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2144. Pingüinos en París (Bajo dos tricolores)



De Jordi Siracusa, autor de Pingüinos en París (Bajo dos tricolores), para Búscame en el ciclo de la vida

Pingüinos en París, es una novela que trata de un tiempo y de unos personajes. El tiempo de la obra transcurre durante la primera mitad del pasado siglo. Alguno de sus personajes son rigurosamente históricos; otros aparentemente ficticios y todos, apasionadamente reales. Tratados con respeto pero sin indulgencias, analizados por lo que permite la fantasía o cuenta la historia y descritos con el perfil de la pasión literaria.

La novela se inicia con la aparición de cada uno de los actores que formaran parte del contexto de los personajes principales y de sus vivencias. Amigos, enemigos; propios y extraños, desfilaran a través de las páginas para dar sentido a una historia de amor y a una conquista. La historia de amor principal es la que viven Nicoletta y Hugo. Partiendo de dos entornos diferentes y alejados en la geografía, pero no en la distancia. Los avatares de la obra les hacen converger, a pesar de los conflictos, en eso que llamamos amor eterno y que pocas veces llega a buen puerto.

No es la única historia de amor y desamor de la obra, sería imposible escribir una buena novela sin abundancia de sentimientos y así, a lo largo del texto, conoceremos a los tres verdaderos amores de madame Sitrì y a media docena de los pasajeros, no en balde regenta el más famosos prostíbulo de Livorno. El sentimiento  pecaminoso de Pietro por su madrasta; las dudas de Fiorella ante un destino con Vincenzo, cuando ella cree llevar  un alma masculina desde su nacimiento en las montañas de Catania o su ambigua relación con Elisabeth, una más de las abundantes heroínas de esta novela. Tampoco defraudará la pasión mutua de Gerda Taro y Robert Capa y su fatal desenlace; la fogosidad de Alfonso XIII,  o el imposible destino de David con…

Pero no solo con sentimientos de amor se llenan las páginas del libro. Traiciones, amarguras y ausencias nos conducirán a través de una guerra entre hermanos a conocer y coincidir con otros nuevos personajes como Martín Bernal, Luisa Rainer, Giorgio Caproni, Ignacio Bowen, Raymond Dronne, Joan Pujol, Philippe Leclerc y tantos otros, en los hermosos paisajes de la Toscana o en ciudades como Barcelona, Madrid, Roma, París o Londres y por campos de batalla como Teruel, Brunete, Cerro Muriano, El Ebro o Normandia, Écouché y Alençon. Iremos descubriendo con asombro que todos ellos son tan reales como la Historia. Espías, actrices, poetas, novilleros, militares o sencillamente: luchadores por la Libertad.

Los caminos de esa lucha por la liberación propia y global les conducirán a las  separaciones forzadas y al exilio; incluso a la muerte. Sin embargo, la distancia no será obstáculo para que Nicoletta atrapada en una Barcelona en manos de los sublevados y Hugo, prisionero en una playa francesa y más tarde huido de la Francia ocupada por los nazis, se reencuentren de nuevo en la Ciudad Condal en labores de espionaje, y puedan huir juntos a un Londres amenazado por los bombardeos alemanes. Y nada detendrá a Robert Capa para que inmortalice otra guerra, como la que él y Gerda enaltecieron en tierras españolas. El reportero se lanzará sobre Sicilia y allí coincidirá con muchos de los personajes de la novela; también en la isla, Fiorella encontrará, sin proponérselo, su camino a Hollywood. Y muchos, la muerte o la pérdida.

Mientras tanto, amigos de Hugo y nuevos personajes formaran en África una de las compañías que más gloria ha dado a los republicanos españoles: La Nueve. Todos irán coincidiendo en ese grupo con siglas y nombre español, compuesto en su mayoría por republicanos españoles, bajo el mando del capitán Dronne. Hugo y Pietro se le unirán, después de que el primero sepa que va a ser padre y el segundo viva una gran y antigua pasión en tierras inglesas. Ciento cuarenta y seis españoles que junto a sus half track de inequívocos nombres como: Teruel, Guadalajara, Madrid, Guernica, Ebro, Brunete, Santander, Don Quijote, España Cañí, o Belchite, desembarcaran en Normandía y atravesaran la Francia ocupada librando batallas hasta llegar a las puertas de París. Llevan pintadas en sus carrocerías dos banderas: la de la Francia libre y la Republicana española y en su corazón el deseo del imposible regreso.

