Fue en el momento de sentarme en el banco de sucia madera de
aquella placita de Alcalá de Henares cuando todo mi cuerpo desentumeciéndose
tomó conciencia de que era libre. Puse la maleta muy cerca de mí, por miedo a
perderla, en ella estaban apretados con cinta de colores una parte de mi vida;
la menos negra de casi la mitad de mi existencia. Allí guardaba cartas que
amarilleaban por el paso del tiempo, y también las de la semana anterior;
largos años de esperanzas y decepciones; fotografías de toda una vida, de
niños que nacieron durante mi prisión y de otros que se hicieron adultos;
regalos de todos los cumpleaños llegados recorriendo caminos carcelarios. En
todo ello se encerraba el cordón umbilical que me mantenía ligada a los míos a
través del tiempo y las distancias.
De pronto mi pensamiento se embargó con el
deseo palpitante de correr hacia ellos, besar, acariciar, hablar sin rejas ni
controles. Rodearme de mi pequeña tribu, que habían seguido mis pasos sin una
queja, llevando mi vida pegada a la suya. Sentí mis raíces muy hondas, muy dentro de
mí, y también que eran mi atalaya en mi futura vida.
Y mi primera parada, en un
taxi, con un taxista atónito, fue en la calle de Trafalgar nº 13, en Madrid,
donde hacía algunos años que vivía mi hermana Alicia, la menor de las tres
hermanas.
Había tomado el taxi en la misma placita de Alcalá, me acerqué al
hombre del volante y le pregunté: “¿me puede llevar a Madrid?”, en el bolsillo
llevaba cuatrocientas pesetas y el billete de tren pagado por la prisión, pero no
tuve paciencia para esperar; el hombre me miró y me preguntó si venía de algún pueblo, le contesté, “no,
acabo de salir del penal”, “¿¡cómo!?, no tiene usted cara de ladrona”; “no lo
soy señor, soy comunista, he estado veinte años en prisión”. Pareció enloquecer,
salió del vehículo agitado y con voz irritada me dijo: “no puedo llevarla, no
puedo llevar a una comunista”, “bien, dígame por favor, donde hay otro taxi y
si tendré bastante para pagarle con cuatrocientas pesetas”, “le sobra, le sobra
con ese dinero”.
Cogí la maleta y cuando le daba la espalda me tocó en el brazo
y musitó, “vamos, pero en mi coche no diga que es comunista, tampoco lo de la cárcel”. Cuando enfilamos la carretera
hacia Madrid, temía que nos estrellásemos, su velocidad me parecía vertiginosa
y no dejaba de mirarme por el retrovisor. Llegué a Madrid mareada por el olor a
gasolina y el vértigo de la carretera. Al llegar, aquel hombre, que no me había
permitido decir una palabra dentro de su coche por si le contaminaba, cobró su
carrera y salió de estampida.
Este fue mi primer contacto con la calle y los
hombres “libres”. Cuando arrancó el coche, me quedé parada en la acera, todo me
era confuso, la hilera de árboles me tapaba el número de los edificios, no veía bien, no encontraba el nº 13, entonces no sabía
muy bien si era porque tenía los ojos llenos de lágrimas o que el mareo me lo
impedía, al fin lo vi, y entré llena de aprehensión en el portal. Sabía que
vivía en un bajo, y busqué la escalera para bajar, cuando llamé a la puerta, el
corazón me palpitaba con tal fuerza que le sentía en las sienes.
Mi hermana me
miró en aquella penumbra de un pasillo estrecho, y cuando con una exclamación
de inmensa sorpresa y alegría nos fundimos en un abrazo, ella sollozando decía;
“¿te has escapado, verdad?, ¿te has escapado?”, y corriendo cerró la puerta detrás de mí. Su incredulidad era
tanta que yo le explicaba: “¡estoy en libertad, hermanita, estoy en libertad!”.
La conciencia de que no era fuga, sino que era libre, fue una explosión de
alegría y amor, no podíamos separarnos, estábamos solas, y mi querida Alicia,
en medio de toda su alegría, comenzó una actividad febril para avisar a la
familia. Mi hermana Laura, mi hijo y mamá vivían en Barcelona; mis hermanos
Joaquín y Andrés en Francia.
