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2776. Usos amorosos de la posguerra española.- IX. Cada cosa a su tiempo

El desconocimiento real entre los sexos contrastaba con las ceremonias prescritas para que tuviera lugar el «conocimiento» formal entre un hombre y una mujer.

La primera era la de la «presentación». Dentro de una determinada clase social, un chico no se acercaba a una muchacha en el paseo ni la sacaba a bailar sin que se la hubieran presentado previamente. Para pasar «airosamente» este trámite, a las chicas tímidas o que habían tratado con poca gente, se les recomendaba naturalidad y aplomo.

* No hay ninguna fórmula fija para decir cuando te presenten a una persona, sea ésta hombre o mujer; así que puedes decir lo que te salga de dentro en ese momento: «Encantada», «¿qué tal?», o cualquier cosa por el estilo, y al despedirte, lo mismo: «Ya nos veremos», «hasta la vista», «encantada», «adiós», etcétera, etcétera, pues nadie se fija en palabra de más o de menos.

Acerca de la fórmula «encantada», conviene decir que, a pesar de ser la más extendida, el uso habitual que se hacía de ella no siempre consiguió desgastar su carga semántica. Precursora en algunos casos del futuro y anhelado «te quiero», la expresión del rostro femenino que la pronunciaba delataba para un observador atento cuándo se trataba de la enunciación convencional de una cortesía y cuándo traducía fielmente el arrobado encanto de quien, al pronunciarla mientras estrechaba una mano masculina, sentía estar trasponiendo un umbral plagado de promesas.

Había un primer dato de selección correspondiente al aspecto puramente físico de aquel contacto. Entre las muchachas de mi generación se atribuía mucha importancia a la forma que un hombre tenía de dar la mano. No gustaba mucho el apretón rudo y seco que dejaba la nuestra como aprisionada entre hierros, pero menos todavía la viscosidad y falta de arrestos que entrañaba el extremo opuesto. Decir de un chico que «daba la mano floja» era el peor presagio. El término medio ideal, aunque nadie lo hubiera definido con exactitud, se percibía inmediatamente, suscitando una aprobación instantánea. «¡Qué bien da la mano!», se decía. El que daba bien la mano, aunque se la diera igual a todas las mujeres, lograba trasmitir, a veces con la alianza de la mirada, la sospecha de que aquel contacto era especial e irrepetible.

Al momento de la presentación podía haber precedido otra etapa de duración variable, a lo largo de la cual la posible pareja ya había entablado otro anticipo de contacto mediante un código de señales más inaprensible pero menos convencional que ninguno: el intercambio de miradas. Aquí la muchacha, aunque siempre de forma sutil y por supuesto «muy femenina», podía tener la audacia de estimular la iniciativa varonil:

* Conviene siempre dejarles la iniciativa y la decisión. Sólo los ojos y las sonrisas pueden ayudar a la mujer, pero con una gracia y habilidad muy sutiles, pues que, en su perfecto derecho y con toda razón, los hombres no gustan de ejercitarse en tácticas defensivas y están, por los siglos de los siglos, acostumbrados a iniciar el ataque... Me parece más sencillo que intentes, discreta y femenina, hacerle tropezar con tus ojos.(2)

El presagio de comunicación que se fraguaba en la etapa de las miradas permitía un mayor margen de inventiva y libertad, precisamente por inscribirse en el campo de lo intangible, de la ilusión. Pero tampoco podía disfrutarse mucho tiempo a solas de aquella ilusión, ni mantenerla secreta, porque todo el mundo en torno andaba ojo avizor. «Ese chico alto te mira mucho», solían advertir enseguida las amigas. Tanto si la interesada decía que sí, que ya se había fijado, como si su modestia —verdadera o falsa— la llevaba a ponerlo en duda argumentando que tal vez aquellas miradas iban dirigidas a otra chica de las del grupo, la amenaza de las interferencias ajenas se empezaba a configurar como una nube negra sobre aquella ilusión alimentada a solas. La carga eléctrica de un amor en ciernes y sin desagüe demasiado preciso soliviantaba al grupo entero, ansioso de intervenir en aquella historia. Y enseguida surgía la decisión conjunta, compartida: «Pues oye, a ver si logramos que nos lo presenten.»

