Luis Soláns Labedán se sublevó en Melilla el 17 de julio de 1936, siendo el jefe militar que proclamó el golpe de Estado |
Viernes, 17 de julio de 1936
Son las cinco de la tarde
—hora expectante y mágica de clarines, timbales y sangre no sólo en la
tauromaquia, sino en la vida toda de España— cuando recibimos la primera
noticia de que la lucha ha comenzado. No nos sorprende en absoluto, porque hace
meses que esperamos un pronunciamiento y días que lo sabemos inminente. En
realidad, hace ya cinco jornadas que ninguno de los diez periodistas que en
esta tarde de bochorno estival nos hallamos en el bar del Congreso hemos
dormido cuatro horas seguidas, interrumpido siempre nuestro descanso por algún
rumor sensacional. Cada día se anuncia con mayor insistencia que la víspera una
sublevación militar y es preciso pasarse la noche en vela pendiente de los
teléfonos, yendo de un lado para otro, atentos a confirmar o desmentir los
múltiples bulos que circulan. Aunque no pase nada en la noche que termina, todo
puede suceder en la mañana que alborea y quien se tumbe despreocupado a
descansar siete u ocho horas puede encontrarse al despertar con un cambio
completo en el panorama nacional. No es extraño, pues, que cansados y
somnolientos se nos cierren los ojos y apenas tengamos ganas de seguir haciendo
cábalas y pronósticos sobre el desenlace de la tensa situación planteada.
De repente, la presencia de
Indalecio Prieto disipa nuestra modorra y nos pone en movimiento. La aparición
del líder socialista nada tendría de extraña en circunstancias normales, pero
si cuando el Parlamento ha suspendido sus sesiones y desde que el miércoles
celebró su dramática reunión la Comisión Permanente, el viejo palacio de la
carrera de San Jerónimo aparece casi desierto. Segundos después, rodeamos a
Prieto en uno de los pasillos. Don Inda —cara redonda, párpados carnosos, ojos
de miope— tiene un gesto de honda preocupación en el semblante. Nos conoce a
todos y se anticipa a las preguntas que tenemos en la punta de la lengua.
—Vengo —dice— a reunirme con
la Ejecutiva del Partido Socialista.
Hace una breve pausa como si
necesitara tomar aliento; luego, dejando caer con lentitud las palabras, añade:
—La guarnición de Melilla se
ha sublevado esta tarde. Los trabajadores están siendo pasados a cuchillo...
Mientras habla llegan
jadeantes por el calor y las prisas otros miembros de la ejecutiva socialista.
A Prieto le urge reunirse con ellos y se va sin contestar a nuestras preguntas
sobre detalles de lo ocurrido. Es posible que no los conozca o prefiera
comunicárselos a sus compañeros de partido. En cualquier caso, los detalles son
secundarios. Lo importante es la noticia en sí. Como es lógico buscamos
inmediata confirmación telefoneando, no sólo a los periódicos en que
trabajamos, sino intentando hablar con Melilla primero y con Tetuán o Ceuta a
renglón seguido.
—Lo siento señor, pero la
línea está averiada. Quizá dentro de unas horas...
Ninguno de nosotros admite
por un momento que la presunta avería puede ser real y efectiva. Indirectamente
constituye una confirmación de lo que Prieto ha dicho. Sólo nos cabe una duda
grave y preocupante: ¿Se ha extendido la sublevación al resto de la zona marroquí
o ha sido el gobierno quien ha cortado las comunicaciones con el otro lado del
Estrecho? Procuramos saber la verdad sin tener que abandonar el Congreso. Todos
tenemos amigos o conocidos en los posibles centros de información —ministerios
de Guerra y Gobernación, Dirección de Seguridad, etc— nos apresuramos a
telefonearles. No conseguimos nada. La mayoría de nuestros posibles informantes
no se hallan en sus casas o despachos y nadie sabe dónde podremos localizarles.
