Huyendo de la muerte (¡aquel terrible choque del
expreso en un túnel!), de la que se había salvado por llegar tres minutos más
tarde a la estación del Norte, Javier, aquella misma noche y al azar, escogía
sobre el mapa de España un punto cualquiera donde pasar las vacaciones de
verano. Igual que en la infantil y olvidada clase de geografía, su dedo, a modo
de puntero, fue recorriendo de Norte a Sur, de Levante a Poniente las tierras
coloreadas de las provincias, saliéndose de ellas lentamente hasta llegar al
mar y pararse en una isla con la que siempre había soñado: Ibiza. Allí pasaría
un mes, o poco más, retirado de todo en un molino, leyendo, escribiendo,
mirando las bahías diminutas, las veleras lejanas, bajo la sombra antigua de
los viñedos y algarrobos.
A la mañana siguiente, sin advertir a nadie de su
cambio de rumbo, salió para Alicante, donde debía embarcarse al atardecer.
I
Bajaba poco a la ciudad.
Unos geranios altos, fuertes, membrudos y hombretones,
como jamás los había visto; un pozo de agua turbia que rezongaba, protestando
abajo, con una voz de ogro semidormido, cuando el cubo de cinc se le hundía en
la garganta; un algarrobo de brazos milenarios y codos enraizados en la tierra;
dos habitaciones de cal; un molino de vela, rotas dos de sus aspas y siempre
fijo ya en el mismo viento; toda esta maravilla puesta en una terraza,
suspendida sobre el pequeño mar de una ensenada solitaria, hacía que Javier se
sintiese más perezoso que nunca, de espalda al resto de la isla, mirando sólo
lo que tenía delante: playas casi desiertas, higueras adormiladas, suaves
colinas de pinos adolescentes, y el Mediterráneo, cerrado su añil en un extremo
por la banda tórrida de otra isla: Formentera.
Esta dejadez y rústico abandono le retenían lejos de
la ciudad. Cuando algunas tardes bajaba, siempre por las veredas de las tumbas
cartaginesas y los olivos seniles, iba a sentarse entre los pescadores del Bar
La Estrella, en la acerca de la marina. Desde su arribo a la isla no había
leído los periódicos de la Península. Llegaban ya de noche, retrasados, y no
valía la pena hacer cuatro kilómetros para irlos a buscar. Sabía que por allá
las cosas no iban bien, que diariamente caían asesinados muy buenos camaradas y
que la respuesta a todos estos crímenes había ido a clavarse mortalmente en la
cabeza de un «ilustre político», jefe del partido monárquico. Aquella tarde, y
alargando el camino por el borde de las viejas murallas, bajó a sentarse al
bar, seguro de distraerse un poco escuchando el lenguaje, para él
incomprensible, de los pescadores ibicencos, primitivos y rudos, con aire de
piratas y perfiles de águilas costeras. No los conocía. Ni ellos tampoco a él.
Sólo el dueño le saludaba, cruzándose entre ambos, al servirle, unas pocas
palabras castellanas, las suficientes para comprender esas otras que por recelo
o falta de confianza se callaban. Aquella tarde se atrevieron a más.
—¿Socialista? —insinuó, a media voz, Javier.
—Sí. Y casi todos estos que frecuentan mi bar. O, al
menos, de la U. G. T. ¿Y usted?
Javier le respondió después de unos instantes de duda:
—Amigo de los trabajadores.
La voz ampliada de un gramófono les tapó el diálogo.
Algunas mozas ibicencas, con sus largas faldas rizadas, sus petos y zarcillos
labrados de oro puro, seguidas por unos marineros, se pararon a escuchar la
canción. Metálica, atronadora, una voz de mujer inundaba el paseo, saltando por
encima de los mástiles, enredándose en las jarcias y las redes tendidas:
Carita
de emperaora,
cuerpo de clavel moreno...
Fue llegando
más gente, hasta formarse un muro de caras silenciosas, ojos y oídos atentos.
Javier, de pronto, reconoció algunas. Caras vistas en Madrid, en la
Universidad, en determinados cafés y sospechosas tertulias estudiantiles. Había
venido a Ibiza, un poco fatigado de la lucha política, a premiarse con un mes
de reposo y aislamiento su doctorado de Filosofía y Letras. La presencia de
aquellas caras enemigas, mezcladas con las de inocentes ibicencas, le desagradó
hasta torcer la boca con un gesto de asco. Se hubiera marchado en aquel mismo
instante a otro lugar: a Mahón, a las costas de África, adonde ni de vista
reconociera a nadie. Ya iba a pagar para subirse a su molino, cuando la voz del
gramófono fue interrumpida violentamente por la de la radio. Las primeras
palabras, enredadas aún en las del cante jondo, no se comprendían. Eran las de
un hombre que hablaba claro, pero angustiosamente; que de pronto gritaba, lleno
de autoridad y de ira. La gente que oía se arremolinó, desordenándose.
—¡Silencio! ¡Silencio! —chilló entonces Javier,
subiéndose a una silla—. ¡Es Madrid, camaradas! ¡Habla Madrid!
Las palabras del hombre que gritaba por radio fueron
al fin dominando el tumulto. Nueva ola de gente se agolpó ante el Bar La
Estrella. Y las palabras lograron sonar límpidas, tajantes, sobre el silencio
del paseo marino:
—¡Huelga general, trabajadores! ¡Huelga general en
aquellas capitales y pueblos donde los militares rebeldes hayan osado declarar
el estado de guerra! ¡Huelga general! Los momentos son graves, gravísimos. El
proletariado español sabrá responder a esta provocación derrochando su valentía
y su sangre...