El retraimiento de la chica «rara», poco inclinada a comentar con las amigas sus estados de ánimo, se interpretaba como una falta de solidaridad, como un síntoma de antipatía que casi resultaba insultante. Pero no se dejaba en paz a la chica rara de buenas a primeras, se peleaba, como ya vimos en otro lugar, por redimirla de su condición «anormal» y hacerla obedecer las normas de la grey. Aún hoy perduran en mujeres que lindan con la tercera edad las secuelas perniciosas de aquellas instancias de cohesión incondicional con las amigas, que coartaba cualquier iniciativa independiente y espontánea, ya fuera escribir una carta sin enseñársela a nadie, entrar a solas en un local público o incluso levantarse para obedecer a una necesidad fisiológica urgente sin preguntarle por lo bajo a la compañera de mesa: «Oye, ¿me acompañas al tocador?» Hasta dentro de la propia casa despertaba recelos el aislamiento de una chica, y ni siquiera invocando una razón tan noble como la de su afición a los libros, conseguía prestigiar su tendencia a la soledad.

* Ahí estás. Encerrada en casa toda la tarde con la «alegre» compañía de esos letárgicos libracos, mientras tus pobres amiguitas se desesperan viendo que no acudes al guateque prometido. ¡No las mires con esa cara de horror! Están hablando de modas y de la belleza de Peter Lawford. ¿Por qué no? ¿No las encuentras femeninas?

Lo más femenino de todo era hacerles confidencias a las amigas y detallarles con pelos y señales los indicios de un amor reciente. Pero al intentar propagar una experiencia íntima y aún en gestación, no solamente se banalizaba su encanto sino que además se estaban regalando datos sobre determinada personalidad masculina, que podían volverse excitantes y propicios a la manipulación ajena. Era muy frecuente, de hecho, el que algunas amigas más «lanzadas» que su confidente inexperta, se encapricharan del desconocido recién descubierto por ésta, e hicieran lo posible para «pisárselo»:

* Las amigas son un peligro horroroso. Esa señorita que estorba tu amor es un monstruo muy vulgar. Supongo que si el estudiante que amas tiene sentido común, pronto comprenderá su error y caerá rendido a tus encantos. No emplees las mismas armas que ella ha empleado... Aguza tu inteligencia y tu habilidad...; pero, por favor, siempre muy discreta, muy seria, muy femenina.

La muchacha discreta, seria y femenina acababa comprendiendo que solamente podía confiar en la Divina Providencia. Y esperar.

* No puedes hacer sino esperar a que ese muchacho que estudia, te mira y calla se decida a cambiar de actitud. Puedes insinuar, muy femenina y tímida, gestos de aproximación cordial, pero sin ninguna tendencia a «la americanada».

Prohibidos una vez más los modelos de conducta espontánea propuestos por el cine americano, que era el que más se veía, aquellos «gestos de aproximación cordial», ensayados a veces de noche ante el espejo del cuarto de baño, adolecían de torpeza y desmañada afectación. La chica tímida nunca estaba segura de haberlos dosificado adecuadamente en la práctica, y el único paliativo para un solivianto como aquél, comparable al padecido antes de recibir las notas de un examen, estaba en la aprobación derivada de la conducta de él; es decir en comprobar si se decidía o no a salvar aquella distancia a través de la cual se habían encontrado los ojos. Ella, aunque se sintiera progresivamente atraída por el desconocido que la miraba, no solía poner nada de su parte para que se lo presentaran, a no ser que existieran una serie de circunstancias favorables, es decir, que no fuera tan desconocido, sino por ejemplo pariente de alguna de sus amigas. La indagación por medio de las amigas, que por muy discreta que pretendiera ser desembocaba casi siempre en chismorreo, se dirigía en general a recabar ciertas garantías sobre el carácter del muchacho en cuestión y sobre su porvenir:

* Que ésta averigüe con discreción —o si no tú misma puedes hacerlo con Pilar— qué clase de gustos y aspiraciones tiene su hermano y cómo piensa enfocar su porvenir. Indaga también, pues esto es muy importante, si ese chico tiene idea de casarse, pues por lo que me cuentas también podría ser un solterón recalcitrante que deteste a las mujeres, en cuyo caso no cabe más que... volver la hoja del libro. (6)

La etapa de las miradas se desarrollaba generalmente al aire libre, durante las horas del paseo. En todas las ciudades españolas existía una calle principal o una plaza mayor donde a horas fijas tenía lugar la ceremonia, hoy en desuso, del paseo. De una a dos y de nueve a diez, a no ser que estuviera nevando, las amigas se arreglaban para salir a dar una vuelta y recalaban indefectiblemente en aquel lugar de reunión, como si se metieran en el pasillo o en el cuarto de estar de una casa conocida, donde las puertas no daban al dormitorio o al comedor sino a otro tipo de locales más animados: tiendas, cafés y cines. Y se deslizaban pacífica y rutinariamente, cogidas del brazo, observando con más o menos descaro el comportamiento de los muchachos conocidos y desconocidos y hablando de ellos por lo bajo. Este encuentro puntual, que acababa volviendo familiares todas las fisonomías, se atenía a un ritual muy curioso. Por ejemplo, en la Plaza Mayor de Salamanca, las chicas paseaban en el sentido de las manecillas del reloj, mientras que los hombres lo hacían en el sentido contrario. Como quiera que el ritmo del paso fuera más o menos el mismo en ellos y en ellas, generalmente lento, ya se sabía que por cada vuelta completa a la Plaza se iba a tener ocasión de ver dos veces a la persona con quien interesaba intercambiar la mirada, y hasta se podía calcular con cierta exactitud en qué punto se produciría el fugaz encuentro. «Me toca por el Ayuntamiento —se iban diciendo para sí el paseante o la paseante ilusionados— y luego por el café Novelty.» Con lo cual daba tiempo a preparar la mirada o la sonrisa de adiós, cuando se trataba ya de un conocido. Los chicos que se acercaban a un grupo de amigas para «acompañar» a alguna de ellas, lo hacían cambiando de dirección e incorporándose al sentido de las manecillas del reloj, nunca sacándolas a ellas de su rumbo para meterlas en el contrario. Por eso, si un muchacho por el que estábamos interesadas no aparecía en el lugar calculado, podía ser porque se hubiera ido ya, porque se hubiera metido en un café, o porque en aquel trecho hubiera decidido cambiar de sentido para acompañar a otra chica más afortunada.

Esta primera fase de las miradas se veía amenizada por los informes que, deliberada o casualmente, se iban recogiendo sobre el desconocido, casi siempre en círculos ajenos al hogar, porque la fiscalización de las familias no tenía entrada en esta etapa del amor, aún tan inconsistente y etérea. «Estudia Medicina», «es de Bilbao», «vive en una pensión por el barrio de la Universidad» o «su padre tiene una ganadería de reses bravas» eran, con todo, noticias mucho menos emocionantes que las que se seguían recogiendo directamente del cruce de miradas. De un día para otro, aquel fluido tan frágil y tan intenso podía cortarse sin más explicaciones, y entonces sobrevenía el apagón de luz. Unas veces era ella la que volvía la cabeza hacia otro lado, al encontrárselo en la calle, otras veces era él. Pero casi siempre por la misma razón, porque aquel lugar a su lado ya no estaba vacío; le ocupaba otra persona que era la receptora actual de sus miradas. «Claro —decían las amigas—. Te lo han pisado. Si es que hay que darles un poco de pie.»