Cuando logramos hablar con algún personaje o personajillo, elude la respuesta,
tratando de quitar importancia a la situación:
—No hagáis caso de rumores y
bulos. Si algo sucediera, el gobierno se aprestaría a informar al país. Cuando
no lo hace es porque no pasa absolutamente nada.
Cada nueva negativa añade
mayores certidumbres a nuestra impresión de que la sublevación —tantas veces
anunciada y desmentida durante los días precedentes— es ya una triste y
dramática realidad. Lo mismo piensan los centenares de personas que minutos después
llenan el bar, los pasillos y las salas del Congreso. Llegan presurosos
políticos, periodistas o simples curiosos. Todos los que por un medio u otro
tienen acceso al edificio acuden presurosos tratando de enterarse de lo que
sucede. Se forman corrillos en los que se habla y discute a voces en torno a lo
que ocurre en Marruecos. Discrepan naturalmente las opiniones, aunque nadie
duda de que la rebelión militar es un hecho. Mientras unos sostienen que la
sublevación será fácilmente aplastada, otros temen que habrá de tener las
peores consecuencias.
—La rebelión triunfará sin
dificultad en todo Marruecos —afirma el comandante Ristori, un marino
republicano que en octubre morirá combatiendo en las proximidades de Torrejón—
porque están comprometidos los jefes de Regulares y el Tercio... Hace quince
días se lo dije al ministro que no me hizo el menor caso. Ahora...
—Casares sabe perfectamente
lo que hace —le replica un diputado de Izquierda Republicana—. Me consta que el
gobierno ha tomado las medidas precisas y puedo asegurarles que la subversión
quedará vencida en menos de cuarenta y ocho horas.
Es la opinión predominante
entre republicanos y socialistas moderados. Consideran que los cuartelazos no
son posibles avanzado ya el siglo veinte. No hay que perder la cabeza y
mantenerse firmes y serenos al lado del gobierno. ¿Armar al pueblo como
pretenden socialistas de Largo Caballero, miembros de la UGT, comunistas y
otras fuerzas de izquierda? ¡Ni pensarlo! Por atajar un peligro relativo, se
crearía otro mayor. Al poder público le sobra con sus recursos normales y
legales para hacer morder el polvo a sus enemigos de derechas. La intentona de
Marruecos es una nueva sanJurjada que acabará fatalmente como la primera.
—Casares controla plenamente
la situación. ¿O lo cree tan insensato como para estar todo este tiempo cruzado
de brazos? Conoce la conspiración hasta en sus menores detalles y la aplastará
sin tardanzas ni contemplaciones.
Fernando Sánchez Monreal,
director de la Agencia Febus, tiene el automóvil en la calle Fernanflor. Se
dispone a salir inmediatamente con rumbo a Málaga, para ser el primero en
llegar a Melilla en cuanto sea posible. Invita a varios compañeros a
acompañarle y únicamente acepta Luis Díaz Carreño, redactor de «La Voz».
—Mañana estaremos en Málaga,
tal vez en Melilla, y sentiréis no haber venido con nosotros.
(No llegan tan lejos, por
desgracia. Por la mañana están en Córdoba, cuyo gobernador civil es otro
periodista madrileño
—Antonio Rodríguez de León, redactor de «El Sol»— al que
visitan en el gobierno civil, cuando se niega rotundamente a dar armas a los
trabajadores que las piden a voz en grito para rechazar la agresión. Está
discutiendo con ellos cuando se subleva el coronel Cascajo, toma el edificio en
que se hallan y les detiene a todos. Tras unas semanas de encierro, Monreal y
Carreño son puestos en libertad. No pueden volver a Madrid ni marchar a Málaga,
pero sí dirigirse a Valladolid donde sus familias, que veraneaban en San Rafael
han sido conducidas. Cuando llegan a Valladolid alguien les denuncia como rojos
peligrosos y son asesinados).