Son “los Pingüinos”, el nombre por el que se conocen a los españoles de la División Leclerc en el resto de las unidades aliadas, o los feroces “cosacos”, como les llamó su propio capitán. Ambos nombres: Les Pingoüins y Les Cosaques, serán otros dos motes que rotulan una pareja half track de la compañía. En los arrabales de París, Dronne, Hugo, Bernal, David y Pietro y el resto de los héroes de La Nueve esperan la orden de Leclerc de avanzar sobre París. Solos… Y se produce el milagro: ¡París liberado! París conquistada por el valor y la audacia. Al día siguiente entra el resto de la División, pero la leyenda ya ha sido forjada. Y escrito su relato.

Los hombres de La Nueve han dejado mucho por el camino y queda un largo trecho para regresar a casa. Todo lo revivirá Nicoletta, setenta años después. En el viejo París.


*


París, 26 de agosto, 1944     

El sábado 26 de agosto quedaría para siempre en la memoria de los parisinos. París entero salía a la calle para celebrar la victoria. David se incorporó el último a la compañía, en su rostro se adivinaba la huella de la felicidad y del cansancio. Los half-tracks formaban en línea junto al Arco del Triunfo. De Gaulle pasó revista a los componentes y vehículos que habían entrado los primeros en la capital parisina. Estaban las tres secciones al completo y los tres Sherman del 501. El sol se estrellaba en las banderas republicanas de las carrocerías y en los gallardetes de franja morada de las antenas de los semiorugas. Se preparaba un magno desfile hasta la catedral de Nôtre- Dame encabezado a pie por De Gaulle, Leclerc, los jefes del FFI y las autoridades. El general se dirigió al Belchite y extendió su mano a su comandante temblando de emoción.

Hugo, de pie en su half-track, estrechó la mano de De Gaulle. Notó la presión de aquellos dedos largos y delgados, estimulados por una determinación histórica.

- Me alegro de verle a salvo “Magtines”, no me equivoqué con usted. Los franceses nunca olvidaremos la proeza de La Nueve.

- Gracias mi general, así lo espero.

A su lado, el sargento-mayor Pietro Angelini, el amigo fiel, el compañero de tantas luchas, de tantos fríos y calores, de tanta vida. Frente a su ametralladora el cabo David les sonreía, el mejor ametrallador de la compañía, del que ya nadie dudaba cuando había que combatir y arriesgar. El Gitano, el “Mejicano”, Carrasco y Pedro permanecían sentados detrás. Hugo se sintió orgulloso de todos ellos. La comitiva llegaba entonces a la altura del semioruga Teruel donde otro de sus amigos, Martín Garcés, alto y poderoso, permanecía a la espera de estrechar la mano de De Gaulle.


Hugo tuvo la sensación de haber vivido esta escena. Fue cuando paseaba con sus padres por París, ahora comprendía la emoción de aquel niño, y sintió como renacía en su interior. Había fusionado el concepto de libertad con aquella ciudad y ahora él tomaba parte en su liberación, en el inicio de una nueva era. Una devastadora guerra había asolado no solo naciones, también preceptos inalienables del pensamiento humano. Pensó que para Hitler y sus secuaces era el fin.

De Gaulle no había dudado en solicitar que fuera La Nueve la compañía que escoltara a la comitiva. A su derecha irían Les Cosaques y el Madrid y a su izquierda el Don Quichotte y Les Pingouins. Así quedaba clara la españolidad de La Nueve, con sus dos motes y dos nombres claramente representativos como el de la capital y el del Ingenioso Hidalgo. Seguidamente, Amado Granell con su sufrido Tatra 57 K encabezaría al resto de los semiorugas de la compañía capitaneados por Hugo. Todo un honor para La Nueve. Detrás, un grupo de jeeps conduciría a los periodistas y fotógrafos.

