Delante de la ventana, hay dos muertos. Al herido lo han tirado hacia atrás por los pies. Cinco compañeros sostienen la escalera, con sus granadas de mano junto a ellos. Una treintena de internacionales está en el cuarto piso de una casa rosada.
Un
altavoz enorme, de aquellos que transportan los camiones republicanos para la
propaganda y cuya bocina los llena, grita en la tarde de invierno que ya
declina: ¡Camaradas! ¡Camaradas! ¡Conservad vuestras posiciones! Los
fascistas ya no tendrán municiones esta tarde: la columna Uribarri les ha hecho
saltar esta mañana treinta y dos vagones.
¡Camaradas!
¡Camaradas! Conservad…
Los
fascistas no tendrán más municiones, pero por el momento las tienen: han
contraatacado y ocupan los dos primeros pisos. El tercero es neutral. Los
internacionales ocupan el cuarto.
—¡Basuras!,
—grita en francés una voz que sube a través de la chimenea—. ¡Ya veréis si no
tenemos bastantes municiones
para reventaros!
Abajo,
es el Tercio. Las chimeneas son buenos tubos acústicos.
—¡Cochinos
a diez francos diarios!, —contesta Maringaud, que se ha puesto a cuatro patas:
hasta el fondo del apartamento, las balas llegan a la altura de la cabeza. Él
tuvo en otra época el romanticismo de la Legión. Los refractarios, los
enérgicos. Abajo tiene a la Legión española, venida a defender no sabe qué,
borracha de vanidad guerrera. El mes anterior, en el Parque del Oeste,
Maringaud ha atacado a la bayoneta. ¿Y cuándo el Tercio? Esa jauría adiestrada
en sangre, servil a no sabe qué, le produce horror. Los internacionales
son también una legión, y lo que más odian es la otra.
Los
155 republicanos tiran sobre lo que fue el hospital.
El
apartamento, donde Maringaud y sus compañeros buscan «ángulos de tiro» entre
ruidos cristalinos de vidrio roto, es el de un dentista. Una puerta está
cerrada con llave. Maringaud es tan fornido que parece gordo, y tiene cejas
espesas sobra una nariz chiquita en una cara de bebé de publicidad. Cuando
derriban la puerta, aparece el gabinete de trabajo, un moro indolentemente
tendido en el sillón de operaciones, muerto. Ayer eran los republicanos los que
ocupaban la planta baja de la casa. Esta
ventana es más ancha y menos alta que las otras; las balas enemigas sólo han
roto hasta tres metros del suelo la vidriera del dentista. Desde allí se puede
ver y tirar.
Maringaud
no tiene todavía mando: no ha hecho su servicio militar. Pero no le falta
autoridad en su compañía: todos saben que era secretario de fábrica de una de
las más grandes manufacturas de armas. Los italianos habían encargado allí dos
mil ametralladoras destinadas a Franco; el patrón de la fábrica, fanático de
armas, no las dejaba encajonar «porque no estaban a punto». Todas las noches,
terminado el trabajo, una parte de la fábrica se iluminaba por encima de la
ciudad, y el viejo patrón, apasionado, modificando sólo una bisagra de una
máquina minúscula en su taller, ponía a punto la pieza decisiva que debía hacer
de esas ametralladoras «ametralladoras que no necesito decirle cómo». Y a las
cuatro de la mañana, uno después de otro, militantes obreros, siguiendo las
instrucciones de Maringaud, llegaban para falsear, con algunos limazos, la
pieza pacientemente elaborada. Seis semanas. Durante cuarenta noches se
prosiguió en esa fábrica de armas ese combate paciente entre la pasión técnica
(el patrón de Maringaud no era fascista; sus hijos si lo eran) y la
solidaridad.
Todos
los de la brigada habían por experiencia
que no era un trabajo inútil.
Los
compañeros de Maringaud vienen a instalarse encima de las balas.
