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2707. Noticiario de un poeta en la U.R.S.S. III - Los escritores




LOS ESCRITORES 
 
XIV. Tres días llevábamos en Moscú, cuando la Unión Internacional de Escritores Revolucionarios (Morp) nos invitó a quedarnos con ellos. Teodoro Kelyin, poeta y profesor de castellano en la Universidad, una mañana, a las ocho, llamó a la puerta de nuestra habitación del hotel Novo Moskovskaia. Desde aquel día, todos, durante dos meses, con su gorro de astracán encasquetado en forma de cucurucho, sus ojos azules de eslavo purísimo, disminuidos por unas gafas, y su vocecita de colegial temeroso, nos acompañaría, hablándonos un español perfecto, por el frío —25 ó 30 bajo cero— de Moscú. Con él fuimos a las oficinas de la Morp. El nos dio a conocer, aquella tarde, a Bela Ilés, escritor húngaro refugiado en la U.R.S.S., que formó parte del Gobierno de la vencida República soviética de su país. Con la ayuda de Teodoro Kelyin, en el calor de nuestro cuarto sobre el río Moscova, tradujimos al castellano poesías de Blok, Maiakoski, Vera Imber, Svetlov, Asseef... Y él, al ruso, algunos poemas de Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Federico García Lorca y, con un colectivo de poetas bajo su dirección, mi último libro de poesías, titulado Campesinos de España. Teodoro Kelyin nos llevó a dos de sus discípulos, también jóvenes escritores, para compartir con ellos su tarea. Estos muchachos pasaban a su idioma los artículos que diariamente; y con urgencia, nos pedían diversas revistas y periódicos. Y hubo un momento, un día, en que al verme así rodeado me acordé de una miniatura que hay en El Escorial, donde aparece Alfonso el Sabio presidiendo, con una larga pluma de ave, un coro de barbudos traductores. Teodoro Kelyin nos dio cuenta del entusiasmo que por España siente la Unión Soviética. Y nosotros pudimos comprobarlo. En las fábricas, en los cuarteles, en todas partes nos preguntaron, nos pidieron noticias. La ópera más conocida es Carmen, la que más tiempo llena los carteles, creyendo muchos ingenuamente que es algo así como nuestra ópera nacional. Don Manuel de Falla es de los músicos más admirados. Prueba: La Orquesta Bética de Sevilla, que él fundó, está invitada para dar este otoño una serie de conciertos por toda la U.R.S.S. En Moscú, en Leningrado, en Kiev hay agrupaciones que siguen de cerca la cultura española. En Leningrado se pueden dar conferencias en castellano, porque la Sociedad Iberoamericana cuenta con 300 miembros. Al interior de la Unión y organizadas por los escritores soviéticos, se radian conferencias sobre la literatura clásica y contemporánea española, leyéndose traducciones de trozos escogidos.

También se representa nuestro teatro: Fuenteovejuna, como aquí se sabe; La dama duende, de Calderón; La villana de Vallecas, de Tirso. Y en Georgia, con los trajes del país, se ha puesto en escena Los intereses creados, de don Jacinto Benavente.

La Editorial Academi empezará a publicar este año una serie de traducciones de la literatura española, comenzando por el Poema de Mió Cid y el Libro de buen amor, del Arcipreste. No hace mucho, como nadie ignora, se han publicado Tirano Banderas, de don Ramón del Valle-Inclán, agotándose la edición rápidamente, y libros de Ramón Pérez de Ayala, Ramón J. Sender, Joaquín Arderíus y otros.

Teodoro Kelyin fue nuestro mejor guía de Moscú y uno de los más grandes amigos que hemos dejado allí, en la Unión Soviética. «Su familia española» —como él nos llama cuando nos escribe— no le olvida y le saluda desde aquí, desde el otro extremo de Europa, tan lejos.

