Miguel Gila con sus amigos en una de sus excursiones a Hoyo de Manzanares. Los chicos marcados con una “X” César y Carlos fueron fusilados al finalizar la Guerra. Fuente: www.miguelgila.com |
Alfonso XIII abandona Madrid
Ya estábamos en el mes de marzo, yo cumplí los doce años,
luego vendrían las vacaciones, acabaría la cuarta clase y ya me quedarían
solamente dos para terminar el colegio y buscar un trabajo en cualquier oficio,
que era lo que yo quería y lo que querían en mi casa.
En abril de ese año leímos en el periódico una noticia que habría
de provocar grandes cambios en el país.
El rey Alfonso XIII ha abandonado Madrid con su familia, rumbo a
un puerto del Mediterráneo desde el que se supone saldrá para el extranjero.
Aunque no ha abdicado ni renunciado formalmente al trono, Alfonso XIII antes de
partir ha manifestado que acepta la voluntad nacional. El que hasta ahora fue
comité revolucionario, compuesto por Niceto Alcalá Zamora, Manuel Azaña,
Indalecio Prieto, Largo Caballero, Miguel Maura y algunos otros dirigentes
republicanos, se ha erigido en Gobierno provisional de la República. El cambio
de régimen, que se ha celebrado en toda España con gran entusiasmo, se ha
llevado a cabo sin alteraciones de orden público y sin que haya habido que
lamentar incidentes de ninguna clase.
Había un gran revuelo en las calles, gentes que gritaban.
Los obreros de Boetticher y Navarro abandonaron el trabajo dando vivas a la
República. Era el 14 de abril. Hacía un mes que yo había cumplido los doce
años, ya sólo me faltaban dos para estar entre aquellos obreros, porque mi tío
Manolo ya había hablado para que al cumplir los catorce entrara de aprendiz.
Uno de los obreros me colgó un letrero al cuello que decía: "¡Viva la
República!" Nos acercamos hasta la casa de don Niceto Alcalá Zamora, en
Martínez Campos casi esquina a Zurbano.
Yo no tenía idea de qué significaba la República, ni de si
era buena o mala, pero como vi a los obreros tan contentos, imaginé que era
buena, y me uní a ellos coreando los gritos y los vivas.
Alcalá Zamora se asomó a uno de los balcones de su casa y
después de un saludo con la mano, nos dirigió un breve discurso. Desde ahí nos
fuimos a la Puerta del Sol. La Puerta del Sol estaba abarrotada de gente.
Llevaban pancartas que, como en la que a mí me habían colgado del cuello, se
leía: "¡Viva la República!"
Ya en el barrio, un grupo de gente me incitó a que pusiera
una bandera republicana en la mano de la estatua del general Concha,
conmemorativa de la batalla de Castillejos, que está en la Castellana, entre
Abascal y María de Molina. Haciendo grandes esfuerzos y ayudado por algunos
chicos del barrio, conseguí subir hasta la estatua, pero cuando me
deslizaba por el brazo hacia la mano del general, perdí el equilibrio y caí
desde aquella altura hasta el suelo, me hice una brecha en la cabeza y me dejé
la mitad de un diente en el pedestal de piedra de la estatua. No me maté de
milagro, pero me aplaudieron como si hubiera ganado una batalla.
Desde abril de 1931 hasta el comienzo de la Guerra Civil,
ocurrieron muchísimas cosas que para mí resultaban muy confusas. En mi casa,
como cada noche durante la cena, comentaban los acontecimientos del día, y yo,
aunque seguía siendo nada más que un chico sin voz ni voto, empezaba a tomar
conciencia de que algo grave iba a pasar en España.
Seguía yendo al colegio, pero había habido cambios: algunos
frailes se pusieron del lado de la República y continuaron dando clases, otros
habían abandonado el colegio y no se sabía nada de ellos. Juanito García Sellés
y yo seguíamos, cartera al hombro, con nuestros cuatro viajes diarios de casa
al colegio y del colegio a casa. En el mes de junio, como cada año, nos dieron
las vacaciones y como cada verano nos lo pasamos en la calle jugando al fútbol
hasta que se hacía de noche y no se veía la pelota.