De noche ya, abandono el
Congreso, donde la animación empieza a disminuir, convencido de que las
noticias puedan estar en otra parte. Me dirijo al café Rex, sito en el primer
trozo de la carrera de San Jerónimo, donde todas las tardes suele reunirse un
grupo de aviadores republicanos entre los que están Ortiz, Romero, Rexach y
Rada. Al entrar encuentro a Antonio Rexach que se dispone a tomar el coche que
le aguarda a la puerta.
—No entres si no quieres,
porque no encontrarás a nadie — dice al verme—. Llevamos muchos días esperando
algo por el estilo. Ni en Getafe ni en Cuatro Vientos nos cogerán dormidos.
Seremos nosotros esta misma noche quienes despertemos a más de cuatro. Como
todos los anocheceres grupos nutridos llenan por completo las amplias aceras de
la Puerta del Sol. Aquí y allá se forman corrillos en los que se discute con
apasionada vehemencia y que se disgregan apenas se acerca alguna pareja de
guardias. Abundan desde luego los transeúntes más o menos apresurados y los
simples curiosos, pero los elementos políticos están en abrumadora mayoría. Los
huelguistas de la construcción cambian impresiones o reciben consignas delante
del Ministerio de la Gobernación que ha declarado ilegal el paro. Algunos
comunistas alzan la voz de vez en cuando en un improvisado mitin relámpago. En
los innumerables cafés se propalan y comentan las últimas noticias, que casi
siempre tienen más de fantásticas que de reales. Delante del Ministerio y en
las bocacalles cercanas retenes de Asalto montan la guardia para impedir
alborotos y manifestaciones.
—Ya sabemos lo de Melilla.
También que esta noche o mañana empezará el bollo en toda España. La lucha será
dura, sangrienta, desesperada, pero los trabajadores vencerán.
Quien habla es Isabelo
Romero, un metalúrgico de veinticinco años, inteligente, decidido y audaz,
secretario del Comité Regional de la CNT. Forma parte también del Comité de
Defensa de la organización y, como el Comité Nacional está detenido a consecuencia
de la huelga de la construcción, es en este momento uno de los militantes
confederales más representativos. He ido en su busca para conocer la actitud
oficial de la Confederación. Como podía suponer por anticipado está dispuesto a
luchar con todas sus fuerzas contra la intentona fascista.
—Casares —añade— espera que
se repita lo del 10 de agosto y le baste con una compañía de guardias de
Asalto. Cuando llegue a darse cuenta de la realidad —si es que llega a dársela—
ya será demasiado tarde. La batalla tendrán que darla los trabajadores unidos y
la CNT está preparada para hacerlo.
Son ya las diez de la noche
cuando llego a la redacción de «La Libertad», en un edificio de la calle de la
Madera, próxima a la Gran Vía. En la redacción encuentro a cuantos a diario
participan en la confección del periódico y a no pocos colaboradores y amigos,
con el director Antonio Hermosilla y los subdirectores Eduardo Haro Delage y
Antonio de Lezama a la cabeza. Pero si hay mucha gente que discute la
situación, son pocos los que trabajan.
—¡Orden terminante de la
censura: ni la más pequeña alusión a Marruecos!
—La táctica del avestruz—me indigno—. ¡Como si a
estas alturas, el silencio sirviera de algo:..!
Como no se puede publicar
una sola palabra de lo que verdaderamente preocupa e interesa en estos
momentos, apenas hacemos otra cosa en toda la noche que hablar, comentar y
discutir lo poco que sabemos de Marruecos y sus inevitables repercusiones en
los días próximos. Como en los pasillos del Congreso, en la redacción de «La
Libertad» se dividen las opiniones. Frente al pesimismo y alarma de quienes
creen que el gobierno está perdiendo sin hacer nada unas horas preciosas y
decisivas, están los que sostienen que Casares cumplirá con su deber y que la
rebelión no tardará en ser aplastada sin necesidad de armar al pueblo como
propugnan los elementos de extrema izquierda.
