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2624. Despachos de la guerra civil española X




París (9-13), mayo

Tuvimos un gran número de choferes diferentes en Madrid. El primero se llamaba Tomás, medía un metro cincuenta de estatura y parecía un enano de Velázquez, especialmente falto de atractivo y muy maduro, vestido con un mono azul. Le faltaban varios incisivos y ardía en sentimientos patrióticos. También le entusiasmaba el whisky escocés. El whisky escocés de cualquiera.

Salimos de Valencia con Tomás y cuando vislumbramos Madrid elevándose como una gran fortaleza blanca al fondo de la llanura de Alcalá de Henares, exclamó a través del hueco de sus dientes:

—¡Viva Madrid, la capital de mi alma!

—Y de mi corazón —dije yo, que también había tomado un par de copas. Había sido un viaje largo y frío.

—¡Hurra! —gritó Tomás, abandonando momentáneamente el volante para darme una palmada en la espalda. Por poco chocamos con un camión lleno de tropas y un coche del estado mayor.

—Soy un hombre de sentimientos— dijo Tomás.

—Yo también —contesté—. Pero no sueltes ese volante.

—De los sentimientos más nobles— añadió Tomás.

—No lo dudo, camarada —dije—, pero trata de vigilar adónde vas.

—Puede depositar en mí toda su confianza —respondió Tomás.

Pero al día siguiente nos encontramos bloqueados en una carretera enlodada, cerca de Brihuega, por un tanque que había tomado demasiado tarde una curva cerrada y detenido a otros seis tanques detrás de él. Tres aviones rebeldes los avistaron y decidieron bombardearlos. Las bombas cayeron en la ladera húmeda más arriba de nosotros, levantando geyseres de barro en sacudidas grandes, repentinas y compactas. Nada nos acertó y los aviones siguieron hacia sus propias líneas. De pie junto al coche, pude ver con los gemelos los pequeños Fiat que protegían a los bombarderos, muy brillantes, colgados bajo el sol. Pensamos que venían más bombarderos y todos nos alejamos lo más de prisa posible. Pero no vinieron más.

A la mañana siguiente Tomás no podía poner el coche en marcha. Y en lo sucesivo, todos los días, cuando sucedía algo semejante, por muy bien que el coche hubiera funcionado al llegar a casa por la noche, Tomás nunca podía ponerlo en marcha por la mañana. Al final, sus sentimientos sobre el frente se volvieron un poco patéticos, junto con su tamaño, su patriotismo y su ineficiencia general, y lo devolvimos a Valencia con una nota al departamento de prensa en que les dábamos las gracias por Tomás, un hombre de los sentimientos más nobles y las mejores intenciones, pero que intentaran mandarnos a alguien un poco más valiente.

Así que nos mandaron a uno con una nota que certificaba que era el chofer más valiente de todo el departamento. No sé cómo se llamaba porque no llegué a verlo. Era evidente que Sid Franklin, que nos compraba todos los víveres, hacía los desayunos, escribía artículos a máquina, conseguía gasolina, conseguía coches, conseguía choferes y cubría Madrid y todos sus chismes como un dictáfono humano, había instruido a conciencia a este chofer. Sid puso cuarenta litros de gasolina en el coche, y la gasolina era el principal problema del corresponsal, siendo más difícil de obtener que los perfumes de Chanel y Molyneux o la ginebra Bols, tomó nota del nombre y las señas del chofer y le dijo que estuviera listo para enrolarse en cuanto le llamásemos. Esperábamos un ataque.

Hasta que lo llamásemos era libre de hacer todo lo que quisiera, pero tenía que dejar siempre dicho dónde estaba para que pudiéramos localizarlo. No queríamos gastar toda la preciada gasolina dando vueltas por Madrid en el coche. Ahora todos nos sentíamos bien porque disponíamos de transporte.

El chofer tenía que presentarse en el hotel al día siguiente a las 7.30 de la tarde para ver si había nuevas órdenes. No vino y llamamos a su pensión. Se había marchado aquella misma mañana a Valencia con el coche y cuarenta litros de gasolina. Ahora está en la cárcel en Valencia. Espero que le guste.

Entonces nos enviaron a David.

