Rafael Alberti Merello (El Puerto de Santa María, Cádiz, 16 de diciembre de 1902 - Ibídem, 28 de octubre de 1999) |
El
día 28 de mayo de 1963, después de casi veinticuatro años de exilio en la
República Argentina, hacía mi entrada, a través de la inmensa puerta del cielo,
en la ciudad de Roma. Yo tenía entonces sesenta y un años. Y unas ansias, unos
deseos angustiosos, de sumergirme, de perderme, de estrecharme, hasta
desaparecer en aquel complicado y peligroso laberinto de plazuelas y callejones
del barrio que elegí como vivienda, el romanesco Trastevere, alegre capital,
dentro de Roma, de los gatos, las ratas, los veloces ruidos, el griterío de los
bares en las tardes de fútbol y, entre otras muchas cosas atrayentes e
insospechadas, las cordilleras de los no muy perfumados montones de basuras,
hacinados en las esquinas. Yo entré en Roma -dije- bajando de las nubes, por la
puerta del cielo, como cuatro siglos antes, en 1569, a la edad de veintidós
años, entró Miguel de Cervantes por la Porta del Popolo, besando primero una y
muchas veces los umbrales y márgenes de la entrada, saludando a la ciudad con
lágrimas en los ojos.
¡Oh
grande, oh poderosa, oh sacrosanta
alma
ciudad de Roma!A ti me inclino
devoto,
humilde y nuevo peregrino,
a
quien admiraver belleza tanta.
Mi
vista, que a tu fama se adelanta,
el
ingenio suspende, aunque divino,
de
aquel que a verle y adorarle vino,
con
tierno afecto y con desnuda planta.
Yo
he seguido los pasos de aquel Cervantes tan joven por el "alma
ciudad", aquella Roma que aún ignoraba ser la capital del Renacimiento,
admirándola él por su grandeza y antigüedad, "en sus despedazados
mármoles, medias y enteras estatuas, sus rotos arcos y derribadas termas, sus
magníficos pórticos y anfiteatros grandes... sus puentes, sus calles, que con
sólo el nombre cobran autoridad sobre todas las de otras ciudades del mundo: la
Via Apia, la Flaminia, la Julia, la Aurelia ... ".
Cervantes
fue feliz viviendo lo que él, entusiasta, llamó la vida libre de Italia, a
pesar de su pobreza y del rigor de sus dos años de soldado vagabundo, hasta que
embarcó en la galera Marcuesa, para perder la mano izquierda en la batalla de
Lepanto, llevando bajo la camisa, como coraza protectora, los poemas de Jorge
Manrique que estaba leyendo.
Pero
su vida libre de Italia jamás Cervantes la olvidó, como yo tampoco olvidaré
aquellos quince años de mi vida trasteverina, sobre todo, en la también nueva y
libre Italia que amaneció acabada la segunda guerra mundial.Si no de
España, en la que había dejado tantas cosas, quebradas las raíces, yo llegaba a
Italia de las inmensas tierras argentinas, aquéllas que me habían dado asilo
durante tantos años como para considerarlas ya parte entrañable de los nuevos
paisajes de mi vida. Tanto estaban en mí, que al tenerlas que abandonar,
volviendo nuevamente a Europa, pero no a mi imposible patria todavía, supliqué
a Roma, casi con la misma unción que Cervantes arrodillado bajo la Porta del
Popolo, me concediese su poderosa maravilla a cambio de todo lo bello y
doloroso que en aquellas tierras suramericanas había dejado.
Dejé
por ti mis bosques, mi perdida
arboleda,
mis perros desvelados,
mis
capitales años desterrados
hasta
casi el invierno de la vida.
Dejé
un temblor, dejé una sacudida,
un
resplandor de fuegos no apagados,
dejé
mi sombra en los desesperados
ojos
sangrantes de la despedida.
Dejé
palomas tristes junto a un río,
caballos
sobre el sol de las arenas,
dejé
de oler la mar, dejé de verte.
Dejé
por ti todo lo que era mío.
Dame
tú, Roma, a cambio de mis penas,
tanto
como dejé para tenerte.
