Me acuerdo perfectamente de la primera vez que las manos de Víctor tocaron las mías. Fue un momento decisivo para ambos, que determinó un cambio en nuestra relación y el comienzo de largos años de felicidad -una felicidad que no todo el mundo tiene la suerte de conocer- una felicidad de la cual se tiene plena conciencia, en que lo único que se teme es que sea demasiado perfecta como para que dure eternamente. Ella terminó para siempre el 11 de septiembre de 1973.
Estábamos
en el Parque Forestal de Santiago. Era en noviembre, una tibia noche de
primavera; comenzaba la Primera Feria de Artes Plásticas, a orillas del
Mapocho: la primera exposición de arte al aire libre que se hacía en
Santiago. Había pinturas por todas partes, esculturas, grabados,
artesanía, cerámicas. Buenas, malas y regulares. Había stands con
mariposas, ángeles y flores de Rari, hechos con crin de vivos colores;
chanchitos y guitarreros de Quinchamalí, de greda negra brillante, decorados
con un fino trazo de flores blancas; ponchos y frazadas venidos del norte y del
sur. El aire estaba saturado de olores a carbón quemado y humeante, del
aroma de las cebollas que venía de los stands donde vendían vino y empanadas;
del humo de las chimeneas de los buquecitos de latón blanco, puestos
bamboleantes de maní tostado y confitado. Había una muchedumbre, e
innumerables niños a pesar de la hora avanzada. El suelo era áspero y
polvoriento, y con el alumbrado tan irregular era fácil caer en hoyos que uno
no se esperaba. Allí vi por primera vez a Violeta Parra, sentada en un
transatlántico, rodeada de sus tapicerías, de sus hijos y de sus instrumentos
musicales. Alguien tocaba la guitarra muy cerca. A la luz de las
ampolletas desnudas colgadas de los árboles, los tapices de Violeta brillaban
con vida propia.
Víctor
la saludó, bromeó con ella mientras pasábamos, y fue cuando nos alejábamos del
ruido, de las luces y de la gente de la exposición, bajo los grandes árboles
del parque, que Víctor tomó mi mano, y comprendimos que allí terminaba nuestra
soledad.
Una de
las primeras conversaciones que tuvimos fue en mi departamento de la calle
Seminario, sobre el antiguo convento. Las ramas del viejo cedro que crecía
abajo, en el patio, sombreaban las ventanas, y a través de ellas veíamos
aparecer las luces en la cumbre del Cerro San Cristóbal y el cielo límpido de
la tarde de Santiago. Víctor era alumno de la escuela de Teatro. Yo era
bailarina y profesora. Hablamos de eukinética, del tacto como medio de
comunicación y como expresión del carácter humano, de lo que hay de específico
en la forma como la gente toca a los demás, a los objetos que la rodean, en la
forma como palpa el aire mismo; del paso de un hombre o de un mujer, que es
también un aspecto del tacto (¿Por qué algunos pies maltratan los zapatos,
arruinándolos, dejándolos deformes, mientras que otros tienen una pisada
liviana y dejan su envoltura intacta?). Hablamos de cuán esenciales son
para todo artista que se sirve del cuerpo humano como instrumento expresivo, la
sensibilidad y la conciencia de todos estos factores; pero también para los
demás seres humanos, porque les da un sentimiento más rico de la comunicación
con sus semejantes y con el mundo que los rodea.
La
palma de las manos de Víctor es ancha, casi cuadrada. Sus dedos son largos
y ágiles, y él sabe juntarlos curvándolos, como las bailarinas hindúes.
Sus manos son callosas, pero flexibles y expresivas; las uñas cortas y
redondeadas, muy frágiles; el tacto leve y delicado, pero cálido y firme; con
él Víctor puede expresar el amor y la ternura. Su tacto me enseñó a
derribar mis alambradas, a relajarme, a ser feliz siendo yo misma, porque él me
ama y me necesita con todos mis defectos.
En
muchas de sus canciones Víctor utilizó el símbolo de la mano humana para
expresar sus sentimientos y sus ideas. En una de las más antiguas, escrita
en el curso de nuestros primeros años juntos, él dice:
Yo no
creo en nada
sino en el calor de tu
mano con mi mano,
por eso quiero gritar
no creo en nada
sino en el amor de los seres humanos ...
por eso quiero gritar
no creo en nada
sino en el amor de los seres humanos ...