Esa
casa, donde se combate desde hace diez días, asaltada o sitiada, es
inexpugnable, salvo por la escalera donde se relevan cinco internacionales con
sus granadas. La perspectiva no permite poner un cañón en batería, y en cuanto
a las balas… Quedan las minas. Pero, mientras el Tercio esté abajo, la casa,
incluso minada, no saltará.
Los
cañones de 155 de los republicanos continúan tirando.
La
calle está vacía. En una docena de casas, se insultan por las chimeneas. A
veces, un ataque, de uno o de otro lado,
trata de ocupar la calle, fracasa, se retira; los centinelas, que la muerte no
distrae, esperan, ociosos, detrás de las ventanas; si un infeliz periodista
viniera a observar aquí, tendría de inmediato su balazo en el cuerpo.
Hay
un fusil o una ametralladora detrás de cada ventana, el altavoz cubre con sus
gritos enronquecidos los insultos de la chimenea, y la calle está vacía como
para la eternidad.
Pero,
a la derecha, está el hospital, la mejor posición fascista del frente de
Madrid. Ese sólido rascacielos, aislado en medio del césped, domina todo el
barrio residencial. Desde su cuarto piso, los compañeros de Maringaud ven a los republicanos,
en cada calle, a cuatro patas en el barro; y aunque no vieran el hospital,
adivinarían su presencia por la altura que ningún cuerpo vivo puede
sobrepasar.
Como
las casas de la calle, el hospital, cuyas ametralladoras tiran incesantemente,
parece abandonado. Este rascacielos melancólico y asesino, ruina de torre
babilónica, sueña como un buey entre los obuses que lo abofetean con
escombros.
Uno
de los internacionales, buscando en todos los armarios, acaba de encontrar unos
gemelos de teatro.
Las
granadas estallan en la escalera. Maringaud va hasta el rellano.
—No
es nada —dice uno de los internacionales de guardia, en medio del estruendo de
los obuses.
El
Tercio ha intentado subir una vez más.
Maringaud
toma los gemelos. Visto de más cerca, el hospital cambia de color, se vuelve
rojo. Debe su forma nítida únicamente a su masa: bajo cada golpe del 155 que lo
bombardea, se hunde, se abolla o se achata levemente, como el hierro al rojo
bajo los golpes del martillo. Sus ventanas, más visibles, le dan ahora un
aspecto de colmena cuyas abejas han huido. Y sin embargo, muy lejos, en torno
de ese baluarte en minas, los hombres se arrastran por las
calles
lluviosas o trepan por los troles herrumbrados del tranvía.
—¡Dios
mío, Dios mío!, —grita Maringaud alzando sus fuertes brazos—. ¡Ya está, ya
está! ¡Lo atacamos!…
Están
pegados unos a los otros, entre el moro muerto en su sillón de dentista y la
ventana. Las manchas negras de los dinamiteros y de los lanzadores de granadas
surgen de la tierra en torno al hospital, alzan los brazos, entran de nuevo en
el barro, reaparecen donde estaba cinco minutos antes el rosario rojo de la
dinamita y de las granadas.
Maringaud
corre hasta la chimenea, grita al Tercio:
—¡Miren
un poco lo que ocurre en el
hospital, zopencos!
Y
vuelve corriendo a su lugar. Los dinamiteros están muy cerca; de la colmena
hundida corre hacia las líneas fascistas todo un pueblo de insectos perseguidos
por sus propias ametralladoras.
La
chimenea no ha contestado. Un checo, más inclinado que los otros
internacionales, el máuser al hombro, tira, tira, tira. En las casas de la otra
acera desde donde son asediados, los internacionales tiran también: rozando la
pared, los del Tercio huyen de la casa rosada: la casa está minada y va a
estallar.
El
Negus avanza en la contramina. Desde hace un mes, no cree ya en la Revolución.