Yo
pensé siempre, y sobre todo dentro de mi larga permanencia en Roma, que Miguel
de Cervantes es el escritor más genialmente iluminado de todos nuestros
clásicos, al que hay que amar más que a ninguno, sintiéndolo el más sufrido y
golpeado, el más profundamente ligado a nuestro pueblo, el de mayor presencia y
latido moral en medio de su tierra, aquel que muy bien pudo haber sido un
miliciano voluntario en alguna mesnada del Cid Campeador, un héroe madrileño en
las barricadas del 2 de mayo napoleónico, o un muchacho espontáneo de la calle
en la defensa de Madrid al inicio de nuestra guerra, de aquel Madrid para el
que yo adapté su impresionante tragedia Numancia en los días más peligrosos del
asedio a nuestra capital de la gloria. Hay algo en la desgarrada biografía de
Cervantes, que lo hermana aún más con nosotros, con tantos centenares de miles
y miles de españoles que al acabarse aquella guerra sufrimos cautiverio
-llámese hoy campo de concentración- en el sur de Francia sobre todo y, luego,
en tantos negros campos de exterminio nazis.
Pero
los padecimientos de Cervantes fueron aún mayores, pues duraron cinco
interminables años en los baños o cárceles de Argel, después de haber sido
apresado por los corsarios berberiscos cuando, embarcado en Nápoles en la
galera El Sol, regresaba a España.
En
la galera El Sol, que oscurecía
mi
ventura a la luz, a pesar mío,
fue
la pérdida de otros y la mía...
¡La
pérdida suya con la de tantos otros miles de cautivos! ¡Adiós, Italia, adiós,
Nápoles, que amó sobre todo! ¡Adiós, libertad!Allí, en Argel, se le agudiza a
Cervantes, esclavo, siempre con cadenas y casi desnudo, hasta hacérsele
insufribles, como a nosotros, el recuerdo de la patria cerrada, los años de
infancia, los paisajes familiares, la incerteza, el amor al oficio, a la
profesión interrumpida y, luego, más tarde -y ahora aquí me refiero solamente a
los españoles de la guerra perdida- la inquietante llegada a tierras
desconocidas, ajenas, con la tremenda prisa por continuar, seguir viviendo, a
ser posible cada uno en lo suyo, en lo que era.
Mientras,
Cervantes, siempre arrastrando sus cadenas y andrajos, ansiosamente esperaba,
lo mismo que nuestros refugiados, su rescate, alguien que lo reclamara, para
sentir después de sus cinco años de cautiverio, la amada libertad.
A
las orillas del mar,
que
con su lengua y sus aguas,
ya
manso, ya airado, lame
del
perro Argel las murallas,
con
los ojos del deseo,
están
mirando a su patria
tantos
míseros cautivos
que
del trabajo descansan, y
al
son del ir y volver
de
las olas en la playa,
con
desmayados acentos,
esto
lloran y esto cantan:
¡Cuán
cara eres de haber!
¡Oh
dulce España!
Nada
hay más perturbadoramente doloroso que el sentir cómo nuestras raíces, esas que
tenemos hincadas hondamente en la tierra nativa, se nos parten. O, mejor
diríamos, nos las rompen violentamente, dejándolas al aire: una tremenda
arrancadura, pero que casi nunca llega a ser total, pues siempre nos quedan
ramales, largas guías, tentáculos agarrados a oscuras profundidades que no
podemos conocer. Así, que todo lo que allí dejamos hincado, roto, prendido en
esas ensangrentadas entrañas, puede ser aún más fuerte y doloroso que lo que
arrastramos con nosotros adherido, pegado sin remedio a nuestras plantas
desterradas.
Cervantes
suspira y llora por España, llenando de versos y creaciones futuras su
imaginación, que expresará después, amargamente enriquecido de aquella fatal
vida de cautiverio que lo condujo a las más largas desesperaciones, casi a la
muerte. Nosotros, los que pudimos arribar a otras tierras, aun con las
destrozadas raíces al viento, lo hicimos, sin ni remotamente sospechar, desde
luego, que nuestro peregrinaje duraría casi cuarenta años, premio este sólo
para los que, al fin, pudimos regresar, ya que tantos miles por aquellos países
quedaron, y muchos para siempre. Entre ellos, parte de nuestros más grandes
poetas. Y permitidme que aquí los quiera recordar ahora, no hablando de
pintores, músicos, novelistas, profesores, todos ellos insignes, al lado de
nuestro más señalado pueblo trabajador, pues todos juntos formábamos lo que
denominó José Bergamín "la España peregrina". Y perdonad, repito, que
recuerde tan sólo a algunos de ellos en este día de iluminación y júbilo en el
que el nombre de Miguel Cervantes desciende sobre mí como una doble ala de
armonía y amor, uniéndome aún más, y en estos ya tan altos años de nuestra
vida, a mis queridísimos amigos los poetas de aquella década del veinte, Jorge
Guillén, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, de nuevo hoy más que nunca enlazados a
mí por esta misma cervantina distinción, este gran premio, que últimamente
alcanzara también otro español, Luis Rosales, poeta granadino, tan cerca de
nuestra generación. Los nombres de Vicente Aleixandre, Federico García Lorca,
José Bergamín y Miguel Hernández no los puedo olvidar aquí, ya que todos juntos
recorrimos un igual camino hasta el desgaje, el tirón violento de la guerra.