Es una
canción con recuerdos de su propia infancia, visión de la pobreza sórdida,
entre un padre borracho y una madre que se mató trabajando. No había
dinero para comida, pero sus padres adquirían sin cesar cirios para comprar la suerte ante
las imágenes de los santos.
Las
manos de Víctor eran hábiles no sólo para tocar su guitarra. Era elpapi a quien las
niñas esperaban cuando había una astilla que desenterrar o una herida que
curar, porque sus manos eran seguras y suaves y el dolor era menor bajo su
contacto.
En su
infancia, Víctor aprendió lo que es el trabajo con las manos, supo cuánto
tiempo entraba,
de labor y de la vida, en un campo labrado, la rueda o el yugo de un arado, en
una marmita de greda. Sus únicos bienes preciosos, fuera de su guitarra,
eran objetos fabricados por las manos del pueblo que él amaba y cuyos
sufrimientos y luchas eran los suyos: una copa de madera rústica, que los
araucanos habían usado durante años para sus alimentos; frazadas y ponchos
tejidos por los campesinos durante los meses de invierno, al término de la
cosecha; un lazo de cuero trenzado gastado por el uso.
El lazo
dio origen a una canción dedicada al anciano que lo hizo, un viejo que vivió
toda su vida en el pueblecito donde Víctor pasó una parte de su infancia:
Lonquén. Está enclavado en las colinas al suroeste de Santiago, cerca de
la gran ciudad, pero completamente alejado de ella. En la canción de
Víctor las manos del anciano se transforman en un símbolo de vida y de trabajo
duro:
Sus
manos siendo tan viejas
eran fuertes para trenzar,
eran rudas y eran tiernas
como el cuero del animal.
El lazo como serpiente
se enroscaba en el nogal
y en cada lazo la huella
de su vida y de su pan.
Cuánto tiempo hay en sus manos
y en su apagado mirar
y nadie ha dicho -está bueno,
ya no debes trabajar.
eran rudas y eran tiernas
como el cuero del animal.
El lazo como serpiente
se enroscaba en el nogal
y en cada lazo la huella
de su vida y de su pan.
Cuánto tiempo hay en sus manos
y en su apagado mirar
y nadie ha dicho -está bueno,
ya no debes trabajar.
Víctor
hizo también una canción sobre las manos de Angelita Huenumán, una india
mapuche que, en una minúscula pieza sombría, con suelo de tierra, hacía en su
telar frazadas de colores con dibujos extraordinarios. Utilizaba lana
hilada y teñida por ella misma, de los corderos que ella también criaba y
cuidaba. Angelita vivía con unniñito, lejos de todo, entre los lagos, los
bosques y las montañas de Arauco:
Sus
manos bailan en la hebra
como alitas de chincol,
es un milagro cómo teje
hasta el aroma de la flor.
En sus telares Angelita
hay tiempo, lágrima y sudor,
están las manos ignoradas
de mi pueblo creador.
es un milagro cómo teje
hasta el aroma de la flor.
En sus telares Angelita
hay tiempo, lágrima y sudor,
están las manos ignoradas
de mi pueblo creador.
Los
años sesenta dieron un nuevo impulso a la lucha por una sociedad más justa y
suscitaron exigencias más perentorias de cambios fundamentales. En estas
condiciones, el compromiso de Víctor también maduró, y en 1969 escribió La plegaria a un labrador,
en donde la mano del hombre ya no es sólo un símbolo de amor que une a los
individuos. Ahora pasa a ser un símbolo de orgullo y de reconocimiento de
la propia identidad, un símbolo de fuerza y de lucha colectiva por una causa
común:
Levántate
y mira la montaña
de donde viene
el viento, el sol y el agua.
Tú que manejas el curso de los ríos,
tú que sembraste el vuelo de tu alma,
levántate
y mírate las manos,
para creer estréchala a tu hermano;
juntos iremos
unidos en la sangre,
hoy es el tiempo que puede ser mañana.
de donde viene
el viento, el sol y el agua.
Tú que manejas el curso de los ríos,
tú que sembraste el vuelo de tu alma,
levántate
y mírate las manos,
para creer estréchala a tu hermano;
juntos iremos
unidos en la sangre,
hoy es el tiempo que puede ser mañana.
La Plegaria a un labrador fue
escrita un año antes que Allende llegara a ser presidente de Chile. Los
cuatro años de vida que le quedaban, Víctor los consagró a aquello en lo cual
él más creía: el gobierno de la Unidad Popular, la posibilidad de construir un
Chile socialista e independiente por medios pacíficos.