El Apocalipsis ha terminado. Queda la lucha contra el fascismo y el respeto del
Negus por la defensa de Madrid. Hay anarquistas en el Gobierno; otros, en
Barcelona, defienden ásperamente doctrina y posiciones. Durruti ha muerto. El
Negus ha vivido tanto tiempo de la lucha contra la burguesía que ahora vive sin
mayor trabajo de la lucha contra el fascismo: las pasiones negativas siempre
han sido las suyas. Y sin embargo, eso no va ya. Oye a los suyos hacer por
radio la llamada a la disciplina y envidia a los jóvenes
comunistas que hablan después, y cuya vida no ha sido transformada en seis
meses… Combate aquí con González, el gordo compañero con quien Pepe atacaba a
los tanques italianos frente a Toledo. González es de la C.N.T., pero todo
eso le es indiferente. Hay que hacer polvo a los fascistas y discutir después.
«Tú comprendes —dice el Negus—, los comunistas trabajan bien. Yo puedo
trabajar con ellos, pero quererlos, no. En vano echo los bofes, no hay nada que
hacer…». González era minero en Asturias y el Negus obrero de los transportes
en Barcelona.
Después
del lanzallamas del Alcázar, el Negus se ha refugiado en ese combate
subterráneo que quiere, donde casi todo combatiente está condenado, donde sabe
que morirá, y que conserva algo de individual y de romántico. Cuando el Negus
no sale adelante con sus problemas, se refugia siempre en la violencia o en el
sacrificio; en los dos a la vez, mejor aún.
Avanza,
flaco, seguido por el gordo González, en una contramina que debe terminar un
poco más lejos que la casa rosada. La tierra se vuelve cada vez más sonora: o
la mina enemiga está muy cerca (pero no oye golpear), o…
Arma
una granada.
El
último golpe de pico se hunde en el vacío, y el cavador se desmorona,
arrastrado
por su impulso a un gran hueco profundo. La linterna eléctrica del Negus busca
a su alrededor como la mano de un ciego: tinajas, altas como hombres. Un
sótano. El Negus apaga y salta. Frente a él, otra linterna busca también. El
que la tiene no ha visto la luz del Negus, la primera en apagarse. Un fascista.
¿Tirar? El Negus no ve al hombre. La casa rosada está casi encima de ellos.
González se encuentra todavía en el pasillo. El Negus lanza su granada.
Cuando
el humo que gira sobre sí mismo a la luz de la linterna de González se disipa,
dos fascistas se han hundido, la cabeza por encima de un lago pegajoso de
aceite o de vino, de donde
salen pedazos de vasijas enormes, y que sube, en la luz fija de la linterna
eléctrica, hasta sus hombros, hasta sus bocas, hasta sus ojos.
El
contraataque republicano ha terminado: Maringaud y sus compañeros están libres.
González y los suyos vuelven a la permanencia de la brigada. Hay que atravesar
parte de Madrid.
Ya
se ha adquirido la costumbre del bombardeo; en cuanto los paseantes oyen un
obús desaparecen por una puerta y después vuelven a seguir su camino. Acá y
allá, las fumarolas que inclina un viento suave ponen en la tragedia una paz de
chimeneas de pueblo a la hora de la cena. Un muerto ha caído a
través de la calle, con un portafolio de abogado apretado bajo el brazo que
nadie se atreve a tocar. Los cafés están abiertos. De cada estación del metro
sale una población semejante a la de un asilo de noche siniestra; una población
desciende por ella con colchones, toallas, carritos para niños, carretillas
cargadas de batería de cocina, mesas, retratos, niños con toros de cartón; un
campesino trata de empujar un asno tozudo. Desde el 21, los fascistas
bombardean diariamente, en los alrededores de Salamanca, extraordinarias
componendas se elaboran para colarse dentro de las casas… A veces, el montón de escombros
se mueve y aparece una mano con los dedos extraordinariamente tensos, pero los
niños juegan a los aviones de caza junto a los bombardeos, entre las caras
agobiadas por la huida. Las mujeres vuelven a Madrid en espuertas y colchones,
como las de los cuentos árabes. Un conductor de tranvía que se ha unido a los
soldados para ir al servicio permanente de las brigadas, le dice a González:
—Como
vida, comprendes, es vida; pero como oficio no es un oficio: sales, haces tu
trabajo, llegas al final con la mitad de tu clientela, la otra se ha muerto en
el camino. Te lo repito: no es un oficio…
El
conductor se detiene, González se detiene, Maringaud se detiene. Todos los
transeúntes se detienen o corren a refugiarse bajo las puertas: cinco Junkers,
protegidos por catorce Heinkels, llegan sobre Madrid.