«Dar pie» era una de las expresiones de mayor circulación y el alcance de sus límites era muy indefinible. Había que dar pie, pero ni tanto para que la chica que lo diera fuera tenida por una «fresca» ni tan poco que su intención pasara desapercibida. Logrando la proporción adecuada se animaba, al parecer, al desconocido a que abandonase su condición de tal y pasara a la de conocido, decidiéndose a buscar a alguien que hiciera la presentación. Ilusionarse por alguien cuya mano no se había estrechado todavía era andarse por las ramas.

* ¿De modo que intuyes que un caballerete a quien ni siquiera has sido presentada puede saciar tu sed espiritual para toda la vida? Por lo visto ignoras que el amor requiere, con vistas a la prolongación de la especie y a la felicidad de los seres ciertas condiciones de asiduidad, frecuentación, convivencia etcétera. (7)

Por parte del caballerete, ceder a las instancias de aquellos ojos que se cruzaban al azar con los suyos y empezar a hacer gestiones para el acercamiento era ya dar un paso que, aun cuando no le comprometiera a nada, le «significaba» un poco ante los demás. El verbo «significarse», de claras connotaciones políticas, se usaba mucho en la posguerra española y entrañaba una toma de partido, así como el derecho, por parte de la sociedad, a investigar en determinada conducta. «¿Cómo va a estar ese empleado en Abastos? ¿No se había significado con los rojos?», se podía oír, por ejemplo. De la misma manera, el deseo explícito de conocer a determinada muchacha le daba ocasión al amigo requerido como presentador para hurgar en el asunto y preguntar al aspirante por el calibre de aquellos sentimientos, que ya, quisiera o no, «le significaban». El interrogado solía escurrir el bulto, intentando descargar de «significación» aquel primer avance intrascendente. «Es que es muy mona, me mira bastante, y, no sé, me gusta.» «Pero, ¿te gusta mucho o poco?» Es decir, empezaban a darse pasos hacia la norma, hacia la clasificación. Y enseguida venían las advertencias y los informes, que no se referían tanto al carácter de la chica o a sus aficiones como a su extracción social y, sobre todo, a su disponibilidad para un posible noviazgo.

«Esa chica tiene ya novio» era una frase que invalidaba automáticamente el deseo de ser presentado a ella. Y también podía ser un freno, aunque menor, enterarse de que «la acompañaba» otro. Había, por último, una información de efecto ambivalente en quien la recibía: la de que la muchacha en cuestión fuera «una fresca» y les diera pie a todos o «se timara» con todos, como también se decía en la época para expresar el coqueteo. Saber eso podía animar o decepcionar, según las intenciones que se hubieran abrigado con respecto a ella durante la etapa de las miradas. Había que dejar bien delimitados los campos, saber a qué atenerse, porque no todas las chicas se merecían el mismo trato.

* Conozco esa clase de muchachas que a sí mismas se califican de «modernas» y creen que tal calificación les da derecho a hacer un despliegue de desvergüenza sorprendente, aunque pretendiendo ser tratadas como las más honestas y tener la más completa consideración de la sociedad.

El modelo de mujer hacendosa y recatada que las madres proponían a sus hijos para que se ajustara a él la futura compañera de su vida contribuía a apagar la sed de aventura que late en toda búsqueda o elección personal. La aventura había que buscarla por otros pagos más prometedores. «Esa chica no es para casarse —se solía decir—. No ha sido para él más que una aventura.» A muchos hombres, probablemente, les hubiera gustado que no estuvieran tan marcados los límites entre el campo de la aventura y el del noviazgo. Pero eran pocos los que se rebelaban contra esa dicotomía. Así que iban relegando a un territorio proscrito su sed de aventura, prostituyéndola en lugar de aplacarla. Y el placer que pudieran extraer de sus «aventuras» lo abarataban al hacer trofeo de él ante los demás, pagando así con vil ingratitud la generosidad de quien les pudiera haber concedido sus favores con menos tacañería de la habitual. Se hablaban unos a otros de sus aventuras, porque una vez que se tenía novia, de la novia ya no estaba bien visto contar nada. Se daba por supuesto que aquella que se había elegido para esposa decente no constituía material de narración.

