Reinaba Isabel II. Acaba de proclamarse su mayoría de
edad. Todavía no era llegado el desposorio con su primo el señor infante don
Francisco. Ya se cursaba, sin embargo, la intriga ultramontana para consumar
aquel adefesio. Reinaba Isabelona y era presidente del Consejo don Salustiano
Olózaga. Entre los personajes del progresismo, ninguno tan señalado por el
saludable liberalismo de sus convicciones, la prudente entereza de sus actos,
la elocuente dignidad de su palabra. Don Salustiano traía en su sobreaviso a la
camarilla ultramontana. Hubo conciliábulo de rábulas y sacristanes. Se convino
una intriga de antecámara para perderle. Todo se hacía mirando al mayor
servicio y gloria de Dios. Don Pedro José Pidal tomó las veces de maese Pedro.
No se excusó ni el falso testimonio de la reina. Hizo honor a su sangre la hija
de Narizotas. Alzóse la intriga sobre la falsa imputación de que la tierna
soberana había sido forzada por el presidente del Consejo. No con el
forzamiento que pudiera temerse de la canicular juventud de su católica
majestad. Había gestado la invención en caletre de rábula y no en cotilleo de
damas palaciegas. El forzamiento lo había sido para garrapatear la real firma
al pie de un decreto. Llevóse la acusación a las Cámaras.
Es famoso el denuedo y magnífica la expresión oratoria
con que rechazó la calumnia don Salustiano Olózaga. No pudo excusarse que una
representación de diputadores y senadores, con los presidentes y secretarios,
se trasladase a la cámara regia para oír a la tierna soberana. Malogróse el
propósito. Su majestad, con la excusa de hallarse enferma, salvó el apuro de
verse en presencia de don Salustiano. Don Pedro José Pidal tomó a su cargo leer
una ramplona y marrullera declaración, amañada por su experiencia de rábula,
para sosegar a la hija de Narizotas. Y como afirmaba que el injusto forzador,
para mejor asegurar su violencia, había echado el cerrojo a la puerta, hubo de
cecearle al oído el espadón de Loja:
- Compadre, acelere usted la diligencia, que la
maldita puerta no tiene cerrojo.
Esta intriga de la picaresca ultramontana, al cabo de
un siglo, resucita la aviesa ramplonería de sus númenes para acusar a don Manuel
Azaña. Reinaba la Isabelona...
La sombra taciturna de un agente policíaco apagaba sus
pasos sobre los pasos del señor Azaña. Tenía la dual obligación de proteger y
espiar al famoso político republicano. Para protegerle faltó ocasión, y el
espionaje tampoco le tuvo por dónde sospechar ni atribuir culpas
revolucionarias al señor Azaña. Pero no le valió la fe policíaca de aquel
sabueso, puesto sobre sus pasos, y fue encarcelado. Tampoco le valió su fuero
de diputado en Cortes. El Parlamento permaneció ajeno, adormilado en una siesta
ofidia, hasta que se le deparó la feliz coyuntura de entender en el
suplicatorio para procesar al ex presidente del Consejo de ministros, gran
collar de la República. Entonces nombró una comisión de su seno que no tuvo
sonrojo en abrir indagatoria y tomar declaración en cárcel a quien solamente
podía hallarse preso por la muda complicidad del Parlamento. Se acusaba al gran
político republicano de haber tenido parte en los sucesos revolucionarios de
Barcelona (octubre 1934). Fue concedido el suplicatorio y procesado el diputado
don Manuel Azaña. Por la calidad del reo correspondió entender a la Sala
segunda del Tribunal Supremo. La sentencia puso en libertad, con todos los
pronunciamientos favorables, al austero político del primer bienio republicano.
Tal es el esquema del libro que estos días admira, suspende, esclarece y
consterna a los honrados y benéficos ciudadanos de esta Barataria.
No es fácil empeño revertir y acuñar en palabras las
resonancias enormes y difusas que, como una gran caracola de mar, prolongan
estas páginas de tan calificado castellano. Mi rebelión en Barcelona alcanza su
más alto valor estético en cuanto logra, por los rigores de una sobriedad
expresiva, sin contaminaciones románticas, el fin dramático y barroco de
ponernos en sobresaltada espera de infortunios, de estremecernos con aviso de
daños e irreparables azares. Este libro tan sereno tiene una última sugestión
aterrorizante. Se sale de su lectura como de la visita a esos museos donde se
guardan antiguos y anacrónicos instrumentos de tortura. Esta prosa tan concisa
pone en pie los fantasmas de un pasado que habíamos supuestos abolido; remueve
las larvas del terror a los jueces, de las acusaciones absurdas y venales, de
la letra procesal, del tintero de cuerno, del estilo de las relatorías, de la
coroza, del pregonero, del verdugo, todo el viejo melodrama procesal que aún
roen las ratas por los sótanos y desvanes de las antiguas Chancillerías. Pero
con mayor fuerza que esta tradición espeluznante y picaresca nos sobrecogen los
nuevos ejemplos de la estupidez humana, sacados a la luz en este libro. La ruin
bazofia jurídica que guisan el barbero lugareño y el clérigo de misa y olla en
venganza contra la austera fe republicana del hombre del bienio.
Don Manuel Azaña advierte con sereno juicio que el
aura inquisitorial de su proceso no viene ni del rigor del encarcelamiento ni
de su largo plazo, que no pasó de ochenta días a bordo de un barco de guerra.
El austero político republicano muestra en la consideración del suceso una
desdeñosa indiferencia y aun pone en el comentario las sales de donosas burlas.
El aura inquisitorial de estos autos es una consecuencia del ruin sectarismo
que anima la represalia ultramontana contra el político del primer bienio
republicano. De estas páginas tan serenas, por una profunda y subterránea
afinidad, se levanta, espeluznada, una evocación de cárceles llenas de presos
anónimos: viejos obreros afiliados al socialismo, jóvenes menestrales, lectores
nocturnos de las bibliotecas populares; proletarios hambrientos que sólo han
recibido amparo del Socorro Rojo. Cárceles, cárceles, cárceles. Tristes y
enrejados casones, repartidos por toda la redondez del ruedo nacional, con
guardia de fusiles a la puerta y asustado coro de mujerucas con los críos
colgados de la teta.
En la vida nada se pierde, y el haber sufrido hambre y
sed de justicia es siempre de provechosa enseñanza para aquellos hombres
singulares, propuestos por el Destino para la gobernación de los Estados.
No es dudoso que pronto, en el correr de futuros días,
tengan ocasión de confirmarlo cuantos españoles cifren una esperanza en las
prendas de gobernante que son raro patrimonio de don Manuel Azaña. Si ha
sufrido cárcel y proceso, en el acíbar de tales agravios habrá gustado austeras
y prudentes advertencias. La cárcel para el hombre cabal es madre de consejos.
Y, aun sin celebrar que los enemigos del gran repúblico le hayan honrado con
tan dura escuela, de ello pudiera decirse feliz rigor, mirando al fruto
sazonado de este libro. Si para el remedio de los afanes nacionales es grande
parte el conocimiento que promete el andar caminos bajo soles y lluvias con las
botas de siete leguas, no es menor el que se saca de medir uno y otro día los
cuatro pasos de un calabozo y de contemplar la luna sobre la altura del
enrejado tragaluz. Noble laurel ofrece la cárcel cuando va acompañada de la
persecución injusta.
Ramón María del Valle Inclán
Ahora, 2 de
octubre de 1935
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