David era un chico anarquista de un pueblo próximo a Toledo. Usaba un lenguaje tan total e inconcebiblemente obsceno que la mitad del tiempo uno no podía creer lo que oía. Estar con David ha cambiado todo mi concepto de la profanidad. Era absolutamente valiente y solo tenía un verdadero defecto como chofer: no sabía conducir un coche. Era como un caballo con solo dos pasos: al paso y al galope. David podía escabullirse con la segunda y no atropellar prácticamente a nadie por las calles porque las despejaba con la guadaña de su vocabulario. También podía conducir con el coche abierto de par en par, agarrado al volante con una especie de fatalismo que nunca, sin embargo, tenía trazas de desesperación. Solucionamos el problema conduciendo nosotros por David. Esto le gustó y le dio ocasión de trabajar con su vocabulario.

Le gustaba la guerra y encontraba hermoso el bombardeo.

—¡Miren eso! ¡Ole! Eso es lo que hay que dar a los inmencionables, indecibles, absolutamente inexpresables —decía, encantado—. Vamos, acerquémonos un poco más.

Veía su primera batalla en la Casa de Campo y para él era como un gran espectáculo de fuegos artificiales. Los surtidores de piedras y polvo de yeso que brotaban cuando las bombas del gobierno caían sobre una casa que los moros defendían con ametralladoras, y el grande y atroz serpenteo que forman los rifles automáticos, las ametralladoras y el tiroteo rápido en el momento del ataque, emocionaban profundamente a David.

—¡Aaay! ¡Aaay! —exclamaba—. Esto es la guerra. Esto es realmente la guerra.

Le gustaba el violento silbido de los proyectiles destinados a nosotros tanto como el entrecortado fragor de la batería que disparaba por encima de nuestras cabezas hacia las posiciones enemigas.

—¡Ole! —gritó David cuando una 75 explotó un poco más abajo de la calle.

—Escucha —dije—. Esas son las malas. Son las que nos matan.

 —No tiene importancia —replicó David—. Escuche ese estruendo indecible e inmencionable.

Al final me fui al hotel a escribir un despacho y enviamos a David a buscar gasolina a un lugar cercano a la plaza Mayor. Casi había terminado el despacho cuando volvió.

—Venga a mirar el coche —dijo—. Está lleno de sangre. Es terrible. — Estaba trémulo, su rostro se había oscureció y le temblaban los labios.

—¿Qué ha pasado?

—Una bomba ha caído sobre una hilera de mujeres que hacían cola para comprar comida. Ha matado a siete. He llevado a tres al hospital.

—Buen chico.

 —Pero no puede imaginárselo —dijo—, es terrible. No sabía que pasaran estas cosas.

—Escucha, David —dije—. Eres un chico valiente. Debes recordarlo. Pero durante todo el día has sido valiente con los ruidos. Lo que ahora ves es lo que hacen esos ruidos. Ahora tienes que ser valiente aun sabiendo lo que pueden hacer.

—Está bien —contestó—. Pero es terrible verlo.

David fue valiente, sin embargo. No creo que volviera a encontrarlo tan hermoso como aquel primer día, pero nunca rehuyó nada. Por otra parte, nunca aprendió a conducir un coche. No obstante, era un buen chico, aunque bastante inútil, y me encantaba oír su horrible lenguaje. Lo único que se desarrollaba en David era su vocabulario. Se marchó al pueblo donde un equipo cinematográfico rodaba una película y, después de tener otro chofer especialmente inútil a quien no merece la pena describir, conseguimos a Hipólito. Hipólito es el tema de esta historia.

Hipólito no era mucho más alto que Tomás, pero parecía tallado en un bloque de granito. Caminaba con un balanceo, pisando con los pies planos en cada paso, y llevaba una pistola automática tan grande que le llegaba a mitad de pierna. Siempre decía «Salud» con una inflexión ascendente, como si fuese algo que uno decía a los sabuesos, Buenos sabuesos que conocían su oficio. Entendía de motores, sabía conducir y si le decíamos que se presentara a las seis de la mañana, venía diez minutos antes de esa hora. Había luchado en la toma de los cuarteles de la Montaña en los primeros días de la guerra y nunca había sido miembro de ningún partido político. Hacía veinte años que estaba afiliado al sindicato socialista de la UGT. Cuando le pregunté en qué creía, me dijo que creía en la República.

Fue nuestro chofer en Madrid y en el frente durante un bombardeo de la capital que duró diecinueve días y fue casi demasiado malo para escribir sobre él. Durante todo este tiempo Hipólito fue sólido como la roca de la que parecía tallado, tan fuerte como una buena campana y tan regular y preciso como el reloj de un ferroviario. Le hacía comprender a uno por qué Franco no tomó Madrid cuando tuvo ocasión de hacerlo. Hipólito y los que eran como él habrían luchado calle por calle y casa por casa mientras quedase uno vivo y los supervivientes habrían quemado la ciudad. Son fuertes. Y son eficientes. Son los españoles que un día conquistaron el mundo occidental. No son románticos como los anarquistas y no les da miedo morir. Solo que nunca lo mencionan. Los anarquistas hablan un poco demasiado de ello, como hacen los italianos.

