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2207. Despachos de la guerra civil española XV

Entrada en Teruel del Ejército republicano, diciembre de 1937


Cuartel general del ejército, frente de Teruel en coche a Madrid, 19 de diciembre

El mayor trastorno sufrido por la opinión de los expertos desde que Max Schmelling noqueó a Joe Louis se ha producido cuando las fuerzas del gobierno, mientras todo el mundo esperaba un ataque franquista, lanzaron por sorpresa una ofensiva a gran escala contra Teruel el miércoles por la mañana. Después de luchar tres días en una cegadora tempestad de nieve, anoche forzaron la línea defensiva de la colina del cementerio en las afueras de Teruel, rompiendo la última línea rebelde que defendía la ciudad. Durante tres días han permanecido cortadas todas las comunicaciones con Teruel y el gobierno ha tomado sucesivamente Concud, Campillo y Villastar, importantes ciudades defensivas que guardan la ciudad por el norte, sudoeste y sur.

El viernes, mientras mirábamos la ciudad desde la cumbre de una colina, agazapados detrás de unas piedras y apenas capaces de sostener los gemelos de campaña bajo un viento de ochenta kilómetros que recogía nieve de la ladera y la lanzaba contra nuestros rostros, tropas del gobierno tomaron la Muela de Teruel, una de las extrañas eminencias con forma de dedal, parecidas a conos de geyseres extintos, que protegen la ciudad por el este. Fortificada con emplazamientos artilleros de cemento y rodeada de trampas para tanques hechas con escarpias forjadas de rieles de acero, se consideraba inexpugnable, pero cuatro compañías la asaltaron como si expertos militares no les hubieran explicado nunca el significado de inexpugnable. Sus defensores retrocedieron hasta Teruel y un poco más tarde vimos a otro batallón penetrar en los emplazamientos
de cemento del cementerio y las últimas defensas del propio Teruel fueron arrasadas o inutilizadas.

Mientras tanto, en la carretera de Soria, al norte de Concud, fuerzas del gobierno habían repelido cuatro contraataques masivos de tropas fascistas traídas de Calatayud para ayudar a la ciudad sitiada. Era imposible discernir dónde se producían estos ataques debido a lo tardío de la hora, pero el viento traía el fragor de los cañones y ráfagas de fuego graneado que se mezclaban en un sólido telón de explosiones que de pronto acalló el mismo viento y un oficial que escuchaba el teléfono del puesto de mando habló al micrófono. «¿Repelido? Bien. Que sigan atacando. Hemos tomado la Muela y el cementerio. ¿Comprende?». He estado en muchas trincheras y visto trabajar a muchos oficiales durante una batalla, pero ayer los vi más alegres que nunca y cuando bajábamos a calentarnos las manos y secarnos los ojos, daban muestras de una gran jovialidad y agradecían el calor del refugio iluminado por velas.

Durante tres días habían luchado tanto contra el viento como contra el enemigo. Después del primer día la nieve amenazó con bloquear las líneas de comunicación del gobierno, pero fue barrida por tractores quitanieves. Cinco columnas realizaron el ataque por sorpresa, que cogió a los rebeldes haciendo la siesta, con una guarnición estimada de solo tres mil hombres para Teruel y sus defensas. Una columna avanzó por la carretera de Cuenca para tomar Campillo y más tarde otra tomó Villastar. Otra atacó desde las colinas el paso dominado por los rebeldes de la carretera de Sagunto y tomó Castralva. Otras dos atacaron a la ciudad desde el nordeste, tomaron Concud y cortaron la vía férrea Calatayud-Zaragoza.

A una temperatura de cero grados, con un viento y ventiscas intermitentes que convertían la vida en una tortura, el ejército de Levante y parte del nuevo ejército de maniobras, sin ayuda y sin la presencia de ninguna Brigada Internacional, iniciaron una ofensiva que obligaba al enemigo a luchar en Teruel, cuando era del dominio público que Franco planeaba ofensivas contra Guadalajara y en Aragón. Cuando dejamos anoche el frente de Teruel para viajar a Madrid durante la noche a fin de enviar este despacho, nos avisaron de la presencia de diez mil tropas italianas, traídas del frente de Guadalajara, en el norte de Teruel, donde sus trenes de tropas y transportes habían sido bombardeados y ametrallados por aviones leales al gobierno. Las autoridades estimaban que treinta mil tropas fascistas se estaban concentrando en la carretera de Calatayud a Teruel para detener la ofensiva. Así pues, al margen de si se toma o no Teruel, las ofensivas han logrado su propósito de obligar a Franco a suspender su plan de atacar simultáneamente en Guadalajara y Aragón.