Una vez traspasado el umbral de la presentación, el hombre seguía llevando la batuta de las relaciones a seguir. Podía intensificarlas o replegarse, es decir, descargar de todo sentido amoroso la relación iniciada y convertirse en un chico conocido al que se dice adiós por la calle. Por cierto, que hasta para una cosa tan simple, algunas jóvenes indecisas necesitaban pedir orientación, tanto se las había atosigado con el respeto a las normas.

* Si se conoce a un chico muy poco y no se le trata con confianza, al verle en la calle ¿qué debe hacer una chica? ¿Saludarle antes o esperar a que él diga adiós para contestar? (9)

En esta etapa de los saludos casuales, se mantenía la ambigüedad con respecto a las intenciones del chico. Pero las ilusiones de ella podían desbocarse, incluso con tan pobre agarradero. La sensatez aconsejaba aplacarlas y esperar a verlas confirmadas con el trato.

* No sé si estará enamorado de ti, aunque no lo creo puesto que no os habéis tratado ni siquiera salido juntos. Posiblemente le gustarás, y ese sentimiento puede crecer, convirtiéndose en simpatía y atracción mutuos, en ese amor volcánico que tú crees ahora sentir. El amor, hija mía, es algo más profundo y de más base que esa ilusión que tú sientes ahora porque ese muchacho te ha saludado unas cuantas veces en la calle y te han dicho que está por ti. (10)

No estaba tan claro como reza este texto, empeñado en establecer jalones indiscutibles en el camino del amor, que los sentimientos de tipo volcánico se encendieran y acrecentaran siempre con el trato, sino que muchas veces podía suceder, y de hecho sucedía, justamente al revés.

Porque, ¿qué era el amor en aquellos tiempos más que imaginación?

* Esos enamoramientos volcánicos cuya lava se vierte sobre un desconocido no tienen ni más base ni más peligro que la imaginación. (11)

Era precisamente la época anterior al trato la que más encandilaba la imaginación femenina. Por eso se consideraba peligrosa.

Veamos el proceso que seguían las relaciones en el caso contrario, es decir, cuando el hombre decidía intensificarlas.

Primero se convertía en acompañante, título más o menos institucionalizado, pero presidido todavía por el azar. Se decía: «Fulanita no tiene novio, pero la acompaña un chico.» Acompañantes, por supuesto, se podía tener más de uno, entre los cuales se iba configurando el preferido. Algunas muchachas, de carácter alegre y sencillo, menos obsesionadas 
por el casorio que otras, podían sacarle gusto a esta situación por sí misma y vivirla como mera amistad. Pero estaba desprestigiada una amistad entre hombre y mujer que no pretendiera desembocar en otra cosa.

* Hay varias maneras de enamorarse. Una es el flechazo. Otra que le gustes a un chico por lo que sea y que poco a poco se vaya interesando más y más. Y por último, empezar siendo amigos, acostumbrarse a esa amistad y darse cuenta al cabo de un tiempo de que eso de la amistad era un mito... Ten cuidado de no exagerar la nota y ponerte tan amiga, tan amiga, que ya no vea en ti a la mujer. (12)

Y sin embargo, dejarse «ver como mujer» no quería decir escotarse un poco más o cruzar las piernas sin ponerse el parapeto del bolso delante, como era lo habitual. Se trataba más bien de una estrategia hecha de dulzura y comprensión. Era la que, según decían, daba resultados. Incitando al hombre a que hablara de sí mismo y siguiendo sus palabras con mirada y gesto atentos, se le ofrecían garantías de las posibles capacidades como novia y esposa.