¡Cuán
cara eres de haber, oh dulce España!
Cuando
nuestro grande y lento Don Antonio Machado atravesó, a pie, los Pirineos,
acompañado de su ancianísima madre y con gran parte del ejército republicano
camino del destierro, aquella España, por la que suspiraba con lágrimas en los
ojos Miguel de Cervantes desde Argel, se la llevaba ya sobre su alma Don
Antonio. El primer verso que se escribe en el exilio es suyo:
Estos
días azules y este sol de la infancia...
Único
verso alejandrino, lleno ya de nostalgia y lejanía, que se encontró perdido en
un bolsillo del viejo gabán del poeta después de su muerte. Don Antonio tenía
sesenta y cuatro años. Miguel de Cervantes al morir, había cumplido ya sesenta y
nueve.
¡Cuán
cara eres de haber, oh dulce España!
Juan
Ramón Jiménez se sentía muy dulcemente bien en su cementerio marino de San Juan
de Puerto Rico. En aquella ciudad había perdido a Zenobia, su mujer, el mismo
día que recibiera el Premio Nobel. Juan Ramón Jiménez vivió ocho años más que
Miguel de Cervantes. Con gusto Juan Ramón hubiera permanecido cerca de aquellas
olas del mar Caribe portorriqueño, soñando, desde lejos, con la mar blanca y
los crepúsculos de violeta de su Moguer, que tantas veces vio, como por
transparencia, en sus años de destierro norteamericano.
Y
para recordar por qué he vivido, vuelvo a ti, río Hudson de mi mar Dulce como
la luz era el amor. Y por debajo de Washington Bridge (el puente más con más de
New York) pasa el campo amarillo de mi infancia.. Infancia, niño vuelvo a ser y
soy, perdido tan mayor, en lo más grande. Leyenda , inesperada. Dulce como la
luz es el amor, y esta New York es igual que Moguer, es igual que Sevilla y que
Madrid.Puede el viento, en la esquina de Broadway, como en la esquina de las
Pulmonías de mi calle Rascón, conmigo; y tengo abierta la puerta donde vivo con
sol dentro.Dulce como este sol era el amor.
Y
Manuel Altolaguirre. Y Emilio Prados, malagueños los dos, frente a las costas
berberiscas, desde los litorales de su Málaga. Emilio, oscuro, lleno de
galerías secretas, de torturados subterráneos en busca de la luz, después
de tantos años de exilio, sin retorno.
Cierro
los ojos. El sueño,
por
ellos baja a escuchar
dentro
de mi corazón,
el
viento oscuro del mar.
¡Ya
no podré despertar!
¡Ya
no sabré despertar!
Tenía
sesenta y tres años cuando murió en México.
Es
otro malagueño el que ahora canta, José Moreno Villa, nostálgico, más que nunca
cuando se le iba acercando la muerte, de las orillas de su mar reverberante de
luz y limoneros.
No
vinimos acá, nos trajeron las ondas.
Confusa
marejada, con un sentido arcano,
impuso
el derrotero a nuestros pies sumisos.
Ya
estamos en la playa nueva.. La misma arena,
el
mismo rizo acompasado de la dulce orilla,
los
mismos vigorosos pájaros de la otra.
Nos
llevarán las ondas. Nos llevarán las ondas.
Nos
llevarán las ondas no con bolsas repletas,
no
con sacos de oro ni tanques ni aviones.
Dejaremos
la tierra del azteca y del inca
después
de dar la sangre, el sudor y los huesos,
después
de haber sembrado en medio de volcanes
lo
mejor de nosotros, el beso y la palabra.
José
Moreno Villa murió en México, el 25 de abril de 1955, dos días después de la
fecha en que murió Cervantes y con su misma edad: sesenta y nueve años.
Y
allá, en la República Argentina, Juan Larrea, aquel vasco difícil y secreto,
grande en su nueva palabra poética, exaltador de Rubén Darío y delirante de
César Vallejo, el genial peruano. Y también, descansando para siempre al borde
de las ondas del mar de Puerto Rico, contemplando ese mar que tanto contempló,
Pedro Salinas, muerto en Boston a los sesenta años.