Javier volvió a chillar todavía con más fuerza:
—¡Es la voz de Largo Caballero, camaradas! ¡Es Largo
Caballero, socialistas! ¡Trabajadores ibicencos: es la voz de vuestro jefe, del
camarada Largo Caballero, la que estáis escuchando!
Impasibles, los pescadores sentados en el bar miraban
a Javier y al altavoz de la radio como si los dos hablasen un idioma
extranjero. Javier llegó a pensar: «Estos hombres de Ibiza no entienden bien el
castellano.»
—¡Camaradas...! —les empezó a decir con una mezcla de
rabia y ternura.
Pero de la radio salía una nueva voz repitiendo,
insistente:
—Se licencia a todos aquellos soldados cuyos jefes
traidores les hayan ordenado sublevarse. Quedan libres... Pueden marcharse
todos a sus casas... Se licencia...
Después se oyó la voz de la C.N.T.; también, la de
la F.A.I.
Las órdenes, la lectura de proclamas y adhesiones al
Gobierno, los discursos se sucedían rápidos, cubriéndose los unos a los otros.
Una nueva voz, que Javier reconoció en seguida, comenzó a hablar. Era grave,
solemne, llena de nobleza. Todo lo doloroso, lo firme, lo grande de la tierra
de España temblaba en su acento:
—¡A las armas, pueblo español, trabajadores españoles!
Socialistas, anarquistas, comunistas: ha llegado la hora de liquidar a vuestros
verdugos. La patria está en peligro. ¡En pie todos, con el Gobierno del Frente
Popular, con el Gobierno legítimo de la República! Habla el Partido Comunista.
¡A las armas, obreros, campesinos, marineros, soldados!
—¡Ibicencos! —volvió a chillar Javier, saltando sobre
una mesa y espinándose aún para que lo que iba a revelar cayera desde arriba,
removiendo en un vuelco el pecho de la gente—. ¡Es Pasionaria, la camarada
Dolores Ibarruri, la que se dirige a vosotros! ¡Pasionaria!
En ese momento la radio conectaba con la Puerta del
Sol. El alma entera y entusiasta del pueblo de Madrid invadió la impasibilidad
de la isla, llenándola de canciones heroicas, de clamores de muchedumbre,
gritos y vivas.
—¡U.H.P.! ¡U.H.P.! ¡U.H.P.!
En el ritmo cortante y repetido de estas tres letras
se marcaba la marcha decidida, la voluntad firme de los trabajadores
madrileños. La Puerta del Sol retemblaba dentro de Javier como si los pasos del
pueblo en armas dieran contra su corazón. «¡Ha llegado la hora, ha llegado la
hora!», se decía mecánicamente mientras pasaban, de lejos, por sus ojos,
bosques movibles de banderas, hombres y fusiles. «Hay que marcharse a la
Península. Mañana mismo. Ahora. ¡A ver! ¡Un barco! ¿Dónde hay un barco, una
gasolinera, una barca de remos?» Javier, por encima de las cabezas paradas,
miró hacia la bahía. Pero sólo vio que los mástiles de los laúdes anclados en
el puerto cabeceaban, tranquilos. Algo grande, algo inmenso sucedía en España.
El necesitaba presenciarlo, intervenir, dar su sangre, morir por ello. Sintió,
de pronto, vergüenza de encontrarse perdido en una isla, lejos de sus amigos y
camaradas, sin tomar parte como ellos en aquella esperanza revolucionaria,
convertida inesperadamente en realidad gracias a la sublevación de unos cuantos
jefes militares. Se bajó de la mesa donde todavía estaba encaramado, dispuesto
a preparar su equipaje para marcharse a la mañana siguiente. El desfile de la
Puerta del Sol se había ido alejando. Con el Himno de Riego, que
cerraba la histórica emisión de aquel día, el paseo y el bar se fueron quedando
desiertos. Cuando la gente se alejaba, el gramófono, siempre con la misma
garganta metálica y estentórea, comenzó a rayar La Internacional. Una Internacional melancólica,
de fin de fiesta o de verbena.
El dueño de La Estrella se acercó reservadamente a
Javier.
Dos obreros le acompañaban. Javier se adelantó:
—¿Y qué va a suceder en la isla?
—Aquí sólo tenemos una guarnición de soldados que se
marcha mañana con destino a Alicante. Guardias civiles y carabineros son pocos.
Quien así habló era un hombre de aspecto rudo, no se
sabía si joven, con una boina hacia adelante tapándole las cejas, nariz de
gaviota y ojos de gavilán.
—Pau García, pescador —agregó él, presentándose.
—Antonio, el carpintero —añadió el otro—. Los dos, de
la U.G.T.
—Comunista —confesó Javier.
—Quizá aquí no pase nada. Pero esta noche,
permanentemente, se reúnen en la Casa del Pueblo todos los directivos de las
organizaciones obreras —dijo el dueño del bar.
—Yo, por si acaso, iré a buscar la dinamita —susurró
Pau.
—¿Adonde?
—Adonde la hay. Al polvorín.
—¿Y usted, compañero?
—Yo —contestó Javier, despidiéndose—, si no sucede
nada y puedo, saldré mañana para la Península.
—Seguramente que saldrá, amigo. En esta isla todos
somos parientes. Es muy difícil que aquí suceda algo.
Y el dueño de La Estrella, al decir esto, rozó
amistosamente con su mano el hombro de Javier.
—Buenas noches.
—Salud.
Pasadas las últimas casas de la ciudad, Javier
encendió su linterna, sorteando las tumbas del sendero de olivos que le subía a
su casa.
Rafael Alberti, Madrid 1937
Una historia en Ibiza - Capítulo I
"Relatos y prosa", Bruguera 1980
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