Era
el verano de 1936. Era un julio azul, teñido de oros violentos. Era la siega y
los baños
en el río y el cielo estrellado sobre nuestras cabezas. Solíamos contemplarlo:
un techo inmóvil, indestructible, amigo. La luz fría y brillante de la luna
señalaba caminos en la noche. Era verano en Castilla. Recuerdo que hacía calor,
mucho calor. De norte a sur, de este a oeste, los niños vivíamos alegres la
doble libertad del verano y la vacación. La tierra seca o verde, los bosques o
las playas estallaban de promesas lúdicas. Pueblos y ciudades llenos de niños
despreocupados y felices, ignorantes, en un recreo ininterrumpido, de todo lo
que no fuera el sol y el juego.
De
pronto, una mañana estalló la catástrofe. El mundo se desplomó. Todo comenzó a
derrumbarse a nuestro alrededor y los niños asistimos despavoridos al final de
nuestra infancia.
Algunos
se hundieron entre los escombros,
muchos se refugiaron en frágiles guaridas y otros huyeron, de la mano del
padre, atravesando la tierra de nadie hasta alcanzar fronteras de amistad y de
socorro.
La
fotografía que hoy contemplamos, con un temor inevitable, podría ser la imagen
de cualquier guerra de ahora mismo, de ayer o de mañana. Pero ocurre que esa
fotografía refleja nuestra guerra, con ese posesivo doloroso y maldito de
guerra nuestra, guerra de nuestros niños asustados y hambrientos, arrastrados
deprisa lejos del trueno abrasador y mortal de las bombas.
Hombres,
mujeres y niños cargados con los restos del naufragio, iniciaron un viaje sin
retorno. Dentro quedaron muchos. Niños de la guerra, testigos de la muerte, la
destrucción y el caos, que seguían jugando en los escombros; viviendo en lo que
quedaba de sus hogares, con el padre en el frente
y la madre buscando qué comer, en qué trabajar, a qué puerta llamar.
En
una u otra zona del espanto, los niños de la guerra jugaban a estar vivos, a
esperar, a guardarse las preguntas para después que todo terminara. Preguntas
que se quedaron sin respuesta durante años. Preguntas suspendidas en el aire,
cargadas de incertidumbre y miedo.
Mientras
tanto, los niños del destierro compartían el pan y la palabra en campamentos
improvisados. Más tarde, emigraron lejos, a otras tierras, a otras lenguas, a
otras costumbres. Muchos perdieron en la huida la mano protectora, la manta que
abrigaba su sueño —olor a casa, a padre, a madre, a todo lo abandonado—. La
mayoría siguió adelante. Encaramados en camiones atravesaron caminos, ríos,
montes. Llegaron a puertos solidarios y cruzaron océanos.
Los más afortunados encontraron un puesto entre los hombres de buena voluntad
que les abrieron sus brazos generosos.
Cuando
acabó la guerra, los que habían permanecido en sus casas se vieron sumergidos
en una etapa de privaciones y prohibiciones infinitas. Niños retenidos en el
pueblo o la ciudad propia, incomunicados con el mundo exterior; niños huérfanos
o custodiados por padres temerosos. Hijos de los vencidos que vivían en
silencio su derrota, que inventaban cada día la forma de salir adelante.
Había
otros niños, hijos de padres vencedores, intransigentes y autoritarios que
esgrimían el «no» a cualquier propuesta alegre, a cualquier escapatoria del
cerco asfixiante que marcaba la dura realidad. Niños todos de la sórdida
posguerra, encerrados
en límites estrechos, sometidos a consignas, censuras, miedos.
Han
pasado sesenta años desde esta fotografía, desde esa guerra cruel y nuestra.
Muchos de aquellos niños han muerto ya. Unos pocos han regresado en busca de un
país que fue suyo y que quedó grabado en su memoria con la nitidez de los
recuerdos infantiles. A veces, casualmente, nos encontramos los que fuimos
niños de la guerra, dentro y fuera de España. Nos quedamos mirándonos unos
momentos y en nuestra mirada se adivinan mil cosas nunca dichas. Y una pregunta
que encierra otras preguntas: ¿Por qué? ¿Por qué nos fuimos? ¿Por qué nos
quedamos? Niños de la guerra, niños del destierro.
Una
generación de españoles marcada siempre por la peor experiencia que un país
pueda sufrir: la guerra civil.
Ese
niño pequeño de la fotografía, ese niño que huye aferrado a la mano de su
padre, seguido de un hermano un poco mayor que él, pero maduro de golpe,
responsable instantáneo de su destino; esos soldados que contemplan la escena,
son todos ellos un símbolo de lo que no debe ser, de lo que nunca puede volver
a repetirse. Era un verano cálido y los niños jugaban en la calle, en el campo,
libres con la libertad esplendorosa de las vacaciones. Como ahora mismo, en
este verano del 96 juegan otros niños, nietos nuestros, nietos de aquellos
niños del 36. Ajenos a peligros, amenazas, catástrofes. En paz y en
libertad.
Los niños del destierro. Testimonio de Josefina R. de Aldecoa, recogido en Los
niños republicanos en la Guerra de España, de Eduardo Pons Prades, 1997
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