XV. Fadeiev, Ivanov, Gladkov, Vera Imbert, Tretiakov, Ogniev, Kirchón, escritores soviéticos leídos en España. Los conocimos. Asseef, Pasternak, Kirsanof, Kamenski, Bezimenski, poetas. Por todos hemos sido invitados a sus casas. Sabemos cómo viven, sabemos lo que sus obras les producen, la alegría que les traen los miles y miles de ejemplares editados, el saberse traducidos a innumerables dialectos y leídos por millares de hombres que ahora empiezan, después de tantos siglos de oscuridad, a tener derecho a la cultura. De este gozo sólo pueden hablarnos hoy en el mundo los escritores soviéticos. Están orgullosos. Pueden. Y sonríen cuando les explicamos que un libro de poesías del mejor poeta de España no alcanza casi nunca la edición de 3.000 ejemplares.

XVI. Una noche, la de Navidad en los otros países, fuimos invitados por la mujer de Maiakovski a su casa. Allí se habían reunido varios poetas. Allí estaba también Luis Aragón, casado con Elsa Triolet, escritora soviética, cuñada de Maiakovski. Entre caviar, té y raros dulces orientales se recitaron poesías. Los poetas soviéticos conservan aún cierto sentido juglaresco de la poesía. Más que recitar, representan. Cada uno a su modo. Sienten una excesiva predilección por las onomatopeyas. Kirsanof, por ejemplo, en uno de sus poemas, más que poeta parecía una locomotora. Silbaba, se tiraba al suelo, sudaba, jadeando, como subiendo un alto puerto, faltándole tan sólo el echar humo. Kamenski relataba una cacería de osos, mezclada de ruidos, de lamentos y cantos persas, parecidos al «cante jondo». Asseef repetía, monótono, con un deje de musiquilla árabe, un largo poema escrito en Georgia. Yo tuve que improvisarles una corrida de toros, toreando una silla que había en el centro de la sala. Aragón, en francés, y a éste ya le entendimos, nos dijo «La toma del Poder», poema de su último libro Los comunistas tienen razón.

Allí, en aquella casa, la suya, es donde se conserva más latente, más íntimo, el recuerdo de Maiakovski. Uno de sus amigos más queridos, Brik, recitó el poema que escribió unos días antes de suicidarse. Releímos la carta que dejó sobre la mesa, minutos antes de sonar los disparos. Pedía, serio, entre otras cosas: «No se hagan historias sobre mi muerte», suplicando que no se comentase la causa amorosa de su suicidio. Y la Unión Soviética, el país que ha resuelto el problema sexual dando la más amplia libertad a la mujer y al hombre, no dijo nada en sus periódicos. Se calló, hablando sólo del autor de los «160 millones».

Al acabar la lectura del poema y la carta, uno de los jefes de la G.P.U., que se hallaba presente con su compañera; un comandante del Ejército Rojo, héroe de las campañas de Asia, casado hoy con la mujer del poeta, el escritor polaco Bruno Jasienski; Dimitri Mirski, antiguo príncipe contrarrevolucionario, catedrático en Oxford, hoy militante del partido; nosotros, todos los invitados quedamos en silencio, sintiendo la presencia de Wladimiro Maiakovski, poeta de la Revolución de Octubre.

XVII. Al volver al hotel, en esa misma noche helada, la de Navidad en los otros países, ya tarde, por la Plaza Roja desierta, oímos unos cantos. Poco después, avanzando lentamente, las largas bayonetas inclinadas en la mano caída, grandes bajo los capotones, con un ritmo de paso de Semana Santa, apretados, como llevando en andas a la Revolución sobre la nieve, aparecieron distanciadas dos patrullas de soldados. Una iniciaba la canción. Otra le respondía el estribillo. Preguntamos:

—¿Qué cantan?

Nos respondieron:

—Cantan la juventud y el esfuerzo soviéticos.

Al alejarse las patrullas y mirar la bandera roja iluminada, ondeando ardiente sobre el Kremlin, me acordé de una estrofa de Los 12, poema de Alejandro Blok, que traducíamos por aquellas mañanas:

¡Cómo iban nuestros muchachos
a servir a la Guardia Roja,
a servir a la Guardia Roja,
a dejar su cabeza inquieta!

De aquella primitiva Guardia Roja, formada en los días de la Revolución, compuesta de los que venían huyendo de las trincheras, de obreros, de mujiks y desharrapados de todas clases, surgió este Ejército Rojo, que ahora celebra su XV aniversario.


Rafael Alberti
Luz, Madrid, 28 de julio, 1933












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