y no temen el riesgo. Están decididos a ser testigos de la guerra, en su integridad, sin abandonar sus puestos, sus casas, sus posesiones morales o materiales. (¡Cuántas veces nos hemos sentido conmovidos ante el heroísmo tranquilo de ciertos vecinos del barrio de Argüelles, en Madrid, que no han querido ser evacuados de sus domicilios, a pesar de que la muerte ronda por sobre sus techos!)

Hablemos ahora de los habitantes que hubieran querido marcharse y no han podido hacerlo. Éstos se sitúan, inmediatamente, en la categoría de víctimas del adversario. Para ellos, los aviones enemigos cobran forzosamente un carácter de fatalidad. No hay más remedio que contraer los músculos y soportar el cataclismo bélico, como se soporta un terremoto o una operación quirúrgica. Son los que más interés tienen en no dejarse desmoralizar, porque de su ánimo, de su facultad de convivencia con las fuerzas de aniquilamiento, depende su mayor o menor posibilidad de resistencia física. Cada avión republicano, cada cañón antiaéreo es, para ellos, un genio bueno, destinado a defenderlos y a velar sobre su descanso. Por su ausencia de heroísmo, esta categoría de habitantes apacibles es precisamente la que más se indigna, la que más se enfurece, cuando los aeroplanos alemanes o italianos hacen su trágica aparición en el cielo de España...

Llevemos este razonamiento más lejos. Supongamos que en el hall del hotel en que me hallaba la noche del bombardeo de Valencia, un falangista disfrazado, un vago simpatizador de los insurgentes... ¿No estaba también jugándose un número, con nosotros, en la misma lotería de vida y muerte? ¿No estaba expuesto, como nosotros, a no ver más la luz del alba, o a ser herido o víctima de un shock traumático?... ¿Cuál sería, entonces, su reacción íntima, fisiológica, muscular, al ver aparecer los aviones republicanos? ¡Hubiera aplaudido, como aplaudían los demás!

Podéis estar convencidos de esto: muchos apolíticos, muchos hombres tibios, irresolutos, sin convicciones definidas, han sido conquistados por la ideología republicana..., gracias a los aviones de Franco. En Madrid he visto gentes (antiguos vecinos de mi amigo Francisco Pita Rodríguez) que antes de la guerra tenían ideas levemente conservadoras, y que hoy son las primeras en alzar los puños y en proferir palabras de odio cuando comienzan los bombardeos cotidianos y sistemáticos de Madrid... ¡La carne grita!

¡No! ¡Mi convencimiento es absoluto! Creer que puede vencerse la retaguardia en España por medio de bombardeos de poblaciones civiles, es desconocer el pueblo español... Esta acción destructora de los artefactos de guerra es, además de inútil desde el punto de vista estratégico, absolutamente, totalmente contraproducente en lo que se refiere a su posible acción moral...

Las muertes de millares de mujeres y niños, de ancianos, de adolescentes, no han quebrantado el sereno heroísmo de los habitantes de Madrid. Una canción ha surgido —canción escrita con sangre
. Y esta canción la saben cantar hoy todos los hombres que viven en el territorio de la España republicana:

Madrid, qué bien resistes,
Madrid, qué bien resistes,
Madrid, qué bien resistes,
mamita mía,
los bombardeos,
los bombardeos.


Alejo Carpentier
Carteles, 26 de septiembre de 1937










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