De
mirarle tanto y tanto,
del
horizonte a la arena,
despacio,
del caracol al celaje,
brillo
a brillo, pasmo a pasmo,
te
he dado nombre; los ojos
te
lo encontraron, mirándote.
Por
las noches,
soñando
que te miraba,
al
abrigo de los párpados
maduró,
sin yo saberlo,
este
nombre tan redondo
que
hoy me descendió a los labios.
Y
lo dicen asombrados
de
lo tarde que lo dicen.
¡Si
era fatal el llamártelo!
¡Si
antes de la voz,
ya
estaba en el silencio tan claro!
¡Si
tú has sido para mí,
desde
el día
que
mis ojos te estrenaron,
el
contemplado, el constante
Contemplado!
Luis
Cernuda hizo casi dos años de guerra en el frente del Guadarrama, sobre unas
alturas desde las que contemplaba el Monasterio de El Escorial. Sevillano,
fino, difícil, sorpresivo, dédalo en claroscuro y transparente laberinto
interior como su barrio sevillano de Santa Cruz. Creo que Cernuda fue el poeta
que más sufrió en el destierro, aunque él pretendiera, al final, no querer
acordarse de su patria andaluza.
Lirio
sereno en piedra erguido
junto
al huerto monástico pareces.
Ruiseñor
claro entre los pinos
que
en canto silencioso levantara.
O
fruto de granada, recio afuera,
más
propicio y jugoso en lo escondido.
Así,
Escorial, te mira mi recuerdo.
Si
hacia los cielos anchos te alzas duro,
sobre
el agua serena del estanque
hecho
gracia sonríes.Y las nubes
coronan
tus designios inmortales.
Recuerdo
bien el sur donde el olivo crece
junto
al mar claro y el cortijo blanco,
mas
hoy va mi recuerdo más arriba, a la sierra,
gris
bajo el cielo azul, cubierta de pinares,
y
allí encuentra regazo, alma con alma.
Mucho
enseña el destierro de nuestra propia tierra.
Estas
estrofas que he leído pertenecen al poema "El ruiseñor sobre la
piedra", que escribió Luis Cernuda en Inglaterra, antes de trasladarse a
México, donde murió, repentinamente, a los sesenta y un años.
¡Cuán
cara eres de haber, oh dulce España.!
Cara
de haber, sí, pero de dulce y sobre todo en aquellos terribles años, nada,
hubiera sentido León Felipe, el más viejo, pero sin edad, la voz embravecida
del viento, el más exaltado, el más quijotesco, cervantino de todos, que sintió
su largo destierro de España como un infinito cautiverio en Argel, blasfemando
y gritando, arremetiendo en sus poemas contra los molinos, alzándose siempre
heroicamente, sin perder el impulso de la sangre, el que se vino dejando
Panamá, en donde por primera vez en su vida era profesor, con más de cincuenta
años, a luchar por Madrid, poco después del inicio de la guerra, al que en
momentos de desánimo había suplicado a Don Quijote viéndolo pasar, caballero
solitario por la meseta castellana:
Cuántas
veces, Don Quijote, por esa misma llanura,
en
horas de desaliento así te miro pasar,
y
cuántas veces te grito: Hazme un sitio en tu montura
y
llévame a tu lugar,
hazme
un sitio en tu montura,
que
yo también
voy
cargado de amargura
y
no puedo batallar.
Ponme
a la grupa contigo,
caballero
del honor,
ponme
a la grupa contigo
y
llévame a ser contigo
pastor.
Por
la manchega llanura
se
vuelve a ver la figura
de
Don Quijote pasar ...
Y
puede pensarse que aquella súplica de León Felipe siempre estuvo en su ánimo, y
así yo puedo creer que el gran poeta de Zamora hizo su nueva entrada en Madrid
a la grupa de Rocinante, no con deseos pastoriles, sino agarrado a la lanza
soñadora de Don Quijote. Hoy el viejo poeta sobrevive esculpido en un parque de
México, a la sombra de los gigantes y ancianos ahuehuetes, los más
extraordinarios árboles de aquel país. Entre los poetas que tampoco pudieron
volver, quiero también nombrar a Pedro Garfias, Juan Rejano, Arturo Serrano
Plaja y José Herrera Petere.