La escolta se puso en marcha. Desfilaron entre vivas y ovaciones de los ciudadanos y de los resistentes de las FFI convertidos en activos espectadores. Los cantos de la Marsellesa repetían: “Libertad, libertad querida…”, y los feroces soldados de La Nueve marchaban por la Avenida de los Campos Elíseos. Los días de gloria habían llegado. Entre el público alguien desplegó una bandera republicana española de veinte metros. La emoción recorrió la médula espinal de aquellos hombres. “¡París, Berlín, Barcelona… Madrid!”, empezaron a gritar. Era la esperanza de los hijos de otra patria, lejos de sus casas, con el solo deseo de volver y echar al dictador de sangre impura. Los Guernica, Teruel, Guadalajara, Madrid, Ebro o España Cañí no pedían venganza sino justicia. Capa iba captando instantáneas de la emoción popular, de las caras de alegría y los rostros de felicidad. Disparaba y disparaba la Contax, que tanto había visto por su obturador y que, sin embargo, seguía asombrándose del poder de expresión de los humanos, capaces de dibujar en sus miradas el estado de sus almas. Fotos de De Gaulle sonriendo a una multitud enfervorizada, de paisanos entusiasmados, de gendarmes impotentes para contener a la gente; de mujeres jóvenes y no tan jóvenes, encaramándose a los vehículos para besar a los soldados. No era el único, docenas de fotoreporteros dejaron constancia del paso de los vehículos de La Nueve bajo el Arco del Triunfo. Las futuras generaciones tendrían que cantarlo algún día, al igual que las contemporáneas lo festejaban hoy. París era libre, gracias a muchos y al arrojo de unos cuantos.

Al llegar cerca de la plaza del Hôtel de Ville, comitiva y espectadores habían alcanzado el paroxismo; miles de parisinos esperaban el arribo de De Gaulle. De repente sonaron unos disparos, la multitud se lanzó al suelo atemorizada. Capa hizo unas cuantas fotografías del instante, rostros de sorpresa y de temor. De Gaulle se mostraba impasible, le había costado mucho llegar allí para que unos francotiradores le aguaran  la fiesta. Varios miembros de las FFI se lanzaron a la búsqueda de los emboscados. Algunas familias con niños se refugiaron detrás de los jeeps o al amparo de los blindados, hubo unos instantes de confusión que concluyeron a los pocos minutos. Desde los half-track respondieron al fuego y los disparos cesaron. La gente siguió celebrándolo, mientras los partisanos buscaban a los posibles autores del ataque. Diké iba con ellos, todavía con la pasión de la noche anterior crepitando en sus sienes. Llegaron hasta la casa de donde habían surgido las detonaciones, rodearon el inmueble y algunos subieron la escalera registrando cada piso. El quinto olía a pólvora. Derribaron una puerta y Diké ametralló a un par de alemanes que todavía estaban en el balcón y que cayeron de espaldas entre un charco de sangre. El joven polaco se giró hacia sus compañeros. “Se acabó”, fue todo lo que dijo antes de que un tercer alemán le volara la cabeza. Sus dos camaradas dispararon a su vez contra el asesino. Herschel Grynszpan fue el último muerto en la fiesta de la liberación de París, le enterrarían bajo un nombre de guerra que significaba justicia y, no obstante, el destino había sido tremendamente injusto con él.

Terminado el desfile, los componentes de La Nueve fueron instalados en el Prado Catelan del bosque de Bolonia. Dronne les prometió unos días de descanso; mientras tanto, la belleza de París y de las parisinas, si ellas querían, quedaba a su disposición. Al improvisado campamento del bosque de Bolonia fueron llegando entusiastas de todas procedencias: exiliados españoles, miembros de la resistencia, los rebeldes zazous de largas melenas; vecinos y familiares. Pero sobre todo: mujeres. Féminas de todas las edades, enardecidas por las celebraciones y por aquellos apuestos jóvenes que habían sido los primeros en liberar la capital. Al oscurecer marcharon, como una nueva columna lúdica y libertadora, al corazón de la ciudad.  Hugo se quedó de guardia, prefería que fueran sus hombres quienes disfrutasen de la noche parisina. A pesar de la felicidad estaba un tanto molesto por la estúpida orden recibida de cambiar el nombre del España Cañi, por el de Libération una “boutade” chauvinista. Apareció Martín Garcés que se disponía a incorporarse a los festejos de las calles.

- ¿Te vienes Hugo?

-No, me he puesto guardia. La verdad es que quiero disfrutar de la noche con mis pensamientos y mis recuerdos de niñez.

- Soñar con la vuelta al hogar, ¿eh?