En una región fría como un grabado en acero y desolada como una ventisca de Wyoming en la Mesa de los Huracanes, observamos la batalla que puede ser decisiva en esta guerra. Teruel fue tomado por los franceses en diciembre durante las guerras napoleónicas y existía un buen precedente para atacarlo ahora. A la derecha estaban las montañas nevadas con laderas llenas de árboles y abajo un paso sinuoso dominado por los rebeldes en la carretera de Sagunto sobre Teruel, del que muchas autoridades militares habían esperado un ataque franquista hacía el mar. Más abajo estaba la gran fortificación natural, amarilla, en forma de buque de guerra, del Mansueto, la principal protección de la ciudad que las fuerzas del gobierno habían pasado de largo en su marcha hacia el norte, dejándola tan indefensa como un acorazado en la playa. Debajo mismo estaba el campanario y las casas ocres de Castralva, en las que vimos entrar a las tropas del gobierno mientras observábamos. A la derecha, junto al cementerio, se luchaba y explotaban granadas, y fuera de la ciudad, sirviéndole de marco, su telón de fondo de piedra arenisca roja, con fantásticas erosiones, quieta como una oveja apersogada, demasiado temerosa para temblar al paso de los lobos.

Un soldado español con los labios azules por el frío y la capa cruzada en torno a la barbilla, echaba leños verdes a una hoguera y entonaba una canción que decía así: «Tengo una herencia de mí padre. Es la luna y el sol y puedo moverme por todo el mundo sin gastarla nunca».

—¿Dónde está ahora tu padre? —le pregunté.

—Ha muerto —dijo—, pero mire eso. Tendrán que abrir nuevos cementerios para los fascistas.

Desde el amanecer no habíamos temido a los aviones enemigos por el ventarrón que soplaba y la aparente imposibilidad de que volaran aviones, y ahora, con un estruendo creciente, llegaban bombarderos del gobierno, 36 aviones en la formación de una bandada de gansos silvestres, en grupos de doce, nueve y tres zumbando al viento, y sobre ellos tres docenas de cazas en formación de combate. Sobrevolaban las líneas enemigas para bombardear concentraciones de tropas y los puntos estratégicos de Teruel y no tardaron en volver, todavía en formación, pero a menor altitud, con los cazas volando apenas a doscientos metros sobre nuestras cabezas. Habían volado todos los días, pese al mal tiempo, desde que comenzara la ofensiva, mientras que los rebeldes solo habían hecho despegar sus aviones dos días, incluyendo los cuatro primeros bombarderos de los nuevos motores gemelos Dorneir, dos de los cuales fueron derribados, uno envuelto en llamas y el otro, cuyo piloto fue hecho prisionero, averiado pero intacto. Ayer, mientras estábamos en el puesto de observación, treinta aviones rebeldes empezaron a volar hacia las líneas pero fueron obligados a retroceder. Como lo expresó un oficial, los rebeldes han comido los entremeses en el norte con Bilbao, Santander y Gijón, pero ahora tienen que intentar comer el plato fuerte y lo encontrarán muy indigesto.

Aun teniendo en cuenta el optimismo del gobierno, cualquier observador militar debe admitir que en esta gran ofensiva han vuelto a exhibir su poder de ataque demostrado en las primeras fases de la ofensiva de Belchite y Aragón. Han volado cuando los aviones rebeldes no podían volar y al despejar las carreteras bloqueadas por la nieve han dado muestras de un material y una organización militar admirables. Y, sobre todo, han atacado cuando los observadores suponían que esperarían pasivamente la tan anunciada ofensiva final de Franco.

Está por ver qué harán los italianos y moros de Franco bajo las condiciones de tiempo siberiano en Teruel. Los caballos no habrían resistido las condiciones de esta ofensiva. Los radiadores de los coches se helaron y los bloques de cilindros se partieron. Los hombres, sin embargo, podían resistir y han resistido. Aún queda una cosa. Para ganar batallas sigue necesitándose la infantería y las posiciones inexpugnables solo son tan inexpugnables como la voluntad de quienes las ocupan Anoche, a través de mensajes transmitidos por prisioneros devueltos y por radio, funcionarios del gobierno instaron a la población civil a evacuar Teruel, prometiendo a todos, sea cual fuere su edad, sexo o creencia política, e incluyendo a los militares de todas las graduaciones, un salvoconducto si dejan la ciudad antes de las nueve de esta mañana por la carretera de Sagunto. A partir de las nueve el gobierno considerará Teruel un objetivo militar y como tal tendrá libertad para bombardearlo. Después de enviar esto sin que se conozca el resultado, este corresponsal vuelve a Teruel conduciendo toda la noche con dos dedos congelados y ocho horas de sueño intermitente en las setenta y dos últimas.


Ernest Hemingway
Despachos de la Guerra civil española (1937-1938)









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