El día en que cayeron sobre Madrid más de trescientas bombas y las calles principales eran escombros humeantes llenos de vidrios rotos y polvo de ladrillo, Hipólito tenía el coche aparcado al amparo de un edificio en una calle estrecha contigua al hotel.

Parecía un lugar seguro y, después de estar sentado en la habitación donde yo trabajaba, hasta aburrirse totalmente, dijo que bajaría a sentarse en el coche. No hacía ni diez minutos que se había ido cuando una bomba de seis pulgadas cayo en el hotel justo donde se unía la planta baja con la acera. Se hundió a gran profundidad y no explotó. De haber explotado, no habría quedado de Hipólito y el coche nada que pudiera fotografiarse. Estaban a unos cinco metros de distancia. Miré por la ventana, vi que estaba bien y entonces bajé.

—¿Cómo está? —A mí me faltaba el aliento—. Lleve el coche un poco más abajo de la calle.

—No sea absurdo —dijo—. Ni en mil años volvería a caer otra aquí. Además, no ha explotado.

—Póngalo un poco más abajo de la calle.

 —¿Qué le ocurre? —preguntó—. ¿Se ha puesto nervioso?

—Tiene que ser sensato.

—Vaya a trabajar en lo suyo —replicó—. No se preocupe por mí.

Los detalles de aquel día están un poco confusos porque después de diecinueve días de continuo bombardeo algunos días se mezclan con otros, pero a la una el bombardeo se interrumpió y decidimos ir a almorzar al hotel Gran Vía, a unas seis manzanas de distancia. Pensaba ir a pie por un camino muy tortuoso y extremadamente seguro que había estudiado, utilizando los ángulos de menor peligro, cuando Hipólito preguntó:

—¿Adónde van?

—A comer.

—Suban al coche.

—Está loco.

—Vamos. Bajaremos por la Gran Vía. Ya han parado. Ellos también están almorzando.

Nos metimos cuatro en el coche y bajamos por la Gran Vía. Era una capa dura de vidrios rotos. Había grandes boquetes en las aceras Los edificios estaban destrozados y tuvimos que sortear un montón de escombros y una cornisa rota para entrar en el hotel. No había ni una persona viva en ningún lado de esta calle que había sido siempre la Quinta Avenida y el Broadway de Madrid. Había muchos muertos. El nuestro era el único vehículo.

Hipólito dejó el coche en una calle lateral y todos comimos juntos. Aún comíamos cuando Hipólito terminó y se fue al coche. Se reanudo el bombardeo, que en el sótano del hotel sonó como un estallido apagado, y cuando terminamos el almuerzo de sopa de judías, salchichas cortadas en lonchas transparentes y una naranja, subimos a la planta baja, las calles estaban llenas de humo y nubes de polvo. Sobre la acera había una capa de argamasa nueva. Miré hacia la esquina, buscando el coche. Una bomba caída allí mismo había salpicado de escombros toda la calle. Vi el coche. Estaba cubierto de polvo y trozos de cemento.

—Dios mío —dije—. Han matado a Hipólito.

Yacía en el asiento del conductor con la cabeza echada hacia atrás. Me acerqué a él con una sensación terrible. Sentía un gran afecto por Hipólito. Hipólito estaba dormido.

—Pensaba que estaba muerto —dije.

Él disimuló un bostezo con el dorso de la mano.

—¡Qué va, hombre! —contestó—. Estoy acostumbrado a dormir después de comer, si tengo tiempo.

—Vamos —dije—. Iremos al bar de Chicote.

—¿Tienen buen café allí?

 —Excelente.

—Está bien —dijo—. Vamos.

Intenté darle algo de dinero cuando abandoné Madrid.

—No quiero nada de usted —dijo.

—Vamos, acéptelo. Compre algo para la familia.

—No —repitió—. Escuche, lo hemos pasado bien, ¿verdad?

Los demás pueden apostar por Franco, Mussolini o Hitler, si lo desean, pero yo apuesto dinero por Hipólito.


Ernest Hemingway
Despachos de la Guerra civil española (1937-1938)









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