* Cuando te presenten a un chico, no te imagines inmediatamente que te lo va a «pisar» la primera que llegue. ¡Es tan fácil retenerlos! Hazle hablar de sí mismo, de sus gustos, de sus aficiones... Ya verás cómo, si eso lo haces con discreción, te da magníficos resultados. (13)

Pero, aparte de lo discutibles que pudieran ser tales resultados, no siempre el azar deparaba, durante la etapa del «acompañamiento», las circunstancias propicias para que se creara ese clima. Para que una muchacha, olvidándose de las amigas y del mundo en torno, pudiera dedicarse a recoger arrobada informes sobre los gustos y aficiones del muchacho en cuestión, éste tenía que haberse significado más, dejar entender que quería verla a solas, invitarla a salir a ella sola. Y ésa era una etapa posterior. Algunas chicas, demasiado vinculadas a su grupo femenino, tardaban en dar pie a esa intimidad. Y ciertas consejeras 
sentimentales se veían obligadas a darles un empujoncito para animarlas a salir de aquel cotarro, a cortar el cordón umbilical con las amigas.

* Probablemente ese muchacho que tenía tanto interés en salir contigo no se sintió igualmente dichoso en la reunión de tus amigas, y de ahí data el origen de su frialdad. El amor es un poema enteramente personal. No sé si tu caballero estaba a punto de enamorarse o andaba todavía por las ramas; pero todos los indicios me llevan a pensar que si hubieras limitado la tarde a charlar en un banco desde el cual se viesen árboles, nubes y primeras estrellas, tal vez el clima hubiera contribuido a mejor resultado. (14)

Sin duda esta reunión a que alude el texto citado se estaba celebrando, a lo que se vislumbra, en una casa particular que tal vez pudiera tener un jardín. Los años cuarenta conocieron la eclosión de las fiestas caseras denominadas «guateques», para las que los padres comprensivos 
cedían, más o menos a regañadientes, alguna habitación amplia de la casa. Con la colaboración indispensable del «picú», la aportación de diferentes discos y la elaboración de algunos aperitivos y un «cup» de frutas con poco alcohol, se celebraban estas fiestas de juventud, presididas por la incomodidad y por cierta euforia postiza. Eran los guateques, según la descripción de una revista femenina

*...esas fiestecitas caseras tan agradables para las muchachas y tan desagradables para el papá que se tiene que irse de casa por unas horas y además luego paga los gastos. La gente sentada come mucho más que de pie. Nada de instalarla cómodamente... Una mesa o mostradorcito pequeño donde resulta difícil arrimarse y luego, a hacer equilibrios con la copa en la mano de un lado para otro. Como bebida, un «cup» donde se echa la cantidad de agua que convenga... La ciencia moderna ha descubierto que ciertos vegetales tienen gran utilidad de vitaminas y los ha puesto de moda... Ahórrese en los «sándwiches» el jamón, el salchichón, la mortadela y demás cosas indigestas y prepárense con tomate, pepino y otros productos de la tierra. (15)

El hecho de que aquellas reuniones se celebraran en domicilios de gente conocida y más o menos respetable, frenaba las posibles libertades de los jóvenes asistentes a ellas. La sociedad no le había dado carta blanca en esa época a la juventud para que se sintiera protagonista de nada, y la sombra de los padres, se hubieran ido o no de la casa, estaba perpetuamente presente, contribuyendo a reforzar el encogimiento de los invitados para acceder a cualquier tipo de «avance erótico». Así ha resaltado un escritor de nuestros días el carácter ritual de aquellos guateques
celebrados por los adolescentes en los años cuarenta:

* Los jovenzuelos iban llegando y se iban apelotonando en el extremo de la sala principal, en el extremo contrario del que ocupaban las muchachas, aparentemente ocupadas en la selección de los discos o charlando entre ellas, provisionalmente discriminadas. Así es que, tras el primer saludo, los jóvenes machos trababan conversaciones entre sí, conversaciones peligrosas, porque su persistencia podía estorbar el turno de acudir a la caza de la elegida, que de momento estaba allí disponible con las amigas, esperando... Los guateques en cuestión no pretendían ser, como hubiera supuesto un extraño, ocasiones de relación y de comunicación entre adolescentes o citas de grupo para matar el tedio... Se trataba de intentar, a nivel de mimo, una relación por parejas durante unas horas, de hacer como si esa relación existiera o hubiera debido existir y tuviera contenido. Lo cual hacía que el repertorio gestual, las miradas, los casuales roces no tuvieran más que un valor convencional, totalmente circunscrito a la elemental liturgia de la fiesta. Lo cual, sin embargo, no evitaba los efectos de todo ello en las temperaturas emotivas y en los estados vegetativos de los distintos actores, de manera que el rito era una introducción a la masturbación o al prostíbulo. (16)

