Madrid, 16 de febrero de 1936 - Foto: Santos Yubero |
Triunfante la República merced a las elecciones municipales celebradas el 12 de abril de 1931, las fuerzas izquierdistas y republicanas vencen también de una manera contundente en las legislativas que tienen lugar el 28 de junio del mismo año para designar a los integrantes de las Cortes Constituyentes. Disueltas las Constituyentes en el otoño de 1933, vuelven a celebrarse elecciones legislativas el 19 de noviembre. Aunque otra cosa se haya dicho muchas veces, hasta el punto de que algunos lo tengan por verdad indiscutible, en esta nueva consulta tornan a obtener mayor número de votos y diputados las organizaciones y partidos adictos a la República que los monárquicos e indiferentes a la forma de gobierno unidos. En efecto, en el segundo Parlamento republicano se sientan 217 representantes derechistas —de ellos 115 cedistas frente a 158 centristas -102 republicanos radicales como núcleo fundamental y 98 socialistas v republicanos de izquierda. En el quebranto sufrido por las fuerzas izquierdistas influyen poderosamente la profunda división entre ellas —socialistas v comunistas presentan candidaturas independientes de los republicanos en casi todas las circunscripciones, mientras las derechas van estrechamente unidas—, el voto femenino, va que es la primera vez que la mujer hace uso del sufragio, y la abstención electoral del millón de afiliados de la C.N.T. que prefieren la acción revolucionaria a la política. Pese a todo, los sufragios republicanos son muy superiores a los monárquicos.
La
obra de este segundo Parlamento de la República es clara y netamente negativa.
Parece que su única misión consiste en deshacer todo lo que bueno ó malo han
hecho las Constituyentes. Con entera claridad lo dice el propio Gil Robles en
un articulo publicado en enero de 1936 en el que afirma textualmente: «Fueron
muchos los patronos y terratenientes que en cuanto llegaron las derechas al
poder, revelaron un suicida egoísmo, disminuyendo los .salarios, elevando las
rentas, tratando de llevara cabo expulsiones injustas v olvidando las
desgraciadas experiencias de los años 1931 a 1933». La reforma agraria queda
totalmente paralizada, la legislación tiene un matiz revanchista que ahonda las
diferencias sociales y agudiza los conflictos obreros, mientras la situación
económica —por causas internas y por repercusiones de la crisis
internacional—reviste caracteres de extremada gravedad. El paro obrero sigue
una curva claramente ascendente y a finales de 1935 alcanza ya a más ele
600.000 trabajadores.
El
problema político fundamental del período es si la minoría más numerosa de la
Cámara la CEDA, que considera accidentales las formas de gobierno v no se ha
declarado republicana debe participar en el gobierno de un régimen recién
nacido y no totalmente consolidado. Los radicales que constituyen la segunda
minoría en número de las Cortes entienden que si; los socialistas v el resto de
los republicanos consideran, en cambio, que no y que su acceso al poder
equivaldría a una entrega de la República a sus enemigos. Cuando en octubre de
1934 se confían varias carteras a los cedistas, estalla un movimiento
revolucionario izquierdista que adquiere particular virulencia en Barcelona y
Asturias. A la rebelión vencida sigue una represión que alcanza particular
dureza en la cuenca minera asturiana. El segundo bienio republicano —calificado
de negro por las izquierdas— tiene una duración ligeramente superior a dos años
porque se extiende hasta el 7 de enero de 1936 en que se disuelven las Cortes.
Se caracteriza, aparte del problema constitucional de la intervención cedista
en el Gobierno, de la revolución asturiana y su represión, por los frecuentes
cambios ministeriales, la polarización de la opinión nacional en dos bloques
extremos de casi imposible conciliación, los conflictos sociales, las maniobras
políticas y los escándalos que desacreditan al partido radical en torno al cual
gira la política gubernamental durante estos críticos veinticinco meses. En
ellos se constituyen once gobiernos distintos aunque cinco sean presididos por
una misma persona, don Alejandro Lerroux lo que demuestra la extremada
inestabilidad ministerial fruto de las intrigas personales y la falta de una
mayoría parlamentaria homogénea y disciplinada.