A las cuatro de la madrugada tenía a mi hijo en
mis brazos, había viajado en el avión llamado el “golfo”. Es difícil traducir en palabras cuál es el sentimiento cuando te invade una
ternura infinita, y no te deja liberarlo; esa especie de remordimiento, que has
llevado durante tantos años contigo, y que se te hace tangible y doloroso, por
todo lo que no le has dado; por tus ausencias a su lado, por sus añoranzas y
las tuyas. Nos conocíamos mucho, y nos unía un cariño entrañable. Desde el
primer momento supimos que siempre seríamos amigos, y ni un solo momento
tuvimos de extrañeza, creo que ese fue el peldaño más firme para remontar el
impacto.
Andrés, el menor de mis hermanos, aquel niño que con un aro en la puerta haciendo que jugaba iba
avisando en aquellos últimos días de la guerra, burlando a la propia policía de
la “Junta de Casado”, que estaba a la caza de comunistas, agazapados
esperándoles en sus propios hogares. El niño Andrés, que por propia iniciativa
se puso a rodar el aro enfrente del portal de nuestra casa que ya la había
tomado la policía. Salvó avisándoles a unos seis dirigentes de una detención
segura.
Mi Andrés se presentó en doce horas de Lyon a Madrid. Quince años sin
vernos, sólo por fotografías, los mismos que estaba viviendo en tierras francesas. Me asombró, Andrés era un hombre fascinante, de lenguaje fluido e
inteligente, lleno de ideas, generoso y entrañable para la familia. Cuando la
alegría le serenó, me miraba tan hondamente, como si buscase en mí todavía
aquella joven veinteañera que era su hermana mayor, reidora y feliz.
Estuve
cuatro días en Madrid, y uno completo se lo dediqué a Mariana, Adela y Paquita,
ellas eran también parte consustancial de mi vida. Nos reunimos las cuatro en
tierra de nadie. Elegimos la Casa de Campo, que tanto habíamos añorado.
Alrededor de una mesita a la orilla del lago; nos dimos cuenta de cuánto nos necesitábamos. Yo, sólo llevaba cuarenta y
ocho horas en libertad y tenía una borrachera de felicidad, pero algo me
sorprendió en el talante de las tres. Pasada la euforia del encuentro, percibía
casi tanta tristeza en sus ojos, que tan bien conocía, como en nuestros años de
presidio. Ellas preguntaban sin parar, por las compañeras de prisión, en qué
régimen se vivía en aquel momento, si me llegó “esto o aquello”, me di cuenta
que a pesar de llevar dos años Paquita y Adela y cuatro Mariana en libertad,
todavía estaban “dentro”, “¿qué pasa?”, me pregunté. Y como no hablaban de sí mismas, dije, “¿y vosotras, sois felices?”… Sí, ¡claro! que lo
eran, pero… algo no marchaba. Su lenguaje era todavía un poco carcelario; me
dijeron que no entendían muy bien a la gente; las modas eran un “poco
horribles”; la sociedad competitiva que ya empezaba a despuntar las confundía;
mantenían todos los tics de la cárcel, y tuvieron que hacer un esfuerzo para
dejar de hablar de ésta porque cansaron a familiares y amigos. Donde mejor se
encontraban era cuando se reunían las tres. Su trabajo, la familia y su
actividad en la lucha clandestina las compensaba de su todavía desajuste con la
sociedad. Sin embargo, la actividad política estaba dando sus frutos. La
extensión de la lucha antifranquista que ya por los años 60 invadía grandes
franjas de la sociedad; intelectuales, universitarios, profesionales y sobre
todo el resurgir del movimiento obrero organizado. No me dijeron en qué sector
de la clandestinidad estaban encuadradas, pero hablando de los avances se les
iluminaban los ojos y parecían más jóvenes.
