Lo Último

2310. Cuando las nebulosas eran todavía polvo cósmico

Como una especie de milagro, Manuel Monzón Rodríguez, se quedó colgando por el cuello de la chaqueta del abuelo Julio en la afilada piedra. Él sabía en el momento de ser arrojado al vacío que de la Sima de Jinámar no escapaba nadie. Se acurrucó como pudo en la minúscula repisa, tenía el brazo partido, mientras veía caer al abismo volcánico a sus compañeros y amigos, más de cien jornaleros del Frente Popular, sindicalistas de la CNT y la Federación Obrera.

Escuchaba las risas y chascarrillos de los falangistas y Guardias Civiles, que borrachos se divertían asesinando hombres y mujeres inocentes. El joven de Tamaraceite era consciente, intuía, que sería muy complicado escalar, subir sin cuerdas más de cincuenta metros de acantilado.

Tras varias horas de gritos, lamentos, llantos, risas y la caída al fondo del agujero de las botellas de ron de caña de los fascistas se hizo el silencio, estaba casi amaneciendo y del fondo llegaba un fuerte olor a sangre y vísceras, se escuchaban gemidos de dolor, gente agonizando, un sonido que se amplificaba por la forma de la chimenea de lava ancestral. Manuel no sabía qué hacer, si se movía podía caer, solo le quedaba la opción de estar inmóvil, el brazo le dolía demasiado, los dedos estaban hinchados, le latían como si fueran corazones con uñas rotas, astilladas, destrozadas por las brutales torturas en el centro de detención ilegal de la calle Luis Antúnez de Las Palmas.

Cuando ya había perdido la esperanza y no se escuchaba nada en el fondo, ya parecía que todos habían muerto desangrados, cuando ya le pasaba por la mente soltarse y dejarse llevar por la oscuridad hasta la inevitable muerte se oyeron voces arriba, no eran tan estridentes como las de los asesinos, eran palabras emitidas por bocas nobles, algunas niñas, voces femeninas, de varios jóvenes y un señor mayor que decía algo sobre la terrible crueldad de aquellos seres infernales.

Manuel gritó:

—¡Auxilio, estoy aquí, estoy vivo, ayuda por favor!

—Trae la soga de la alforja del burrito —dijo Soledad Cabrera Alcántara.

La mujer de San Gregorio, (Telde), tenía sus cabritas a varios kilómetros de Caserones, al otro extremo de la Sima. En un instante, en menos de una hora, llegó hasta Manuel con una cuerda gruesa.

—Amárrate la cintura mi niño, nosotros te sacamos pa arriba.

El joven se ató lentamente, no podía mover el brazo derecho, afortunadamente era zurdo, al momento se vio con las piernas sobre el risco oscuro, subiendo hasta que se quedó colgado, no había pared, solo oscuridad, creyó por un momento que no lo conseguiría, pero desde arriba había fuerza, voces, respiraciones aceleradas, hasta algunas risas, lo subían, lo elevaban hacia la vida, hacia aquel sol intenso de agosto del 36.

Salió lleno de polvo, la cara ensangrentada, la ropa destrozada, al momento lo acogieron, el grupito de gente buena, varias niñas, Soledad, el abuelo Ignacio Tejera.

—Mi cielo tienes que salir de aquí cuanto antes, vamos hasta la Higuera Canaria, allí te esconderemos, debemos tener mucho cuidado, hay varios vecinos chivatos, ponte estas ropas, te llamas Carlos Cabrera, eres mi hijo si alguien nos para y nos pregunta —dijo la pobre Soledad mientras le limpiaba las heridas con sus enaguas.

La comitiva solidaria partió montaña arriba, las cabras les seguían, un perro lanudo, grande, con los ojos dulces, parecía saberlo todo, cómplice directo de la evasión del muchacho de La Montañeta en el municipio de San Lorenzo.

Lo escondieron en la casa de Isabel Martel, la viuda de Antonio González, asesinado el 22 de julio del mismo año en los pozos de la finca de los Ascanio. Allí quedó Manuel casi cuatro años escondido, solo salía de noche al patio bajo la parra cargada de uvas blancas. El superviviente, el único que logró salir del agujero pasaba sus noches de amor con la triste Isa, su pareja entre aquel inmenso dolor, el miedo a los ladridos de los perros que  anunciaban la llegada de la “brigada”.

Un amor añejo sembró de flores aquel lecho perfumado, de un olor como de amapolas, incienso moruno y naranjas, mientras al otro lado de la montaña el abismo seguía cada noche siendo el lugar del crimen impune, cientos de hombres de mujeres arrojados a la oscuridad por aquellos asesinos sanguinarios, Manuel besaba a Isabel, metidos en el fondo del alpendre en la cama de paja y pinocha, supervivientes del íntimo pasaje del terror en los sueños invisibles.


Francisco González Tejera
Semilla de Memoria









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