Aunque el carnet militante lo
recibí mucho más tarde en Chile, cuando ingresé oficialmente al
partido, creo haberme definido ante mí mismo como un comunista durante la
guerra de España. Muchas cosas contribuyeron a mi profunda convicción.
Mi contradictorio compañero, el poeta nietzscheano León Felipe,
era un hombre encantador. Entre sus atractivos el mejor era un anárquico
sentido de indisciplina y de burlona rebeldía. En plena guerra civil se
adaptó fácilmente a la llamada propaganda de la FAI (Federación Anarquista
Ibérica). Concurría frecuentemente a los frentes anarquistas, donde
exponía sus pensamientos y leía sus poemas iconoclastas.
Estos reflejaban una ideología vagamente ácrata, anticlerical, con
invocaciones y blasfemias. Sus palabras cautivaban a los grupos anarcos
que se multiplicaban pintorescamente en Madrid mientras la
población acudía al frente de batalla, cada vez más cercano. Los
anarquistas habían pintado tranvías y autobuses, la mitad roja y la mitad
amarilla. Con sus largas melenas y barbas, collares y pulseras de
balas, protagonizaban el carnaval agónico de España. Vi a varios de ellos
calzando zapatos emblemáticos, la mitad de cuero rojo y la otra de cuero
negro, cuya confección debía haber costado muchísimo trabajo a
los zapateros.
Y no se crea que eran una farándula inofensiva. Cada uno llevaba
cuchillos, pistolones descomunales, rifles y carabinas. Por lo general se
situaban a las puertas principales de los edificios, en grupos que fumaban
y escupían, haciendo ostentación de su armamento. Su principal preocupación
era cobrar las rentas a los aterrorizados inquilinos. O bien hacerlos
renunciar voluntariamente a sus alhajas, anillos y relojes.
Volvía León Felipe de una de sus conferencias anarquizantes, ya
entrada la noche, cuando nos encontramos en el café de la esquina de mi
casa. El poeta llevaba una capa española que iba muy bien con su barba
nazarena. Al salir rozó, con los elegantes pliegos de su atuendo romántico. a
uno de sus quisquillosos correligionarios. No sé si la apostura de antiguo
hidalgo de León Felipe molestó a aquel "héroe" de la
retaguardia, pero lo cierto es que fuimos detenidos a los pocos pasos por un
grupo de anarquistas, encabezados por el ofendido del café. Querían
examinarr nuestros papeles y, tras darles un vistazo, se llevaron al poeta
leonés entre dos hombres armados.
Mientras lo conducían hacia el fusiladero próximo a mi casa, cuyos
estampidos nocturnos muchas veces no me dejaban dormir, vi pasar a dos
milicianos armados que volvían del frente. Les expliqué quién era León
Felipe, cuál era el agravio en que había incurrido y gracias a ellos pude
obtener la liberación del amigo.
Esta atmósfera de turbación ideológica y de destrucción gratuita
me dio mucho que pensar. Supe las hazañas de un anarquista austriaco,
viejo y miope, de largas melenas rubias, que se había especializado en dar
"paseos". Había formado una brigada que bautizó "Amanecer"
porque actuaba a la salida del sol.
—No ha sentido usted alguna vez dolor de cabeza? —le preguntaba a
la víctima
—Sí, claro, alguna vez.
—Pues yo le voy a dar un buen analgésico —le decía el anarquista
austriaco, encañonándole la frente con su revólver y disparándole un
balazo.
Mientras esas bandas pululaban por la noche ciega de Madrid; los
comunistas eran la única fuerza organizada que creaba un ejército para
enfrentarlo a los italianos, a los alemanes, a los moros y a
los falangistas. Y eran, al mismo tiempo, la fuerza mora, que mantenía la
resistencia y la lucha antifascista.
Sencillamente había que elegir un camino. Eso fue lo que y hice en
aquellos días y nunca he tenido que arrepentirme de mi decisión tomada
entre las tinieblas y la esperanza de aquella época trágica.
Pablo Neruda
Confieso que he vivido. Memorias
Capítulo 6 - Salí a buscar caídos
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