En cuanto a las actrices, a quienes estaban vedadas ese tipo de satisfacciones, volvían a casa insatisfechas y soliviantadas.

Tanto en los guateques, como en el paseo, como en las excursiones de pandilla que se organizaban en verano, el acompañante podía mantenerse en su calidad de tal durante meses, dando ocasión a toda clase de conjeturas sobre su comportamiento por parte de la interesada. Se barruntaba que «venía por ella», la sacaba a bailar más que a las demás y se le solía ver a su lado, pero se acercaba siempre a todo el grupo de amigas, que generalmente eran el ciento y la madre. Las trataba con cierta confianza, las llamaba por sus nombres, y todas tenían derecho a hacerse ilusiones acerca de él, mientras no se delimitaran más los campos.

Había una situación muy especial en la que quiero detenerme con algún detalle por su significación de umbral a un erotismo colectivo y difuso: la de ir al cine. En los años cuarenta, cuando no existían ni barruntos del invento revolucionario que habría de meternos las imágenes en casa por la pequeña pantalla, ir al cine era la gran evasión, la droga cotidiana, y constituía una ceremonia que hoy ha perdido toda magia. Una chica nunca iba sola al cine, de la misma manera que tampoco entraba sola en un café. Ir al cine era un ritual de grupo, en el que los prolegómenos tenían también su importancia, porque contribuían al saboreo 
de la situación. Desde las sugerencias que proporcionaba el título de la película que se iba a ver, intensificadas por la contemplación de las carteleras que se exhibían a la entrada con las escenas más emocionantes, hasta el momento de hacer cola para sacar las entradas, todo el grupo de amigas consumía varias horas a la semana comentando los preparativos e incidencias de aquel asunto, que tenía algo de excursión a parajes más o menos exóticos, donde se iba a vivir por delegación una historia que abría brecha en la rutina de la propia existencia. No siempre eran los cines locales confortables o acogedores, particularmente en provincias, y sólo el calor transmitido por las escenas contempladas era capaz de contrarrestar el frío negro que se padecía a veces en aquellos templos profanos.

(Como anécdota ilustrativa del carácter un tanto casero que tenían aquellas excursiones al cine, diré que mi hermana, harta de pasar frío, inventó un recurso que acabó poniéndose de moda entre todo el grupo de sus amigas. Al salir de casa, se preparaba una bolsa de agua caliente y se la ataba con unas cintas por debajo del abrigo, con lo cual el consuelo le duraba durante todo el Nodo y la primera parte de película, menos pródiga en emociones ardorosas.)

Pues bien, si el acompañante de una chica concreta, pero ligado aún a toda aquella recua de amigas, se enteraba de que iban a ir al cine al día siguiente, podía dejar caer la sugerencia de que le dejaran en taquilla una entrada doblada a su nombre, porque él también tenía ganas de ver esa película, y así la verían juntos. Pero en ese «juntos» se vislumbraba la sombra de un plural que no dejaba claros los apetecidos contornos del «tú y yo». Y si la interesada, por timidez, torpeza o amor propio, no hacía las maniobras necesarias para quedarse la última cuando entraban en la fila de butacas correspondiente, corría el peligro de que otra amiga se aprovechase del privilegio de tener sentado a su lado al «acompañante» durante hora y media. Y aquello podía propiciar en ambos el nacimiento de emociones de consecuencias imprevisibles. Aunque apenas se rozaran los codos, la evidencia perturbadora de aquella cercanía física, de aquel perfil masculino atisbado de reojo en la oscuridad, propiciaba unos ensueños de intimidad que se agudizaban cuando la película contemplada 
era una historia de amor. La expresión de «hacer manitas» usada por entonces para designar las primeras libertades que se tomaban los enamorados, al amparo de la oscuridad de un cine, no solía tener cabida aún en esta etapa, a no ser que se tratase de un muchacho particularmente atrevido. Pero la posibilidad de que aquella mano, que estaba tan cerca, se posase sobre la propia en el momento en que los perfiles de Vivien Leigh y Clark Gable se empezaban a acercar, aceleraba los latidos del corazón con tal fuerza que se hacía innecesaria la bolsa de agua caliente.

