Lo Último

2595. Amanecía en Madrid el 14 de abril

Madrid, 14 de abril de 1931


Amanecía en Madrid el 14 de abril.

A primeras horas de la mañana entraba en Palacio el conde de Casa Valencia. El rey don Alfonso es de las pocas personas que conozco que se han hecho amigas íntimas de su propio dentista. El conde de Casa Valencia, de personalidad exuberante, había hecho una carrera meteórica a la sombra de Palacio, desde simple sacamuelas a dentista de su majestad, y a partir de ahí le habían llovido los honores: título nobiliario y, más recientemente, secretario de la fundación de la nueva Ciudad Universitaria madrileña, la institución con la que el rey había celebrado el veinticinco aniversario de su coronación. Tuve ocasión de hablar con el conde varias veces y le encontré un hombre afable y dicharachero que evidentemente disfrutaba de su situación y de la publicidad que se le daba. 

En aquella mañana del 14 de abril, el conde de Casa Valencia era portador de malas noticias para su amigo el rey. Llevaba una carta del conde de Romanones en la que este comunicaba al monarca que sería conveniente «se ausentase del país durante algún tiempo». 

La noche anterior hubiera podido parecer que el rey y su familia hacían una demostración de sangre fría al pasar la velada contemplando una película americana. Pero, a la luz de los acontecimientos que comenzaban a precipitarse aquella mañana, estaba claro que no era sangre fría, sino pura inconsciencia lo que había motivado la asistencia del rey y la reina a la sala cinematográfica la noche anterior. El rey era totalmente ajeno a la realidad de su país. Y ahora, demasiado tarde, trataba de reaccionar. Exigía la inmediata presencia de Romanones en Palacio. 

No tardó en personarse el conde ante su majestad para darle cuenta de lo ocurrido en la reunión del Consejo de Ministros celebrada a primeras horas de la mañana. A ella había acudido el jefe de la Guardia Civil, el general Sanjurjo, para informar al gobierno de que, desde su punto de vista, era imposible reprimir las manifestaciones republicanas que se daban en toda España, y mucho menos impedir el acceso al poder de los concejales democráticamente elegidos por el pueblo. La Guardia Civil, según Sanjurjo, no debía ni podía intervenir en aquellos momentos. En el mismo sentido se expresó el general Berenguer, a la sazón ministro de la Guerra, que había tenido la prudencia de enviar, el día antes de las elecciones, una circular a todas las capitanías generales exigiendo se mantuvieran al margen de los acontecimientos que pudieran resultar de las elecciones «de carácter puramente político», como explicitó en su misiva. Un único ministro pidió la intervención del Ejército, don Juan de la Cierva, el «hombre de hierro» de la política española. Pero estaba solo frente a los otros ministros. ¿Cómo podían pedir la intervención del Ejército para anular unas elecciones que ellos mismos habían convocado?

No quedaba otra solución, según sugirió Romanones al monarca, que un entendimiento con los republicanos. La propuesta del rey, que Romanones transmitió a los republicanos, consistía en la inmediata celebración de nuevas elecciones para elegir unas Cortes Constituyentes, que se encargarían de redactar la Constitución deseada por el pueblo. El rey se comprometía a abandonar el país si el resultado de estas nuevas elecciones le era adverso. 

Las negociaciones entre Romanones y los republicanos tuvieron lugar en el domicilio del prestigioso médico don Gregorio Marañón, antiguo amigo del rey y ahora simpatizante de las ideas republicanas. Allí fue donde el conde de Romanones se entrevistó con su adversario político que acababa de salir de la cárcel, Niceto Alcalá Zamora. Este rechazó la propuesta del rey y fue terminante con el conde. No podía haber un período neutral o constituyente. El monarca debía abandonar el país aquella misma tarde. De lo contrario, no respondía de lo que pudiera ocurrir cuando las masas trabajadoras acabaran su jornada. 