Fue un día feliz. Sentíamos las
mismas sensaciones, ellas degustaban las pequeñas cosas de la libertad como el
primer día de su salida. El aire, el sol, tomar un sendero elegido, beber agua sin medida, pagar con
dinero contante y sonante, oír los pájaros, las voces a tu lado, abrazarte sin
cortapisas. Hoy, después de treinta años de vivir fuera de la prisión, aún me
emociona abrir un grifo de agua; apagar o encender la luz cuando lo deseo;
abrir y cerrar mi puerta; elegir un libro…, todo aquello que pasa desapercibido
cuando nunca has carecido de ello; y pido a mi memoria que nunca me lo haga olvidar.
Mis tres amigas no habían encontrado todavía el camino del amor. Mariana se
consideraba una eterna solterona, era exigente y obstinada y se sentía incapaz “de aguantar las estupideces de los hombres”, y en
ese argumento resumía toda su frustración. Adela aún mantenía vivo el recuerdo
de su marido; yo la comprendía porque en cada esquina el recuerdo de Emilio,
después de 18 años, se me agigantaba. Y Paquita, mi pobre Paquita, mantenía a
su madre inválida; su hijo, desde que salió ella, se desentendió de la abuela y
de la madre. Nos despedimos faltándonos aún muchas cosas por contar.
Sólo
estuve cuatro días en Madrid y los viví como en una nube, y no recuerdo con
nitidez más que la infinita pena que sentí, al despedirme de mi Alicia; ella por estar más cerca del penal, era la que me visitaba
con mayor frecuencia; la tumba de Emilio, que la cubrimos de claveles rojos; y
el día gozoso que pasé con mis tres amigas. Llegué a Barcelona, y mamá y Laura
me esperaban consumidas de impaciencia.
Hice el viaje de Madrid a Barcelona en
el coche de Andrés, con mi hijo y mis sobrinos, los dos hijos de Alicia; Luis y
Eugenio.
La sorpresa e incredulidad de mi presencia fue dando paso a una
realidad hermosa. Estaba allí, con ellos y entre ellos, y todo era solicitud a
mi lado, mi hijo me acariciaba y miraba constantemente; él me había visto más detrás de las rejas que
fuera, mi imagen no estaba distorsionada, su mirar era de asombro porque lo que
creía imposible se había hecho realidad; pero mamá y Laura buscaban detrás de
mi cara, la cara de aquella muchacha de abundante cabellera rubia, de ojos
inocentes y la risa a flor de labios, aquella hija y hermana feliz y alegre.
Ahora sólo veían una mujer de 44 años, de pelo grisáceo, con los ojos tristes y
un gesto de amargura en la boca. Se esforzaban para que yo me “reinsertase”,
pero una tristeza inexplicable, que no era consciente de ella, empezó a
invadirme toda.
En aquellos primeros meses de libertad cayó sobre mí una
desgracia mayor que la de la misma prisión.
Perdí a mi madre. Fueron los
primeros meses de mi alucinamiento, siempre llevaré en mi corazón el amor
inmenso que siento por ella y la gratitud infinita que le debía por todo su
sufrimiento. Cuando me vio fuera de aquellos muros, recuperando mi ser natural,
se fue, y de nuevo y para siempre quedé incompleta.
Los dos primeros años de
libertad fueron muy duros. Encontré un mundo desconocido y no supe adaptarme a
él. Toda su fisonomía había cambiado, cuando nos privaron de libertad
aún se palpaba la guerra en una posguerra que era una prolongación de la misma.
Habían desaparecido los frentes, pero el hambre, los hombres y las mujeres
huidos al monte, otros escondidos en las ciudades y los campos; las ciudades y
los pueblos destruidos; la persecución, los lutos y las lágrimas. Todo
configuraba una guerra sorda e inmisericorde, sin tregua. Los que se fueron
huidos y los prisioneros llevábamos en la retina la pobreza y en la mirada de
todos los vencidos la solidaridad. En los largos años de cárcel, encerrados y aislados, vivimos de los de fuera, a nosotros
se nos paró la vida, y al chocar con una realidad de la cual ignorábamos muchas
cosas, nos hacía sentir como intrusos. La mezcla que se había operado en la
sociedad, la “normalidad” de la vida; el crecimiento de los míos, con sus
identidades y familias propias, sus proyectos acorde con su tiempo, pero aún no
era el mío. Todo me era extraño, retenía en la memoria aquellos casi niños y ni
las cartas, ni las fotografías, ni el cariño fiel y hermoso que siempre estuvo
vivo fueron capaces de situarme en la medida del tiempo que transcurría.