Poco
después del último gobierno presidido por Lerroux y en el que Gil Robles desempeña
la cartera de Guerra, estalla en noviembre de 1935 el formidable escándalo del
"estraperlo", en el que aparecen personalmente complicados
significados personajes del partido radical, al que suceden pocas semanas más
tarde las acusaciones lanzadas por el señor Nombela. La obligada dimisión de
los ministros radicales, plantea la crisis total del gabinete que preside
Chapaprieta. Le sustituye un gobierno encabezado por Portela Valladares con
algunos radicales, independientes v agrarios que, francamente minoritario en
las Cortes, es sustituido por otro presidido por el mismo político a finales de
diciembre, que el día 7 de enero de 1936 recibe de manos del Presidente de la
República el decreto de disolución de Cortes.
Anticomunismo y antifascismo
La
«Gaceta» del 8 de enero de 1936 publica tres decretos firmados el día anterior
por don Niceto Alcalá Zamora. Por el primero se disuelven las primeras Cortes
ordinarias de la segunda República; por el segundo se convocan nuevas
elecciones legislativas para el domingo 16 de febrero siguiente y por el
tercero se levanta el estado de alarma imperante en la nación y se restablecen
las plenas garantías constitucionales durante todo el período electoral.
Cuando
comienzan los preparativos y la propaganda con vistas a la próxima contienda
electoral, la opinión aparece dividida en dos grandes bloques violentamente
enfrentados. De un lado están las fuerzas conservadoras, antimarxistas y
contrarrevolucionarias que van desde la Falange hasta los agrarios pasando por
la CEDA y el Bloque Nacional; del otro, los partidos republicanos de izquierda,
socialistas y comunistas apoyados por las organizaciones sindicales. En el
centro sólo quedan los restos del desprestigiado partido republicano radical,
los progresistas de Portela, los moderados de Maura, la Liga regionalista
catalana v el Partido Nacionalista Vasco. (Esta serie de organizaciones
centristas sólo consiguen en conjunto poco más de medio centenar de actas. No
obstante, el jefe del Gobierno, don Manuel Portela Valladares, apoyado e
inspirado por el presidente de la República, acaricia la engañosa ilusión de
hacer triunfar el numero de amigos y simpatizantes suficientes para constituir
un partido poderoso que, colocado entre los dos grandes bloques hostiles,
impida un choque peligroso y sangriento entre ambas tendencias extremas.) A
diferencia de lo que sucede en 1933, las derechas no van totalmente unirlas en
las nuevas elecciones, pese a que en una mayoría de provincias se establecen
acuerdos entre sus partidos representativos. Gil Robles, seguro del triunfo,
prescinde de algunos sectores antimarxistas —la Falange, por ejemplo— para
conseguir así los trescientos diputados de la CEDA con los que aspira a
gobernar en un futuro inmediato sin cortapisas de ningún género. Como
consecuencia de ello los tradicionalistas, los monárquicos alfonsinos y los
falangistas tienen que presentar candidaturas independientes en ciertas
circunscripciones. Las izquierdas, en cambio, escarmentadas por lo sucedido
tres años atrás, logran constituir —no sin largas y difíciles negociaciones— un
llamado Frente Popular que comprende desde Unión Republicana al Partido
Sindicalista, pasando por la Esquerra catalana, otros grupos republicanos, los
socialistas, los comunistas y el POUM. El día 15 de enero se hace público el
programa del Frente Popular —en buena parte redactado por don Felipe Sánchez
Román, que al final se niega a firmarlo, disconforme con la participación
comunista—. Se trata de las directrices de un programa gubernamental que habrá
de ser desarrollado desde el poder «por los partidos republicanos de izquierda
con el apoyo de las fuerzas obreras en caso de victoria». El programa.
relativamente moderado, afirma que sólo gobernarán los republicanos; que no se
irá a la nacionalización de la tierra ni de la banca; que toda expropiación se
realizará únicamente mediante la oportuna y justa indemnización; que se tomarán
medidas para ordenar la producción industrial, el mejoramiento del nivel de
vida, la redención del campesino y del agricultor mediano y pequeño; una
extensión e intensificación de la enseñanza primaria para terminar con la lacra
vergonzosa del analfabetismo y el restablecimiento de las garantías
constitucionales, al mismo tiempo que se vigoriza el principio de autoridad y
se garantiza el mantenimiento del orden público. Aparte de todo esto y como
primera y más urgente medida, propugna una amplia amnistía para toda clase de
delitos políticos y sociales, especialmente para los cometidos con ocasión de
los sucesos revolucionarios de octubre de 1934.