El conde de Romanones transmitió el ultimátum de Alcalá Zamora al rey. Este aún trató de convencer a Romanones proponiendo una solución intermedia, la regencia de su primo el infante don Carlos, de reconocido talante liberal. El conde de Romanones expresó su opinión de que ya era demasiado tarde para cualquier solución que no significara la inmediata partida del rey de España. Se pasó entonces a discutir la manera en que debería realizarse. Se descartó la salida por Irún porque se habían registrado disturbios en San Sebastián. Se consideró la posibilidad de que el rey se marchara por la frontera portuguesa, pero finalmente se optó por utilizar la base naval de Cartagena, donde el rey se embarcaría en un buque de la Armada.

Una vez se hubo adoptado esta decisión, Romanones y el rey salieron a una antecámara donde les aguardaban algunos ministros, grandes de España y otras personalidades. Un joven oficial de caballería, el marqués de Cavalcanti, se adelantó para decirle: «¡Pongo mis tropas a disposición de su majestad para la defensa del trono!». El general Berenguer, que estaba a su lado, le increpó: «¡Demuéstreme usted que es capaz de controlar la situación sacando las tropas a la calle! ¡Demuéstremelo!». En ese momento parece ser que intervino el rey y con voz sosegada les dijo: «Caballeros, no hay necesidad de discutir este tema. Mi decisión está tomada. Abandonaré España esta misma noche». Finalmente se acordó que el rey saldría del Palacio aquella misma tarde y que la reina y los infantes se marcharían al día siguiente, para darles tiempo a preparar lo indispensable para el viaje. «No debe su majestad preocuparse por ellos —le dijo Romanones al rey—. Quedan en manos de españoles». A la caída de la tarde, cinco o seis grandes automóviles salían del Palacio por la puerta del Campo del Moro y doce horas después don Alfonso estaba a bordo del crucero Jaime I rumbo a Marsella.

Se ha hablado mucho sobre esta salida tan precipitada del rey y algunos han llegado a acusarle de cobardía. Creo que la acusación es totalmente injusta. La permanencia del rey en Palacio no hacía sino poner en peligro no solo la vida de su familia y los servidores que estaban dentro, sino también la de muchos que estaban fuera. El rey comprendió perfectamente que el objeto de la ira popular era él y que, al quitarse de en medio, restaba intensidad a la virulencia callejera.

Se trataba, en todo caso, de que llegara a Cartagena de la manera más rápida y discreta posible. De hecho, se produjo un pequeño incidente cuando la comitiva real se paró para repostar en una gasolinera cerca de Murcia y el rey fue reconocido y, al parecer, abucheado. Por otra parte, que la reina abandonara a alguno de sus hijos y se marchara con su marido era impensable. Creo que los acontecimientos han venido a demostrar que el rey actuó de forma perfectamente correcta en este último acto de su vida política. Se marchó de la manera más rápida y discreta posible, y no cayó en la tentación de defender el trono con las armas, lo que hubiera ocasionado un innecesario derramamiento de sangre. 

En aquellos momentos los acontecimientos fuera de Palacio se precipitaban. Los catalanes habían declarado, por su cuenta y riesgo, su propia República. Desde que, a primeras horas de la mañana, la localidad guipuzcoana de Eibar se había pronunciado a favor de la República, llegaban a Madrid cientos y cientos de telegramas de toda España sumándose a esa proclamación. A mediodía conseguí acceder al Ministerio de la Gobernación en la Puerta del Sol. Allí pude entrevistarme con el subsecretario, Mariano Marfil. Normalmente, el ministerio es un hervidero de funcionarios y policías, pero en aquella mañana del 14 de abril se asemejaba a una balsa de aceite. El subsecretario parecía un hombre perdido en una isla desierta. Muy pocos funcionarios habían acudido al trabajo aquella mañana. El ministro tampoco llegaba y el señor Marfil no tenía idea de cuándo llegaría. Los teléfonos sonaban y nadie contestaba. En aquel silencio sepulcral solo podía escucharse, con toda nitidez, la caída del antiguo régimen como fruta madura.