Después he sabido que aún salía con una gran carga de ingenuidad y
romanticismo.
Después… ese después largo, de escapadas, de convicciones
quebradas, del canto del gallo, con muchas negaciones y menos afirmaciones.
Aquel después del lejano año sesenta, lo hemos vivido a grandes trancos y pocas
paradas.
Sin embargo, a través de más de treinta años, tantos como para hacerse
adulta la tercera generación de los “vencidos de la guerra del 36”, a una gran
mayoría de aquellos vencidos se nos hace comprobable que cuando la represión, en cualquiera de sus
formas, se convierte en método de cotidianidad automática por la Ley de las
Reglas hay que combatirla, aunque eso signifique volver a empezar.
Pero no es
verdad, nunca se vuelve a empezar de nuevo, el cuerpo social es como el cuerpo
humano, tienen sus resortes que funcionan igual que el organismo para combatir
una enfermedad infecciosa. Los anticuerpos sociales son la lucha que nos
precedió, la memoria que aunque se quiera, no puede enterrarse, el dolor de los
que sufrieron que va dejando huella casi invisible. El forcejeo de aquellos “vencidos” fue largo. No
pudimos ni quisimos olvidar, ni tampoco desertar; trabajamos en la clandestinidad
durante los casi cuarenta años de dictadura y en esta democracia no hemos huido
desencantados, aún tenemos mucho que hacer y decir. La deserción puede darse
por múltiples causas, pero ninguna justifica enterrar en el olvido un pasado de
ignominias.
¿Qué fue de las jóvenes veinteañeras, de la celda nº 9, 3.ª
galería, de la Prisión de Ventas?
En el 1º de mayo del 93 sólo nos reunimos en la manifestación
como desde hace tres años Mariana y yo. No quedamos más que las dos en Madrid
de las once que convivimos apiñadas y solidarias en la celda 9, en la primera
hornada, antes de que comenzaran las expediciones masivas para los penales
repartidas por todo el Estado.
El vuelo de Julia y Carmen fue corto, las dos
fueron fusiladas. Julia “la romántica” y Carmen, la vieja luchadora, que se
quedó en la galería de condenada, de la que yo salí conmutada, ella tuvo peor
suerte. Mary, Amalia y Josefina murieron de hambre en los penales de Saturrarán y Durango. La dulce Josefina, que era capaz
de “amansar” a “la Veneno”, no pudo vencer su propia hambre. Mary, la rebelde,
Mary que su quejido de hambre en la celda 9 era como un aullido, murió en
Saturrarán y Amalia le siguió a los pocos meses.
Alcanzamos la libertad seis de
las once. Nos reunimos dos veces con Berta y Carmela y fue en dos entierros; en
el 72, Dña. Justa, nuestra directora de folklore regional en la prisión. Las
dos vivían lejos de Madrid, Berta en Canarias y Carmela, la que lloraba por
desamor, en Oviedo. Ambas casadas y retiradas de toda actividad aunque continuaban siendo militantes.
El otro entierro que nos juntó fue el de Dolores Ibárruri, en noviembre del 89.
Yo volví a Madrid en el año 63. Mi hijo fue trasladado por su trabajo, y nos
instalamos en casa de Alicia. Mis dos sobrinos, Luis y Eugenio, ya estudiantes.
No éramos unos desconocidos, desde su nacimiento supieron de mí, y mi hijo era
como un hermano más. Crecieron juntos, yendo a la cárcel a visitar a “tía
Leonor”, y hasta que cumplieron catorce años, como anteriormente mi hijo, los
tuve conmigo en el interior de la prisión dos veces por año por las
festividades de la Virgen de la Merced y Reyes. Los tres muy niños, conocieron
las prisiones por donde iba pasando, por “dentro”, y de ellos recibí muchas
caricias, y el gozo inmenso de oír y ver su parloteo y sus risas, que llenaban
impregnando las celdas carcelarias. La relación de confianza y camaradería que
se estableció entre los jóvenes y nosotras fue un bálsamo para mí, y recuerdo
aquel período como uno de los más apacibles de mi vida.