Fundamento
y eje en torno al cual gira toda la propaganda electoral es el anticomunismo
para las derechas e el antifascismo para las izquierdas. Resulta significativo
consignar al respecto que ni los comunistas ni los fascistas tienen en la
España de 1936 la fuerza e influencia que sus enemigos les atribuyen. En
efecto, el Partido Comunista no logra una sola acta en las elecciones de 1931 y
únicamente consigue la designación del médico Cayetano Bolivar en 1933,
mientras José Antonio es derrotado tanto el año que triunfa la República como
en 1936. Más curiosa aún es la coincidencia de que los dos primeros diputados
que en el Parlamento español se proclaman comunista y falangista —Balbontín el
primero y Primo de Rivera el segundo— se llamen José Antonio y que ninguno de
los dos sea elegido con la representación que una vez designados ostentan.
Balbontín resulta elegido en Sevilla como radical socialista de izquierdas y
Primo de Rivera en Cádiz en 1933 formando parte del bloque derechista.
Una jornada electoral tranquila
Aunque
la campaña de propaganda electoral se desarrolla en un clima de apasionada
vehemencia, la jornada del 16 de febrero discurre en toda España con absoluta
normalidad. Desde muy temprano hay una afluencia masiva a los colegios ante los
que se forman largas colas que aguardan horas enteras en completa calma. La
votación se realiza en todas partes sin alteraciones dignas de mención y el
escrutinio concluye en un orden perfecto. El tanto por ciento de votantes
resulta superior que en anteriores ocasiones, prueba inequívoca del interés que
para todos encierra la contienda ciudadana. Desde primeras horas de la noche
del domingo se tiene la firme impresión de una clara victoria del Frente
Popular; en la mañana del lunes no sólo se confirman las primeras impresiones,
sino que aumenta la magnitud del triunfo logrado por las izquierdas. En Madrid,
Barcelona, Valencia, Sevilla, Zaragoza y otras ciudades importantes la
diferencia de votos no deja lugar a la más mínima duda. Ni siquiera hay que
esperar a la segunda vuelta, señalada para el 1 de marzo, porque la veintena de
escaños que aún están en el aire no pueden influir ya en el resultado total de
la consulta electoral. En efecto, en esta primera vuelta han resultado elegidos
258 diputados del Frente Popular, mientras las derechas no consiguen más que
152 y otros 52 los centristas.
En
el nuevo parlamento la minoría mas numerosa vuelve a ser, como en 1931, la
socialista, seguida de cerca por las de la CEDA e Izquierda Republicana, que
preceden a las de Unión Republicana y Esquerra de Cataluña. Los centristas de
Portela Valladares son 16, igual que los comunistas. Doce escaños alcanzan la
Lliga Regionalista, los agrarios y los monárquicos. Por último, los
tradicionalistas logran 9 diputados, 6 los progresistas y 4 los radicales. Por
su parte, Falange Española no consigue una sola acta, pese a presentar
candidatos en numerosas circunscripciones.
También
el Frente Popular alcanza la victoria por el número de votos logrados, si bien
las cifras que unos y otros barajan con posterioridad constituyen motivo de
encontradas opiniones y grandes controversias. Existe para ello una causa fácil
de explicar: la disparidad en la cifra de las distintas votaciones. Aparte de
las arrojadas por la primera vuelta electoral, en torno a las cuales no puede
haber discusión, están las de la segunda vuelta celebrada quince días después y
la nueva votación efectuada con bastante posterioridad en aquellas
circunscripciones en que las actas fueron anuladas por irregularidades o
anomalías. En los cuarenta años transcurridos desde entonces, muchos hacen
cubileteos con los votos conseguidos en una u otra ocasión, sumando los de la
segunda y tercera vueltas a los de la primera para el bando que goza de sus
simpatías y no haciendo lo mismo con el adversario. La realidad es que tampoco
en este sentido se presta a discusión el triunfo del Frente Popular. Aunque no
exista una diferencia aplastante de votos —4.540.000 sufragios para el Frente
Popular, contra 4.300.000 sumados los obtenidos por el centro y la derecha— la
ley electoral, que concede una prima considerable a la mayoría, determina que
los diputados de izquierda casi dupliquen a sus adversarios de la derecha.