Alguno de mis tíos, no sé cuál de ellos, me hizo de una cosa
que no sé si era del Partido Socialista o del Partido Comunista, algo así como,
después, durante la dictadura, los Flechas y Pelayos. Se llamaba Salud y
Cultura y nuestro uniforme era nuestra ropa de diario, pero llevábamos en la
cabeza un gorro como el de los marinos americanos, que llamaban
"merengue" y en el que mi abuela me había bordado con hilo rojo las
siglas S. C. También llevábamos en el cuello un pañuelo rojo. Bajábamos por la
cuesta del parque del Oeste hasta la Casa de Campo, cantando:
Somos de Salud y Cultura
nos queremos como hermanos
y el que nos quiera pegar
en la Casa Campo estamos.
Se le empinó, se le empinó
se le empinó para marchar,
para marchar,
y aunque venga la Legión,
va adelante el batallón.
Se le empinó,
se le empinó.
En la Casa de Campo nos daban charlas sobre el mal trato que
le daban los patronos a los obreros, sobre la explotación de los campesinos a
manos de los terratenientes y que esto se iba a acabar, que España era el país
con más analfabetos del mundo y que un político republicano había dicho que
España no sería una nación hasta que, en los pueblos, la escuela fuese más alta
que la torre de la iglesia; que nosotros éramos el futuro y que teníamos que
aprender a defender los derechos de los trabajadores.
Después nos daban una merienda y jugábamos hasta el final de
la tarde, que volvíamos a casa.
Y en una de esas tardes en que volvía a casa, me llegó la liberación:
mi tío Ramón se había alistado al cuerpo de Guardias de Asalto y le habían
destinado a Málaga. Se fue tres días después. Para mí, aquello era un sueño, se
acabaron los pedos y los sustos. Toda la habitación y la cama eran sólo y
exclusivamente para mí.
Se crearon las escuelas de Artes y Oficios nocturnas; como a mí me
gustaba mucho el dibujo, me anoté en una de estas escuelas en la calle de la
Palma, y aunque a mí el dibujo que me gustaba era el artístico, mi tío
Manolo me convenció para que estudiara dibujo lineal, argumentando que cuando
empezara a trabajar en Boetticher y Navarro me iba a ser muy útil. Y así fue
como todas las tardes, después del colegio, me iba hasta la calle de la Palma a
estudiar dibujo lineal. Esto me quitaba muchas horas de juego con los amigos
del barrio, pero el dibujo me iba gustando cada día más. Mi tío me había
comprado una caja de dibujo con un compás y un tiralíneas, una goma de borrar,
un lapicero, un cuaderno, un cartabón y una regla. Aquel material era para mí
un tesoro. Durante muchos años había soñado con tener una de esas cajas.
Y alternando el colegio con las clases en la escuela de
Artes y Oficios y mis juegos con mis dibujos llegó 1932. En marzo había
cumplido los trece años, me faltaban sólo tres meses para terminar la quinta
clase y en otro año más la sexta y última, Ya con catorce años dejaría el
colegio y empezaría a trabajar de aprendiz. Pero cometí la torpeza de gastarle
una broma pesada al hermano Serafín, el de la quinta clase. Yo estaba, como era
mi costumbre, haciendo modificaciones en el libro de Historia. En una
ilustración estaban los Reyes Católicos recibiendo a Cristóbal Colón a su
regreso de las índias. Pinté un globo sobre la cabeza de Isabel la Católica y
dentro del globo una frase que decía: "Si no fuese porque mi marido es muy
celoso, le daba un beso en el morro que se lo destrozaba". Y de la boca
del rey salía otro globo que decía: "Pues por mí no lo dejes, que si te
apetece, me hago el tonto
El hermano Serafín era alto y gordo, pero tenía voz de vicetiple,
era como si en lugar de hablar él lo hiciera un enano que llevara oculto debajo
de la sotana. Cuando más nos hacía reír era cuando se enfadaba, porque parecía
como si al enano que llevaba debajo de la sotana se le atiplara más la voz.
No sé cómo lo hizo, ni le oí acercarse, pero de un tirón me
quitó de las manos el libro de Historia, miró el grabado de los Reyes
Católicos, leyó lo que yo había puesto en boca de cada uno de ellos, cerró el
libro y me hizo extender la mano con la palma hacia arriba. Intentó darme un
golpe con la regla de madera, pero retiré la mano y dio un reglazo en el vacío.
Había puesto tanto énfasis en el golpe que debió hacerse daño, porque sin
soltar la regla, con un marcado gesto de dolor, se llevó la mano al hombro derecho.