- Si, Martín. Aunque ignoro dónde está.

- Nadie de nosotros lo sabe todavía, porque el hogar no es una ciudad, ni siquiera una patria.

- Tienes razón, mi hogar es Nicoletta y mi hijo, y un lugar para verlo crecer.

Quizás podemos volver pronto a casa y construir allí ese lugar.

Sería maravilloso, mientras tanto habrá que seguir soñando.

- Pues yo me voy a adorar a las francesas…

- De acuerdo, pero no riñas con los franceses y acuérdate de Carmen.

- Más riñas no Hugo, descansemos unos días.

Capa se registró en el hotel Scribe al lado de la Opera de Garnier con la pléyade de periodistas y fotógrafos capitaneados por Hemingway que se sentía, nunca mejor dicho, como Ernest por su casa. El estado mayor de la 2eDB había designado este hotel como alojamiento de los corresponsales de guerra. La fiesta que organizaron clientes y amigos fue tremenda. El fotógrafo se sintió muy a gusto en aquel entorno cosmopolita y dicharachero, allí estaban escritores, periodistas, poetas,  incluso pintores. Luego continuaron la velada en el Harry’s New York Bar de la rue Daunou, donde aparecieron botellas de coñac y de whisky guardadas expresamente para ese día. Tenían mucho que celebrar.

David había regresado al piso de la rue des Rosiers, seguro de que Diké aparecería de un momento a otro. Aguardó varias horas dando vueltas en aquel lecho donde la noche anterior les pareció volar sobre los tejados de París, pero fue en vano. Las luces nocturnas y la alegría de las calles se le antojaban como el eco lejano de la música y la contenida algarabía del casino cuando se sentía al margen de aquel disfrute coral. Desvelado, se vistió y se fue a la plaza del ayuntamiento para buscar noticias sobre su nuevo amigo. La multitud seguía festejando con los soldados la liberación. Tuvo un extraño presentimiento cuando se encontró con un grupo de resistentes que cambiaban impresiones con sus sempiternos fusiles al hombro. Inquirió por el joven polaco y obtuvo la peor de las respuestas. Cabizbajo se dirigió al cercano jardín de Les Halles y lloró amargamente. Luego regresó al bosque de Bolonia, en su semioscuridad le pareció la guarida de las almas perdidas. Hugo se acercó a él.

- ¿Triste en una noche tan feliz?

- Diké ha muerto… los disparos de esta mañana. La vida es injusta, Hugo.

El catalán sintió una punzada en el pecho, haciendo un esfuerzo trató de consolar a su amigo. Buscó el mejor argumento aunque sabía que sería insuficiente.

A veces demasiado injusta y a pesar de todo merece ser vivida.

- ¿Para qué, Hugo, para qué?

- Para poder sentir lo que tú sentiste ayer… París y ese chico.

- ¿Para luego perderle?

- ¿Preferirías no haberlo conocido?

- No, no, por supuesto.

Claro, David. Todo este camino tenía un objetivo, descubrirte a ti mismo. En el amor, sobre todo en su pérdida, hay dolor, pero siempre nos hace mejores.

David Sitrì se sintió confortado, imaginó que su efímero amor había sido como una bellísima melodía que se escucha en la distancia y que, aunque nunca sepamos su nombre y jamás volvamos a oírla, queda para siempre en el recuerdo. Se retiró a su tienda tratando de perpetuar el estribillo de su pasión.

Ya solo, Hugo se reclinó para soñar despierto mirando las estrellas que cubrían la bóveda celeste, imaginó al Sena discurriendo como una mágica serpiente a través de París e hizo un canto pagano a las deidades que habían protegido a la ciudad: “Puentes del Sena, dejad que el amor me colme antes de que el cielo me reclame entre sus estrellas y que el camino de la vida transcurra feliz. Soy libertad, cielo y río... y estoy enamorado”. Las luces brillaban cercanas. Podían oírse gritos de alegría y en algún gramófono cercano aquel J’attendrai de Rina Ketty que escuchara con Nicoletta: J’attendrai le jour et la nuit. J’attendrai toujours ton retour. Repetían los ecos del bois de Boulogne.

Aquella noche muchos se reencontrarían con el amor y otros lo descubrirían por vez primera. Porque es en libertad cuando podemos ser nosotros mismos y amar mejor.










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