ーEstaba cagando tan tranquilo y estos hijos de puta me han dado un tiro en el culo -y añadía-: A traición, porque no tienen cojones para atacar de frente.
Y el Ferrán, que era un cachondo le replicó:
ーPues tú tampoco estabas muy de frente, porque estabas mirando al enemigo con el ojo del culo. O sea, que estabas cagando en retirada.
Le sacaron la bala que se le había alojado en una nalga, le taponaron la herida y, como no le podían vendar el culo, le pusieron una gasa con un esparadrapo en forma de cruz. El cachondeo fue en aumento.
ーAhora mira dónde cagas, porque con la equis en el culo eres como un tiro al blanco.
Entre el lugar donde nosotros estábamos parapetados y el lugar donde se suponía que estaba el enemigo, había un valle, y en el valle un pequeño pueblo abandonado, creo recordar que se llamaba Sieteiglesias. Durante el día y con mucho cuidado, nos acercábamos hasta el pequeño pueblo y entrábamos en un bar abandonado en el que había un organillo. Tocábamos el organillo y el enemigo de inmediato nos disparaba, con fusiles o con ametralladora. Por la distancia no nos llegaban las balas, pero disfrutábamos haciendo que gastaran su munición. En esa aldea nos encontramos una cabra flaca, nos la llevamos de mascota y le pusimos de nombre Margarita. La cabra no tenía leche ni para un cortado. Sus ubres estaban arrugadas y secas y era imposible ordeñarla como habíamos hecho en Sigüenza con la vaca. Nos encariñamos con aquella cabra. Le dábamos de comer para ver si engordaba y se llenaba de leche, pero ni por esas. De Madrid no nos llegaban provisiones, ya habíamos terminado con todo lo comestible, y allí, en la sierra, no había dónde buscar comida. Después de discutirlo, se llegó a la conclusión de que la única solución para matar el hambre era comernos la cabra. Pero, ¿quién tenía valor para matar a Margarita? La cabra, cada vez que nos acercábamos a ella, dejaba de comer hierba, levantaba la cabeza y nos miraba con una mirada muy particular. Nadie se atrevía a terminar con la mascota, unos por superstición -"Matar a la mascota nos va a traer mala suerte", argumentaban-, otros por razones humanitarias. De todos modos, por una u otra razón, nadie tenía valor para matar a aquella cabra flaca que, estoy convencido, había adivinado nuestras intenciones.
Y pasaron los meses con tiroteos y desplazamientos cortos, vino el mes de diciembre y empezaron los fríos. La sierra se cubrió de nieve. Como no nos llegaban alimentos, decidimos comernos a Margarita. Alguien tuvo coraje para matarla, trocearla y asarla al fuego. Yo me sentí incapaz de comer aquella carne, y como yo, algunos más; otros no tuvieron ningún reparo en hacerlo. Y como para que nos sintiéramos culpables de aquella crueldad, al día siguiente nos anunciaron el envío de mantas y comida.
Miguel Gila
Entonces nací yo. Memoria para desmemoriados
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