Aparte, claro está, de los escaños centristas elegidos por los votos de quienes
aun siendo moderados, no dejan de ser republicanos y liberales.
Rumores, gestiones y amenazas
Pero
todas estas discusiones acerca de los resultados electorales del 16 de febrero
de 1936 se producen meses, años e incluso lustros después de ocurridos los
hechos. En los primeros días, en las jornadas del 17, 18, 19 y sucesivas del
mes de febrero, nadie tiene la más ligera duda de que la victoria es del Frente
Popular. Ni el gobierno ni los políticos ni los periódicos lo ponen en tela de
juicio. Hay una coincidencia absoluta de pareceres y hasta los más decididos y
combativos antimarxistas admiten e incluso proclaman su triunfo. José Antonio
Primo de Rivera escribe un famoso artículo en que reconoce el éxito
izquierdista, que atribuye a la ceguera política y al egoísmo de las derechas.
Gil Robles por su parte visita a Portela Valladares para urgirle a levantar el
dique de una declaración del estado de guerra contra los posibles excesos de
las masas obreras al conocer toda la magnitud del triunfo conseguido.
No
es Gil Robles el único en visitar a Portela Valladares ni en ver en la
declaración del estado de guerra una solución momentánea a la crisis planteada
por el éxito electoral izquierdista. Según cuenta Arrarás en la página 223 de
su biografía de Franco, publicada en Valladolid en 1937, el entonces jefe del
Estado Mayor Central realiza diversas gestiones con el ministro de la Guerra,
el inspector jefe de la Guardia Civil y el todavía presidente del Gobierno con
el mismo objeto. Asimismo conferencian con Portela, Martínez de Velasco,
Goicoechea y Calvo Sotelo. Incluso por Madrid circulan insistentes rumores de
un golpe de Estado, cuyo objetivo fundamental es impedir que el poder sea
entregado, como corresponde constitucionalmente, al Frente Popular triunfante
en aquellas elecciones generales. Las últimas que se celebrarán en España
durante los siguientes cuarenta años.
El
propio don Manuel Azaña se hace eco de estas alarmas y lo hace constar así de
una manera expresa en las anotaciones de su «Diario» correspondiente al 19 de
febrero de 1936 (páginas 563 y 564 del tomo IV de sus «Obras Completas») si
bien no acaba de tomarlas muy en serio. Da por descontado que en cuanto se
rumorea no hay más que un exceso de fantasía y despectivamente escribe hablando
de los posibles conspiradores: «No creo que haya ninguno dispuesto a jugarse nada
en serio». (Lo habrá, desgraciadamente, unos meses después y el resultado será
una trágica guerra civil que costará la vida a varios cientos de miles de
españoles).
Pero
aun triunfante el Frente Popular el 16 de febrero debe esperarse a la segunda
vuelta —aunque sus resultados no pueden modificar ya la mayoría parlamentaria—
antes de plantear la crisis el gobierno que ha dirigido la consulta electoral y
recibir el encargo de formar un nuevo ministerio el representante del bloque
victorioso. Sin embargo todo esto no pasa de ser pura doctrina constitucional
de difícil aplicación en un país que atraviesa por momentos tan críticos.
Aunque ni Azaña ni los partidos republicanos de izquierda tienen la menor prisa
por hacerse cargo del poder, el 19 de febrero el señor Portela Valladares,
totalmente derrumbado por la victoria izquierdista y abrumado por la amenaza de
un posible golpe de Estado, decide abandonar su puesto y esa misma tarde don
Manuel Azaña tiene que formar un gobierno que entra en funciones
inmediatamente. «Siempre he temido —escribe el interesado— que volviéramos al
gobierno en malas condiciones. No pueden ser peores. Una vez más tenemos que
segar el trigo en verde».
Eduardo de Guzmán
Publicado en Tiempo de Historia nº 16 marzo de 1976
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