—Hacerlo sería el caos
—asegura Gómez Hidalgo, diputado de Unión Republicana—. La revolución sería la
muerte de la República.
—¿Prefieres acaso que la
entierren sin lucha los militares monárquicos? —le responde airado Luis de
Tapia Subdirector de «La Libertad», Eduardo Haro, antiguo marino ganado por el
periodismo, se muestra pesimista en el sentido de que las guarniciones
africanas no se habrían sublevado de no contar previamente con la conformidad
de los marinos que aseguren el rápido traslado de sus fuerzas a la Península.
Gómez Hidalgo discrepa, firmemente convencido de que la Marina está lealmente a
las órdenes del gobierno. ¿Pruebas?
—Hace unas horas que tres
destructores salieron de Cartagena con rumbo a Melilla. Llegarán de madrugada y
si los rebeldes no se entregan en el acto los harán entrar en razón a
cañonazos.
Lezama, que acaba de hablar
con dos de los ministros —Augusto Barcia y Marcelino Domingo—, comparte por
entero su opinión. A Casares no le han sorprendido los sucesos de Marruecos
para donde han salido no sólo unos barcos de guerra, sino varios aviones de
bombardeo.
—Cuando le hablaron
asustados por la noticia de la sublevación de Melilla, se echó a reír y comentó
en tono burlón: «¿Dicen ustedes que se han levantado los militares? ¡Pues yo Me
voy a dormir tranquilamente».
Una mayoría de los
redactores y colaboradores de «La Libertad» disienten rotundamente de tan
panglosiano optimismo. Sin embargo, las noticias que se reciben —que no se
reciben, mejor— en el transcurso de la noche parecen dar la razón a Ios que ven
la situación de color rosa. Hablamos telefónicamente con Barcelona, Valencia,
Sevilla, Zaragoza, Valladolid y Bilbao, y en ninguna parte ocurre nada. Como
máximo circulan los mismos rumores que en Madrid, pero ni se ha sublevado nadie
ni parece que las guarniciones respectivas estén dispuestas a lanzarse a una
trágica aventura. En Málaga y Algeciras las gentes dejan volar su imaginación y
circulan bulos de que en todo Marruecos se combate con encarnizamiento, pero
ninguno de esos bulos está confirmado oficialmente. En cualquier caso, cuando
llegaron aquella tarde los transbordadores de Ceuta, Melilla y Tánger existía
absoluta tranquilidad al otro lado del Estrecho. Ahora las comunicaciones están
cortadas, pero se ignora si las ha cortado el gobierno o lo han hecho los
rebeldes. En Madrid hay absoluta normalidad en la Dirección General de
Seguridad.
—Es una de las noches más
tranquilas que recuerdo —afirma el redactor de sucesos, Heliodoro Fernández
Evangelista.
La censura reitera una y
otra vez su prohibición de hablar para nada de lo que pueda estar sucediendo en
Marruecos, pero los propios censores no tienen más noticias que nosotros. De
madrugada ya, una mayoría de redactores del periódico se van a dormir, cansados
de esperar unas noticias que no llegan.
—Cuando nos levantemos
mañana —afirma Gómez Hidalgo—,sabremos que la intentona ha fracasado
estrepitosamente.
Eduardo Haro y yo aguardamos
hasta el cierre del periódico. Son ya las cinco de la mañana cuando, con la
rotativa en marcha, abandonamos la redacción.
—Quienes nos lean hoy
—comenta Haro—, creerán que vivimos en el mejor de los mundos posibles.
Eduardo de Guzmán
La muerte de la esperanza, 1973
Primera Parte: Nuestro día más largo (Así comenzó la Guerra de España)
A raíz de la publicación de la segunda parte de este libro me he comprado la trilogía y es, sencillamente, espeluznante..
ResponderEliminarTe sumerges en esos hechos y vives la desesperación y la rabia de la humillación.
Tristisimo.
Estoy esperando recibir el de Carlota O'neill "Una mujer en la guerra de España"
De obligada lectura José Antonio.
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