Al salir a la calle pude contemplar un extraño cortejo que venía por la calle de Alcalá hacia la Puerta del Sol. Aparentemente, un oficial del Ejército se había hecho con una bandera republicana y, subiéndose sobre un taxi, se dirigía a la Puerta del Sol ondeando los colores de la que iba a ser la nueva bandera de España. Una multitud se había congregado a su alrededor coreando enfervorizada las palabras «República» y «Libertad». A las cuatro de la tarde, la Puerta del Sol estaba de bote en bote. A esa misma hora el rey y su séquito discutían la mejor manera de abandonar el país mientras Alcalá Zamora y sus amigos se dirigían hacia el Ministerio de la Gobernación, aclamados por la muchedumbre. Cuando por fin pudo llegar a la puerta del ministerio gritó: «¡Abran en nombre de la República!». Los guardias obedecieron y Alcalá Zamora subió hasta la planta principal en volandas. Yo di un suspiro de alivio. El ministerio más importante había pasado a manos de la República sin que se derramara una sola gota de sangre.

Es difícil que mis compatriotas ingleses puedan hacerse una idea de lo que significaba en España el Ministerio de la Gobernación. Toda la maquinaria del Estado que controla la vida del país se regía desde este organismo: la temible Guardia Civil que patrullaba los caminos de España recibía sus órdenes desde aquí; la policía en las ciudades no movía un dedo sin el permiso del ministro; los gobernadores civiles que rigen cada provincia española hablaban a diario con el ministro; y en las elecciones que hubo durante la monarquía todo se preparaba desde aquí, se hacían listas de los diputados que se creía iban a ganar las elecciones… y los resultados finales variaban muy poco de los vaticinios realizados en el propio ministerio. 

Quedaba aún por tomar otro bastión de la intransigencia y del feudalismo español: el Ministerio de la Guerra. Afortunadamente, el general Berenguer era hombre de palabra, poco amigo de aventuras. Fue Manuel Azaña, con ese rostro que tanto me recuerda a Mr. Pickwick, el encargado de hacerse cargo de ese ministerio… Y había que ver a Dámaso Berenguer, con cara de póquer, entregando el Ministerio de la Guerra nada menos que a Azaña, el presidente del Ateneo de Madrid, ese «antro» de perversión donde las ideas liberales habían encontrado, desde hacía ya bastantes años, su caldo de cultivo… ¡Si Torquemada levantara la cabeza! 

Caía la noche y la multitud de madrileños había roto el cordón policial que rodeaba el Palacio Real y se dirigía a las puertas. El rey se encontraba ya lejos del lugar, enfilando, por las llanuras de la Mancha, la carretera que le conduciría a Cartagena. Un escuadrón de caballería se había situado delante de las puertas del Palacio. Los soldados parecían desconcertados ante la muchedumbre que les increpaba y no sabían muy bien qué hacer en aquellas circunstancias. Los gritos del gentío iban en aumento y en cualquier momento se podía pasar de las palabras a los hechos. Apareció entonces un automóvil. Iba conducido por el doctor Juan Negrín. Le acompañaban dos jóvenes artistas, el pintor Luis Quintanilla y el escultor Emilio Barral, que moriría en la defensa de Madrid algunos años más tarde. Se bajaron del automóvil y se encararon con los policías que guardaban las puertas del Palacio. El diálogo que sostuvieron con los policías fue, más o menos, el siguiente:

Dr. Negrín: (dirigiéndose a la multitud). —No hay razón para armar este escándalo. El rey se ha marchado, la República ha sido proclamada desde el Ministerio de la Gobernación y este edificio pertenece desde ahora al pueblo español. 

Voz del Pueblo: —Puede ser que lo que usted dice sea verdad, pero no nos gusta la pinta de estos soldados de caballería con el sable desenvainado. 

Dr. Negrín: —Eso se arregla en seguida (y dirigiéndose al escuadrón de caballería). Mi capitán… 

Capitán:. —A sus órdenes, señor. 

Dr. Negrín: —Soy un representante del nuevo Consejo Municipal Republicano de Madrid. En su nombre, le pido que se retire con su escuadrón a una posición más alejada, al Patio de Armas, con objeto de tranquilizar a esta gente. 

Capitán: —Acato sus órdenes, señor. Mi escuadrón se retirará al momento. 

Dr. Negrín: (a la muchedumbre). —¿Qué más queréis, amigos? 

Voz del Pueblo: —Queremos que una bandera republicana ondee en el Palacio Real. 

