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2562. Epitafio a un General

Un requeté quita el rótulo de la calle dedicada a Marcelino Domingo, ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes durante la 
República. Castilblanco de los Arroyos, agosto de 1936


Ha muerto el general Cabanellas. También en la cama. Como el general Cavalcanti. El general Sanjurjo sucumbió en un accidente de aviación. De igual modo que el general Mola. Aún no ha habido uno sólo de los generales facciosos que haya buscado o encontrado el medio de rehabilitar en lo posible su honor perdido, muriendo al frente de soldados españoles y en el campo de batalla.

No sé qué enfermedad ha librado del ludibrio de su vida al general Cabanellas. Para ser piadoso con él, diré que ha muerto de remordimiento. El remordimiento ha colapsado su corazón que sufría la pesadumbre de un uniforme deshonrado. Cabanellas era uno de los generales beneficiados por la República. Conspirador contra la monarquía en sus últimos tiempos, la dictadura de Primo de Rivera le apartó de todo puesto de mando, y aun le encarceló. La República, en cambio, le nombró para cargos de confianza: director general de la Guardia Civil; general de una de las divisiones de mayor categoría: la de Zaragoza. Fingía amistad a todos los hombres significados de la República y todos esos hombres correspondían confiadamente a la amistad fingida. Veinte días antes que estallara la sublevación, a fines de junio de 1936, pasaba yo por Zaragoza, en camino de Barcelona a Madrid. Me detenía en el Gobierno civil, donde ejercía el cargo de gobernador un íntimo amigo mío: Ángel Vera, que tan pronto estallaba la sublevación, había de ser fusilado por el general Cabanellas. Este, aun no se enteró de mi llegada a Zaragoza, vino a saludarme y reiterándome con firmeza su traición republicana, solicitaba de mí que influyera con el Jefe del Gobierno para que le fuera concedida la alta Comisaría de Marruecos, vacante en aquel momento. Si en España, ante el temor de la sublevación de los militares, los Poderes de la República hubieran decidido la destitución de los sospechosos, uno de los generales respetados en su puesto habría sido Cabanellas. Como lo hubiese sido también el general Queipo de Llano, favorecido pródigamente por la República y a quien si más de una vez durante la República los Gobiernos de izquierda hubieron de amonestar, fue por sus declaraciones demagógicas incompatibles con su condición de militar y por unas actitudes públicas significativas por un radicalismo en oposición absoluta con su actitud actual. Yo poseo una carta del general Queipo de Llano escrita cinco días antes de la sublevación en que me solicita una recomendación para el presidente de un tribunal de oposiciones a escuelas que actuaba en Ávila. Este presidente fue una de las primeras personas que en Ávila fusilaron los sublevados. Quiere decir todo ello, en resumen, que los gobernantes de la República, mirándose a sí mismos tenían fe en los hombres. Esta creencia ha sido una de sus amargas experiencias. Los hombres han sufrido en su juicio, una crisis ante el espectáculo desmoralizador de esos generales, a los que se creía leales a su propia palabra y a la legalidad que, puesta la mano en el puño de la espada, habían prometido defender con su vida. Y a la que han traicionado.