Cuando
Miguel de Cervantes, fatigado de cárceles y de miserias, solicita emigrar a
Guatemala para confundirse con los miles y miles de españoles que no querían
morirse de hambre en su patria, ya la lengua suya, de la que él sería, sin
saberlo, el mayor soberano, se había instalado a golpe de machete y arcabuzazos
por entre aquellas pirámides, volcanes, ríos y altiplanos inmensos. Ya se iba
hablando por casi todo aquel continente aquella nueva lengua, que aún hoy los
indios bolivianos la llaman la castilla.Hablar la castilla. ¿Qué hubiera
escrito entonces Miguel de Cervantes en la castilla, en medio de aquella
violenta confusión, en la que sin embargo estaba alboreando ya algo grande que
hoy todavía perdura? El desterrado Miguel de Cervantes, viejo cautivo de Argel,
seguramente no habría escrito el Ouiiote. pero quizá un sorprendente
atisbo de Tirano Banderas, que Valle-lnclán hubiera completado
esperpénticamente cuatro siglos después.
Yo
que he peregrinado algo por aquellas tierras, hoy de América Central, aunque
rechazado en Guatemala y detenido en El Salvador, pude conocer Nicaragua, Costa
Rica y Panamá... Dulce, tierno y bravo a la vez al por tanto tiempo golpeado
indio nicaragüense, en su bello idioma con deje de remota antigüedad
precolombina, por aquellos caminos encendidos a la noche de cocuyos, engarzadas
luciérnagas, a veces como ajorcas en sus tobillos para iluminarse la tierra que
van pisando. Allí, en aquel conmovedor Nicaragua, conocí en su ciudad natal de
León, dentro de la catedral, los pobres huesos de Rubén Darío, el gran profeta,
el vaticinador, antes que nadie, de ¿Tantos millones de hombres hablaremos
inglés?, el prodigioso indio chorotega en el que hicieron nido tanto los más
heroicos timbres como las más armoniosas cadencias de la lengua española. Él
montó el Clavileño de la gran aventura renovadora de nuestra lírica. Él intuyó
los grandes desastres de las dictaduras latinoamericanas. Él habló de las
engalanadas panteras sometedoras de pueblos, advirtiendo, ya angustiado
adivino, al viejo navegante Cristóforo Colombo, el descubridor.
Cristo
va por las calles flaco y enclenque,
Barrabás
tiene esclavos y charreteras,
y
las tierras de Chibcha, Cuzco y Palenque
han
visto engalanadas a las panteras
Él,
como Petrarca, salió gritando en sus poemas por las calles del mundo: ¡Paz,
paz, paz! Él rogó a nuestro señor Don Quijote, en unas inmortales letanías, nos
salvase de todas las injusticias, de todos los horrores retóricos alrededor del
pobre Don Miguel de Cervantes y su pálido héroe, habiendo podido, de no haber
muerto tan pronto, condenar todo este siglo de catástrofes, de guerras ya
pasadas y por llegar, ahora que comienza el atardecer de este siglo, del que él
sólo pudo asistir al alba. ¡Campanas y palomas para Cervantes y Rubén, aquí, en
esta ciudad de Alcalá de Henares, cuna de plenitud del idioma, en el que él,
poeta universal de Nicaragua, rogó por el ilusionado caballero de la Mancha!
LETANÍAS
DE NUESTRO SEÑOR DON QUIJOTE
Rey
de los hidalgos, señor de los tristes,
que
de fuerza alientas y de ensueños vistes
coronado
de áureo yelmo de ilusión;
que
nadie ha podido vencer todavía,
con
la adarga al brazo, toda fantasía,
y
la lanza en ristre, toda corazón.
Noble
peregrino de los peregrinos,
que
santificaste todos los caminos
con
el paso augusto de tu heroicidad,
contra
las certezas, contra las conciencias,
y
contra las leyes y contra las ciencias,
contra
la mentira, contra la verdad.
Caballero
errante de los caballeros,
barón
de varones, príncipe de fieros,
por
entre los pares, maestro, ¡salud!
Salud,
porque juzgo que hoy muy poca tienes,
entre
los aplausos o entre los desdenes,
y
entre las coronas y los parabienes
y
las tonterías de la multitud.
Ruega
por nosotros, que necesitamos
las
mágicas rosas, los sublimes ramos
de
laurel. ¡Pro nobis ora, gran señor!
Tiemblan
las florestas de laurel del mundo,
y
antes que tu hermano vago, Segismundo,
el
pálido Hamlet te ofrece una flor.