Dr. Negrín: —Eso será más difícil, porque hemos dado órdenes de que ningún republicano entre en el Palacio hasta que no se haya marchado el último miembro de la familia real… Pero, en fin, veremos lo que se puede hacer… Quintanilla, tráeme una bandera republicana. (Quintanilla se dirige hacia la multitud y, después de unos momentos de incertidumbre, aparece con una magnífica enseña tricolor). 

Dr . Negrín. —Vamos a ver si hay algún voluntario que sepa trepar y coloque la bandera en el balcón central.

De esta forma tan sencilla se consiguió aplacar a las masas. Más tarde, alrededor de la medianoche, miembros de la Guardia Socialista, que llevaban un distintivo rojo en los brazos, tomaron posiciones frente al Palacio Real. Pero su presencia ya no era necesaria. A aquellas alturas de la noche, la multitud había adoptado un aire festivo y no se había producido ningún intento de agresión. Supongo que quienes se encontraban en el interior del Palacio mirarían con preocupación las evoluciones de la multitud que lo rodeaba, temiendo que en cualquier momento se desmandase. Pero, en realidad, el Palacio nunca estuvo en peligro de ser tomado por la multitud y, en cualquier caso, la Guardia Real se habría bastado para defenderlo de un ataque.

A la mañana siguiente, la reina Victoria Eugenia, sus dos hijas y sus tres hijos subían al expreso de Irún en la estación de El Escorial. Les despedían una multitud de amigos y criados. El tren llevaba en aquella solemne ocasión un maquinista singular, el duque de Zaragoza, personaje excéntrico, tan apto para conducir hábilmente la locomotora de un tren como para recitar de corrido los poemas de Lord Byron o Shelley. Conocía de antes al buen duque y en el andén de El Escorial, mientras la familia real española daba sus últimos adioses, le pregunté si era ese su último viaje oficial en una locomotora o pensaba llevar al presidente de la República también… Tengo entendido que el excéntrico duque tuvo ocasión de ser el maquinista de Alcalá Zamora en alguno de sus viajes oficiales.

Así fue como la reina Victoria Eugenia salió de España, conducida por un duque y despedida por un general, Sanjurjo, que, a pesar de haber sido confirmado por la República como capitán general de la Guardia Civil, acudió a despedir a su reina en la estación de El Escorial. El día que la reina Victoria Eugenia salió de España, el 15 de abril, fue proclamado festividad nacional. Los madrileños se habían echado a la calle y gritaban: «No se han marchado, ¡les hemos echado!». Algunos, vestidos con disfraces, caricaturizaban a la familia real y con sus desgarradores llantos y golpes de pecho parodiaban su despedida. Aquello parecía más un carnaval que una revolución. Solo tuve ocasión de presenciar un pequeño incidente. Trataba yo de cruzar la Puerta del Sol para subir por la calle de la Montera cuando vi que por esta bajaba un camión engalanado con las insignias de la hoz y el martillo, y en el que se representaban las virtudes de la Rusia soviética, acompañado de una veintena de chicos y chicas con el puño en alto y cantando La Internacional. Al llegar el cortejo a la Puerta del Sol se produjo un enorme abucheo. La gente les increpaba gritando: «¡Abajo el comunismo! ¡Queremos la fiesta en paz! ¡Bolcheviques, a Moscú!», y frases similares. Apareció, no sé muy bien de dónde, un destacamento de policía que se encargó de conducirles lejos de aquel lugar y, al punto, la alegría y el buen humor volvieron a hacer acto de presencia entre la muchedumbre.

Y es que, en aquel día, todo parecía color de rosa. Se había producido un cambio de rumbo radical en el Estado español, un viraje de ciento ochenta grados, y todo ello casi sin incidentes, sin apenas derramamiento de sangre… ¡Pobres españoles! ¡Qué ilusos eran, éramos, en aquella mañana del 15 de abril, celebrando la caída de un régimen, el fin del feudalismo en España! Y el feudalismo, que había dejado caer a don Alfonso porque ya no le era útil, seguía tan fuerte como antes…


Henry Buckley
Vida y muerte de la República Española









No hay comentarios:

Publicar un comentario