No existe una idea exacta, aun después de dos años de enseñanza dramática, respecto a los caracteres y límites de la sublevación militar española. No se sublevó el ejército. Al ejército, en sus cuerpos de tropa se le engañó, afirmando que se declaraba oficialmente el estado de guerra para salvar una situación de orden público que ponía a las instituciones de la República en peligro. Así se sublevó al ejército. Mintiéndole. Si se le hubiera dicho claramente que se pronunciaba contra la República, la mayor parte del ejército se hubiera producido contra el pronunciamiento. El pronunciamiento tuvo, pues, como base una falsedad. No se les dijo a los soldados que se iba contra la Ley, sino a preservar la Ley de los que pretendían ir contra ella. No se sublevaron tampoco todos los generales. Los generales Pozas, Masquelet, Riquelme, Llano de la Encomienda, Aranguren. Castelló, Miaja, Martínez Cabrera, Martínez Monje, García Caminero, Gómez Morato... no se sublevaron. Fueron fieles a la República aun no siendo republicanos; como no se sublevaron muchos jefes, entre los que destacan los nombres de Saravia, Rojo y Asensio, hoy generales. No eran tampoco los generales sublevados los de tradición monárquica y católica; y republicanos, los leales a la legalidad. Tampoco. Republicanos se llamaban Queipo de Llano y Cabanellas; sus relaciones personales aparentes estaban entre los políticos republicanos. Por esta significación y esta confianza, tenían puestos de responsabilidad en la República. Se sublevaron, sin embargo. En cambio, hubo generales monárquicos, católicos, sin relación personal con los republicanos, que no sólo no se sublevaron, sino que prefirieron ser fusilados por los sublevados antes que sublevarse. En Coruña fue fusilado por no sublevarse el general Salcedo, monárquico y católico. Fue fusilado del mismo modo y por el mismo motivo y con la misma significación por los sublevados el general Pita Caridad; los sublevados fusilaron en El Ferrol, por no sublevarse, al almirante Arazola; en Valladolid, por el mismo, hecho, fusilaron al general Molero; en Zaragoza fue fusilado el general Núñez de Prado; en Marruecos, el general Romerales; en Burgos, el general Batet... Se sublevaron, por consiguiente, una minoría limitada de generales y no los de una opinión política exclusiva, sino aquellos, con la opinión política que fuera o con ninguna, que olvidaron la palabra que habían dado y que la fuerza sólo se legitima cuando se sostiene en el derecho o lo defiende.

No puede haber en el mundo un hombre de ley ni un militar con honor que abone la actitud de esos generales sublevados. Prepararon la sublevación conspirando en el extranjero con los gobernantes de los países interesados en convertir a España en una presa suya o para obtener posiciones estratégicas ventajosas que les permitieran llevar adelante una política de hegemonía europea; enseñaron con su ejemplo disolvente que es lícito volver contra el Estado las armas que el Estado ha dado para sostenerle, provocando así, en una hora necesitada de disciplina, la más anárquica de las indisciplinas: una indisciplina militar; extendieron la sublevación a las colonias y a un país, España, que desde veinticinco años sufre la tragedia y la ruina de una acción militar poco afortunada en Marruecos, no han vacilado en degradarlo y humillarlo, convirtiendo a los moros dentro de la Península en fuerza sublevada de ataque contra las instituciones soberanas; aceptan que las victorias contra tu propio país sean obtenidas por tropas extranjeras a las que felicitan por bombardear ciudades españolas abiertas, por conquistar plazas españolas y por exterminar españoles. Con el pretexto de evitar un motín, desencadenan una guerra y, por el supuesto imaginario que la acción de las masas podría perturbar un día la economía nacional, causan a la economía nacional la ruina irreparable que una guerra produce. "El ejército francés — acaba de decir Churchill— está por encima de todos los partidos. Está al servicio de todos los partidos. Es amado por todos los partidos". Si esta característica es la jerarquía del ejército francés, que no debe demitir nunca, los sublevados en España, por su conducta, han privado de esa jerarquía al Ejército español.

"Et l'ordre que Bonaparte a retabli, vaut-il le desordre qu'il a repandru en Europe?", pregunta Bainville en su juicio sintético sobre Napoleón. ¿Qué fin podía lograr la sublevación que España hiciera olvidar los medios que ha empleado? ¿Qué bien podría producirse que reparase el mal que ha hecho? Sobre la tumba del general Cabanellas, muerto en la cama, podría escribirse este epitafio: "La República puso su confianza en él y la traicionó; dio una palabra de honor y faltó a ella; se sublevó contra la ley de su país y el régimen legalmente constituido; abrió la puerta de España a los moros y se puso contra España a las órdenes de italianos y alemanes; no tuvo fuera de España un solo hecho de armas y volvió las armas contra España misma, convirtiendo en un cementerio y una ruina su propio país. Que Dios le perdone, porque su Patria y la Historia no le perdonarán".


Marcelino Domingo
Facetas de la actualidad española nº 4
La Habana, agosto 1938





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