De
tantas tristezas, de dolores tantos,
de
los superhombres de Níetzsche, de cantos
áfonos,
recetas que firma un doctor,
de
las epidemias de horribles blasfemias
de
las Academias,
líbranos,
señor!
Ora
por aquellos tristes enemigos
que
plantan misiles en lugar de trigos,
sembrando
la tierra de llanto y terror,
que
cuando ya el siglo a su fin se inclina,
no
es una paloma la que lo ilumina
en
vuelo de gracia, de paz y de amor.
Ruega
por aquellos audaces mezquinos
que
cuando arremeten contra los molinos,
saben
de antemano no derribarán,
por
los ilusorios, los equilibristas,
por
los anacrónicos, oscuros golpistas,
que
en sorda caverna nos enterrarán.
Ora
por nosotros, señor de los tristes,
que
de fuerza alientas y de sueños vistes,
coronado
de áureo yelmo de ilusión;
antes
que de pronto desaparezcamos
y
no queden tumbas ni fúnebres ramos
ni
el son de la inmensa y última explosión.
Señor:
cuando un poeta español llega como exiliado a aquella América en la que aún,
con toda su variedad y riqueza de modulaciones, se habla la castilla, aquellas
dolorosas raíces que llevaba fuera, rotas, expuestas a los vientos, al cabo de
los años se vivifican, renacen, crecen, se llena de hojas, de brotes nuevos,
gulas largas, inmensas, que por encima del mar vuelan a ciegas a encontrarse
con aquellas otras desgajadas, partidas, que allá lejos quedaron. Y a pesar de
las tremendas lejanías, se juntan, se enmuñonan, estableciéndose una nueva
corriente de sangres detenidas, que vivifican las distancias, creando al fin
una flor, tan dolorosa a veces, pero que nunca morirá, alentada por el aire y
el sol de la tierra en que queda, aromándola para siempre.Así, allí alientan y
cantan, amados para siempre, todos estos poetas que quise me acompañaran en
este día de Cervantes, de este Premio, que sin duda alguna ellos también hubieran
merecido.
Hoy
las nubes me trajeron,
volando,
el mapa de España.
¡Qué
pequeño sobre el río
y
qué grande sobre el pasto
la
sombra que proyectaba!
Se
le llenó de caballos
la
sombra que proyectaba.
Yo,
a caballo, por su sombra
busqué
mi pueblo y mi casa.
Entré
en el patio que un día
fuera
una fuente con agua.
Aunque
no estaba la fuente,
la
fuente siempre sonaba.
Y
el agua que no corría
volvió
para darme agua.
Yo,
señor, volví. Tuve la suerte de volver, de recomponer de verdad las rotas
raíces, cubriéndolas de nuevo con la tierra de España, del pueblo de España,
con quien me uno a diario. Él me da la salud, la vida, esta velocidad, este
dinamismo de cometa errante que llevo y que a mis ochenta y un años, cuatro
meses y siete días amplía aún más su recorrido, su órbita, hasta identificarla
con la del milenario cometa Halley, que vi aparecer en mi infancia tendido
sobre la maravillosa bahía gaditana donde nací y que reaparecerá, y conmigo,
sobre el cielo de España, dentro de año y medio.
Majestad:
cuando le vi por vez primera en la Embajada de España ante el Vaticano, en
Roma, tal vez recuerde que al momento de estrecharle la mano le entregué un
breve escrito, firmado por un grupo de exiliados españoles en Italia,
suplicándole la amnistía para los muchos presos que aún quedaban en las
cárceles de nuestro país. Ese fue mi primer humano contacto con su Majestad y
con la reina Doña Sofía, que lo acompañaba. Hoy vengo aquí a esta Alcalá de
Henares, la ciudad cuna de Cervantes, para recibir de su mano tan altísimo
premio, que es como centrar en mi sola voz la de más de 338 millones de seres
que, con tantas diferentes modalidades, nos expresamos en la lengua, nunca
mejor llamada peregrina, de Don Quijote. Gracias, Majestad.
Y
para su Majestad la reina Doña Sofía, la súplica de que me acepte este saludo,
en una mínima flor cantable de Lope de Vega, a la que me he atrevido retocar
algún pétalo:
Esta
Reina se lleva la flor,
que
las otras, no.
Esta
Reina tan garrida,
por
Mayo más que florida,
la Rosa
más escogida
de
todo el vergel en flor.
Esta
Reina se lleva la flor,
que
las otras, no.
Rafael
Alberti
Paraninfo de
la Universidad de Alcalá de Henares
23 de abril
de 1984
No hay comentarios:
Publicar un comentario