Víctor,
director de teatro de éxito, cantor y compositor popular, seguía, sin embargo,
al lado de la gente con que había nacido: los obreros y los campesinos de
Chile. El decía: La
mejor escuela de arte es la vida misma. Decía también: A veces quisiera ser diez personas
para ayudar en todo lo que hay que hacer. Pasó sus últimos cuatro
años componiendo, cantando, recorriendo todo Chile y América Latina, listo en
todo momento a cumplir la tarea que fuera necesaria. Yo lo veo en el campo,
bajo el sol enceguecedor, ayudando en la cosecha de maíz, desmembrando la
planta de arriba abajo con gran habilidad; y durante la pausa consagrada al
reposo, sentado en la tierra seca y polvorienta, bajo los eucaliptos, listo
para tocar la guitarra y cantar, escuchar o discutir. Lo veo en una bodega
haciendo equilibrios arriba de una enorme pila de sacos de azúcar. Está
desnudo hasta la cintura y transpira. Es una dura faena levantar los
pesados sacos y ordenarlos a la velocidad con que los grupos de trabajadores
voluntarios los traen desde los vagones del Ferrocarril. Todos ellos
luchan contra las consecuencias de la huelga de los dueños de camiones que la
CIA financia para paralizar Chile. Víctor ríe y bromea. Su
entusiasmo es contagioso, y a su alrededor todos trabajan mejor en equipo.
Once de
septiembre de 1973: Día de la monstruosa y criminal agresión militar contra el
pueblo chileno; día en que se desencadena el fascismo.
Víctor
deja la casa para presentarse en su lugar de trabajo: la Universidad Técnica
del Estado. Víctor es hecho prisionero junto a muchos más y llevado al Estadio
Chile, lugar donde antes se han celebrado tantos festivales de la canción.
Víctor es allí humillado, golpeado, torturado, como tantos otros. Le
quiebran las manos. Luego lo acribillan hasta matarlo, y su cuerpo es
arrojado a la calle y recogido después por una patrulla, que lo lleva hasta la
morgue de la ciudad. Allí lo encuentro yo, entre montones de cuerpos de
estudiantes, de trabajadores, de profesores. Allí entiendo de verdad lo
que significa el fascismo. Querría morirme, pero es necesario que yo siga
viviendo, aún con el suplicio de Víctor incrustrado dentro de mí. Saco
fuerzas de su vida y de su coraje.
En
alguno de esos cinco días Víctor escribió:
Sólo
aquí
diez mil manos que
siembran
y hacen andar las fábricas
Somos diez mil manos
manos que no producen.
¿Cuántos somos en toda la patria?
La sangre del compañero presidente
golpea más fuerte que bombas y metrallas.
Así golpeará nuestro puño nuevamente.
y hacen andar las fábricas
Somos diez mil manos
manos que no producen.
¿Cuántos somos en toda la patria?
La sangre del compañero presidente
golpea más fuerte que bombas y metrallas.
Así golpeará nuestro puño nuevamente.
Los
fascistas chilenos convirtieron las manos de Víctor en un símbolo de los
monstruosos crímenes que han cometido contra el pueblo de Chile, en un símbolo
del horror y de la represión. Pero yo me acuerdo de ellas como de un
símbolo de amor, de vida, de felicidad; y yo he sentido, cada vez más, el calor
de miles y miles de manos solidarias tendidas por hombres del mundo entero.
Veo a
Víctor de pie en un estrado al aire libre, en Santiago, frente a una multitud;
en el océano de rostros humanos hay obreros, mineros, campesinos, familias
venidas de las poblaciones, estudiantes, hombres, mujeres y niños de
Chile. Esta masa enorme bulle con una vida propia, y encontrarse en medio
de ella, con su aire de fiesta, su euforia, su resolución, con las banderas
llameando sobre las cabezas, es una experiencia que no olvidaremos
jamás. Y ese pueblo canta junto a Víctor:
Aprendí
el vocabulario
del amo dueño y patrón.
Me mataron tantas veces
por levantarles la voz.
Pero del suelo me paro
porque me prestan las manos,
porque ahora no estoy solo,
porque ahora somos tantos.
Me mataron tantas veces
por levantarles la voz.
Pero del suelo me paro
porque me prestan las manos,
porque ahora no estoy solo,
porque ahora somos tantos.
Joan
Turner
Araucaria de Chile n°2 - Francia, 1978
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