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2676. Caballo verde

Revista poética editada e impresa por Concha Menéndez  y  Manuel Altolaguirre, quienes entregan su dirección a Pablo Neruda, que abrirá cada número con un texto en prosa a modo de prólogo, dará cabida en ella tanto a autores españoles, como hispanoaméricanos y europeos, pertenecientes o relacionados con la generación del 27, además de otros más jóvenes provenientes de diferentes tendencias, observándose en sus composiciones un marcado carácter surrealista.

Con un cuidado diseño y tipografía a diferentes tintas y cosida a mano, su pluralidad se refleja en los poetas españoles que en ella publican, como Vicente Aleixandre, Federico García Lorca, Jorge Guillén  Miguel Hernández o Leopoldo Panero, con ilustraciones de José Caballero.

De carácter mensual, apenas superando las 20 páginas, editó sólo cuatro números, y el siguiente que iba a ser doble (5-6) se llegó a imprimir y a falta de doblar los pliegos no llegó a ser cosido al estallar la Guerra de España. Fue reproducida en facsímil en una edición de 1974, a cargo de J. Lechner.

  
«Con Federico y Alberti, que vivía cerca de mi casa en un ático sobre una arboleda, la arboleda perdida, con el escultor Alberto, panadero de Toledo que por entonces ya era maestro de la escultura abstracta, con Altolaguirre y Bergamín; con el gran poeta Luis Cemuda, con Vicen Aleixandre, poeta de dimensión ilimitada, con el arquitecto Luis Lacasa, con todos ellos en un solo grupo, o en varios, nos veíamos diariamente en casas y cafés.

De la Castellana o de la cervecería de Correos viajábamos hasta mi casa, la casa de las flores, en el barrio de Arguelles. Desde el segundo piso de uno de los grandes autobuses que mi compatriota, el gran Cotapos, llamaba bombardones", descendíamos en grupos bulliciosos a comer, beber y cantar. Recuerdo entre los jóvenes compañeros de poesía y alegría a Arturo Serrano Plaja, poeta; a José Caballero, pintor de deslumbrante talento y gracia; a Antonio Aparicio, que llegó de Andalucía directamente a mi casa; y a tantos otros que ya no están o que ya no son, pero cuya fraternidad me falta vivamente como parte de mi cuerpo o substancia de mi alma.

¡Aquel Madrid! Nos íbamos con Maruja Mallo, la pintora gallega, por los barrios bajos buscando las casas donde venden esparto y esteras, buscando las calles de los toneleros, de los cordeleros, de todas las materias secas de España, materias que trenzan y agarrotan su corazón. España es seca y pedregosa, y le pega el sol vertical sacando chispas de la llanura, construyendo castillos de luz con la polvareda. Los únicos verdaderos ríos de España son sus poetas; Quevedo con sus aguas verdes y profundas, de espuma negra; Calderón, con sus sílabas que cantan; los cristalinos Argensolas; Góngora, río de rubíes.

Vi a Valle—Inclán una sola vez. Muy delgado, con su interminable barba blanca, me pareció que salía de entre las hojas de sus propios libros, aprensado por ellas, con un color de página amarilla.

A Ramón Gómez de la Sema lo conocí en su cripta de Pombo, y luego lo vi en su casa. Nunca puedo olvidar la voz estentórea de Ramón, dirigiendo, desde su sitio en el café, la conversación y la risa, los pensamientos y el humo. Ramón Gómez de la Sema es para mí uno de los más grandes escritores de nuestra lengua, y su genio tiene de la abigarrada grandeza de Quevedo y Picasso. Cualquier página de Ramón Gómez de la Sema escudriña como un hurón en lo físico y en lo metafísico, en la verdad y en el espectro, y lo que sabe y ha escrito sobre España no lo ha dicho nadie sino él. Ha sido el acumulador de un universo secreto. Ha cambiado la sintaxis del idioma con sus propias manos, dejándolo impregnado con sus huellas digitales que nadie puede borrar.

A don Antonio Machado lo vi varias veces sentado en su café con su traje negro de notario, muy callado y discreto, dulce y severo como árbol viejo de España. Por cierto que el maldiciente Juan Ramón Jiménez, viejo niño diabólico de la poesía, decía de él, de don Antonio, que éste iba siempre lleno de cenizas y que en los bolsillos sólo guardaba colillas.