—No
hay que tener miedo —dice una voz—, uno se acostumbra.
Y
antes de que González y Maringaud hayan visto sea lo que fuere sobre el cielo
gris de la tarde, una multitud enorme sale de los refugios, de los sótanos, de
las casas, de las estaciones del metro, el cigarrillo en la boca, las
herramientas o los papeles en la mano, en suéter, en chaqueta, en pijama, o
cubiertas con frazadas.
—¡Son
los nuestros!, —dice un civil.
—¿Cómo
lo sabes?, —pregunta González.
—¡Me
suena mejor que antes!
Del
otro lado de Madrid, por primera vez, llegan treinta y seis aviones de caza
republicanos.
Por
fin llegan los aviones vendidos por la U.R.S.S. después que ésta ha
denunciado la no intervención. Algunos ya han combatido en Getafe, y los
aparatos reparados de los internacionales han echado folletos sobre Madrid para
anunciar la reorganización de la aviación republicana; pero esas cuatro escuadrillas
de nueve aviones, que llegan en losange, dirigidos por Sembrano, son, por
primera vez, la guardia de Madrid.
El
Junker que va a la cabeza tuerce a la derecha, tuerce a la izquierda, vacila.
Las escuadrillas republicanas se precipitan a toda velocidad sobre el grupo de
bombardeo. Las manos de los hombres se crispan sobre el hombro o la cadera de
las mujeres. Desde todas las calles, desde todos los tejados, desde todos los
orificios de los sótanos, desde todas las estaciones del metro, aquellos que
hace ya dieciocho días esperan de hora en hora las bombas, miran. Por fin la
escuadrilla enemiga da media vuelta hacia
Getafe, y un grito de quinientas mil voces, salvaje, inhumano, liberado, sube
hacia el cielo gris donde se hunden los aviones de Madrid.
Heinrich
mira por la ventana, al caer la noche, la multitud de soldados separados de sus
unidades que acaban de hacerse reincorporar. Ante él, el mapa donde lleva las
indicaciones que le transmite Albert, pegado al teléfono, como de costumbre.
Por todas partes se confirma que los fascistas, privados por el coronel
Uribarri del tren con municiones, no tienen más municiones.
—El
ataque a Pozuelo y Aravaca ha sido
rechazado, mi general.
Heinrich
anota en el mapa las nuevas posiciones. Los pliegues de su nuca blanca parecen
sonreír.
—El
ataque a Las Rozas ha sido rechazado —trasmite otro oficial de Estado
Mayor.
De
nuevo el teléfono:
—Muy
bien, gracias —contesta Albert.
El
ataque a la Moncloa ha sido rechazado.
Todos
tienen ganas de congratularse.
—¡Coñac
general en el próximo éxito!, —dice Heinrich.
El
Ministerio de Guerra transmite el orden de las posiciones en el receptor de
Albert; las brigadas llaman por el otro aparato.
—¡Dadme
coñac!, —dice Albert—: Avanzamos en la Puerta de Hierro; la carretera de La
Coruña está despejada.
—¡Villaverde
está reconquistado!
—¡Marchamos
hacia Quemada y hacia Garalito, mi general!
André
Malraux
La
esperanza (L’espoir), 1937
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