Mi hijo estaba a mi
lado y éramos amigos.
Nos faltaba Laura y su núcleo. Tenía dos hijos preciosos
todavía niños, Gema y Javier, tan extraordinariamente graciosos como despiertos, ya
los jóvenes no llenaban su hueco. Y nuestro cuñado, que era mucho más que eso;
y mis hermanos Joaquín y Andrés. Pero en veinte años la vida nos había
dispersado. No sé si pudieron elegir, pero aquellos niños salidos de la
“Córrala de Espino” habían remontado con tesón y éxito las penurias de los años
del hambre.
Al fin me había centrado. Todos me ayudaron, el reencuentro en
Madrid hizo el resto.
En ese tiempo mi hijo se casó con su novia de siempre,
Marieta, una joven catalana, que yo conocía por fotografías. Tuvieron tres hijos, mis
nietos: Alexis, Lina y Sonia; que ya viven sus propias vidas. Siendo la tercera
generación de nuestras raíces, y pronto pondrán en pie la cuarta generación,
¡quién me lo iba a decir! Ya voy a ser bisabuela.
Mi hijo y mis sobrinos a
mediados de los 60 se organizaron y al principio de los 70 sufrieron persecución
y cárcel.
De nuevo Laura y Alicia volvieron a tocar el mundo de las prisiones.
Por esa época yo estaba en Francia. Crucé la frontera clandestinamente y volví
de igual forma a los dos años. Fue en París donde se me abrieron nuevos
horizontes,
aprendí algo tan importante como sentir mi ser de mujer. Fueron
las “petroleras” parisinas las que me abrieron un mundo de ideas nuevas. Y
empecé a mirarme de forma distinta, y encontré que una parte de mi mente jamás
había funcionado, y mil preguntas nunca articuladas, a pesar de haber vivido en
un mundo de mujeres parte de mi vida, se agolparon y tuvieron respuesta. Y uní
a los ideales de toda mi vida los ideales del feminismo, porque esa batalla
será la más larga, dura y justa que ganará la mitad de la humanidad más
oprimida de todos los tiempos.
Se lo expliqué a mis tres amigas, me miraron asombradas y se dijeron, “las mujeres comunistas ya
luchamos por todos los oprimidos”, fueron tan rotundas que comprendí que
aquella parte de su mente cerrada aún tenía candados.
A finales de los sesenta
encontré de nuevo el amor, también Adela y Paquita; Mariana se ha quedado en
“solterona integral”, le gusta hacer esta precisión.
Siempre fuimos las cuatro
por el mismo camino; no fue rectilíneo, hubo separaciones y reencuentros, el
cordón umbilical de nuestra solidaridad cimentada en la adversidad se mantuvo
inalterable, por encima del tiempo y del espacio.
Adela y Paquita murieron en el 90; Paquita con
sufrimiento y dolor; Adela unos meses más tarde encontró la muerte serenamente
como siempre fue su vida. Una mañana fueron a despertarla y se había dormido
durante la noche para la eternidad. También murió Carmela, en el 92, nos
enteramos tarde de su muerte, fue una noticia escueta y casual. Berta sigue
viviendo en Canarias rodeada de nietos. Y mi Mariana querida sale raramente,
sus huesos no se lo permiten, pero sigue voluntariosa y obstinada.
Y… yo, hace
muchos años que vivo independiente en Madrid, sigo siendo militante “integral”, como diría Mariana. Y aún me quedan muchas
semillas en las manos. Como siempre, mi familia es mi refugio, mis mejores
amigos y mi atalaya.
Pero también encontré amigos/as entrañables fuera de mi
familia.
Leonor
Juana Doña
Desde la noche y la
niebla
Epílogo de la segunda edición
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