Juan Ramón Jiménez, poeta de gran esplendor, fue el encargado de hacerme conocer la legendaria envidia española. Este poeta que no necesitaba envidiar a nadie puesto que su obra es un gran resplandor que comienza con la oscuridad del siglo, vivía como un falso ermitaño, zahiriendo desde su escondite a cuanto creía que le daba sombra.

Los jóvenes García Lorca, Alberti, así como Jorge Guillén y Pedro Salinas—eran perseguidos tenazmente por Juan Ramón, un demonio barbudo que cada día lanzaba su saeta contra éste o aquél. Contra mí escribía todas las semanas en unos acaracolados comentarios que publicaba domingo a domingo en el diario El Sol. Pero yo opté por vivir y dejarlo vivir. Nunca contesté nada. No respondí —ni respondo— las agresiones literarias.

El poeta Manuel Altolaguirre, que tenía una imprenta y vocación de imprentero, llegó un día por mi casa y me contó que iba a publicar una hermosa revista de poesía, con la representación de lo más alto y lo mejor de España.

—Hay una sola persona que puede dirigirla —me dijo—. Y esa persona eres tú.

Yo había sido un épico inventor de revistas que pronto las dejé o me dejaron. En 1925 fundé una tal Caballo de Bastos. Era el tiempo en que escribíamos sin puntuación y descubríamos Dublín a través de las calles de Joyce. Humberto Díaz Casanueva usaba entonces un suéter con cuello de tortuga, gran audacia para un poeta de la época. Su poesía era bella e inmaculada, como ha seguido siéndolo per sécula. Rosamel del Valle se vestía enteramente de negro, de sombrero a zapatos, como debían vestirse los poetas. A estos dos compañeros próceres los recuerdo como colaboradores activos. Olvido a otros. Pero aquel galope de nuestro caballo sacudió la época.

—Sí, Manoli. Acepto la dirección de la revista. Manuel Altolaguirre era un impresor glorioso cuyas propias manos enriquecían las cajas con estupendos caracteres bodónicos. Manolito hacía honor a la poesía, con la suya y con sus manos de arcángel trabajador. El tradujo e imprimió con belleza singular el Adonais de Shelley, elegía a la muerte de John Keats. Imprimió también la Fábula del Genil, de Pedro Espinosa. Cuánto fulgor despedían las estrofas áureas y esmaltinas del poema en aquella majestuosa tipografía que destacaba las palabras como si estuvieran fundiéndose de nuevo en el crisol.

De mi Caballo Verde salieron a la calle cinco números primorosos, de indudable belleza. Me gustaba ver a Manolito, siempre lleno de risa y de sonrisa, levantar los tipos, colocarlos en las cajas y luego accionar con el pie la pequeña prensa tarjetera. A veces se llevaba los ejemplares de la edición en el coche—cuna de su hija Paloma. Los transeúntes lo piropeaban:

 —¡Qué papá tan admirable! ¡Atravesar el endiablado tráfico con esa criatura!

La criatura era la Poesía que iba de viaje con su Caballo Verde. La revista publicó el primer nuevo poema de Miguel Hernández y, naturalmente, los de Federico, Cemuda, Aleixandre, Guillén (el bueno: el español). Juan Ramón Jiménez, neurótico, novecentista, seguía lanzándome dardos dominicales. A Rafael Alberti no le gustó el título:

 —¿Por qué va a ser verde el caballo? Caballo Rojo, debería llamarse.

No le cambié el color. Pero Rafael y yo no nos peleamos por eso. Nunca nos peleamos por nada. Hay bastante sitio en el mundo para caballos y poetas de todos los colores del arco iris.

El sexto número de Caballo Verde se quedó en la calle Viriato sin compaginar ni coser. Estaba dedicado a Julio Herrera y Reissig —segundo Lautréamont de Montevideo—y los textos que en su homenaje escribieron los poetas españoles, se pasmaron ahí con su belleza, sin gestación ni destino. La revista debía aparecer el 19 de julio de 1936, pero aquel día se llenó de pólvora la calle. Un general desconocido, llamado Francisco Franco, se había rebelado contra la República en su guarnición de África.»


Pablo Neruda
Confieso que he vivido. Memorias
Capítulo 5 - España en el corazón








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