Se enfureció más, y aunque el enano que suponíamos llevaba debajo de la sotana
no dijo nada, en el rostro del hermano Serafín se reflejó la mala leche por el
fallo. Con un reglazo certero me golpeo con saña en la espalda, luego me ordenó
que me sentara en la tarima donde él tenía su mesa. Me dolía la espalda del
golpe. No dije nada, no quise darle el gusto de que disfrutara del castigo,
apreté los dientes y disimulé el dolor, pero se la guardé. Dejé que pasaran
unos días y me porté bien, hasta que una vez, aprovechando que pasaba junto a
mi pupitre, le enganché en la sotana con un alfiler, a la altura del culo, un
letrero que decía: "No tocar, peligro de pedo". No se dio cuenta,
pero cada vez que nos daba la espalda, la clase era una carcajada unánime. Ni
él ni el enano que suponíamos llevaba debajo de la sotana sabían el porqué de
aquellas carcajadas, porque cuando se volvía de cara, los chicos, aunque con
grandes esfuerzos, contenían la risa. Al final descubrió el cartel, no anduvo
con interrogatorios, vino derecho hacia mi pupitre con la regla en la mano. No
le di la oportunidad de llegar, comencé a dar vueltas alrededor de las mesas.
El hermano Serafín, regla en alto, detrás de mí. Los chicos me pusieron los
libros y los cuadernos sobre el pupitre más cercano a la salida, los cogí en mi
carrera y abandoné la clase y el colegio.
Aún faltaban dos meses para las vacaciones de verano, los dos
meses me los pasé yendo a El Retiro, al río Manzanares y a otros lugares,
esperando el mes de junio.
Para no cargar con la cartera, me llevaba un único libro,
argumentando que ese día sólo teníamos Gramática, Cálculo o Geometría.
Y así llegó el mes de junio, las vacaciones y con ellas mi
liberación. Lo que haría al año siguiente prefería pensarlo cuando llegara el
momento.
El Gobierno de la República mandó construir varios grupos
escolares, uno de ellos en la calle Cea Bermúdez, cerca de mi casa. Yo pensaba
que tal como estaban las cosas -las huelgas y la quema de conventos-, acabarían
por cerrar los colegios de frailes y con ello se me daría la oportunidad de
terminar mis estudios en un colegio nuevo, sin tener que explicar en mi casa lo
que me había pasado con el hermano Serafín.
Pero el colegio de la Inmaculada Concepción seguía en pie y
al final del verano abriría sus puertas.
Todo lo que ocurrió durante la República está en los libros
de historia y en las hemerotecas. La quema de conventos, la renuncia del
príncipe de Asturias a la Corona, su matrimonio con la cubana Edelmira
Sampedro, el levantamiento anarcosindicalista en Madrid, Cataluña y Valencia,
la huelga general revolucionaria y las sublevaciones en Asturias y Cataluña o
la represión en Casas Viejas. No voy a relatar nada de lo que, políticamente,
aconteció en aquellos años, porque creo que esa labor le corresponde a los
historiadores y porque sé que existe un gran abismo entre la visión de los
hechos contados por un historiador y mi visión de chico. Aparte de que estoy
convencido de que los historiadores escriben la historia influenciados por su
ideología. He leído muchos libros de historia y en todos ellos hay una
tendencia a contarla según el pensar y el sentir de cada historiador, de la
misma manera que cada lector acepta como cierta la que más se adapta a lo que
él piensa y a lo que siente. En estos últimos años han salido unas seis
biografías de Franco, ninguna es coincidente, en todas el biógrafo cuenta a su
manera o condicionado por su ideología, la vida del que fue durante la
dictadura el caudillo de los españoles.
Pretendo solamente contar mis vivencias de aquel entonces usando,
como único medio, lo que esté archivado en el desván de mi memoria. Y lo que
está archivado, en lo que a política se refiere, es muy poco, que en las
elecciones de febrero de 1936 todos los chicos del barrio y yo fuimos al
colegio de Sordomudos en el paseo de la Castellana, donde habían instalado las
urnas para emitir los votos y le gritábamos a la gente que había que votar al
Frente Popular. A esa edad, aunque en mi casa a la hora de la cena se hablaba de
política, yo no tenía ni la menor idea de qué era y qué significaba el Frente
Popular ni qué era la CEDA o la FAI, ni quiénes eran Berenguer o Sanjurjo. Tan
sólo trato de rescatar del desván de mi memoria aquellos aguafuertes de las
cosas que más me impactaron.
Miguel Gila
Entonces nací yo. Memoria para desmemoriados
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