El paso de «dejarse acompañar» por un chico a «salir» con él ya suponía una deliberación más comprometedora, y venía marcado por las llamadas por teléfono. «Salen juntos. La llama por teléfono», se solía decir, como noticia importante para medir el grado de intensidad que llevaban las cosas.

El teléfono, en la década de los cuarenta, no se manejaba con la irrespetuosa ligereza y la abrumadora frecuencia con que en nuestros días se hace uso de él. Recibir una llamada por teléfono era algo siempre inesperado y excepcional, casi tan grato como recibir una carta. Con este acontecimiento 
se iniciaba un posible despliegue de fiscalización familiar. «¿Quién es ese chico que te ha llamado por teléfono?», indagaban las madres o las hermanas mayores, con la antena alerta. Porque el teléfono solía estar colgado en el pasillo o en el despacho, y lo cogían siempre los mayores. Un hombre joven, si no conocía a la familia, tenía que vencer cierta timidez para llamar por primera vez a la casa. Había decidido empezar a «salir» con aquella chica.

Cuando entre la presentación y la invitación a salir no mediaban todas estas etapas, la muchacha tendía a desconfiar y se zambullía en un mar de indecisiones, que trataba de resolver recurriendo al consultorio sentimental.

* Tengo 18 años y el otro día fui a una fiesta en casa de una amiga que se ponía de largo. Había un chico que me gustaba y me dijo que si quería bailar con él y le dije que sí. No nos separamos en toda la noche, salimos al jardín y me dijo muchas tonterías, luego me acompañó a casa. Si me dice que si quiero salir con él, ¿qué debo hacer? ¿Le puedo decir que sí?

La respuesta, cautelosa como siempre, establecía ciertas salvedades y condiciones:

* El que un muchacho en una fiesta sea galante es una cosa muy natural, pero no es bastante. Si sabes quién es (es de suponer, puesto que le conociste en casa de unas amigas), si te divierte y... ¡cuidadito!, si tus padres te lo permiten, no hay inconveniente en que aceptes su 
invitación. (17)

Antes de que se produjera la invitación a salir, el papel de ella era difícil, sobre todo si creía haberse enamorado. Podía «hacerse la encontradiza», arreglarse más cuidadosamente, buscar alianza en alguna amiga de la que no desconfiara, ensayar una forma diferente de sonreír y de hablar. Pero lo que nunca podía hacer era llamar al chico por teléfono, a no ser de forma indirecta. Es decir, si por ejemplo era hermano de alguna amiga, se podía llamar a la casa invocando cualquier pretexto y con la esperanza de que se pusiera él.

No quedaría lo suficientemente perfilado el cuadro de estas relaciones de escarceo amoroso anteriores al noviazgo, si no se insistiera en ciertos detalles que me parecen fundamentales para marcar las diferencias con lo que sucede hoy. En primer lugar, a los amigos nunca se les saludaba dándoles un beso, sino la mano. También el lenguaje era deliberadamente circunspecto y elusivo, sin rozar nunca lo escabroso. A un chico a quien se le escapara un chiste atrevido o un taco delante de una señorita, se le catalogaba inmediatamente como un grosero. Ella, por supuesto, ponía cara de no entender. Una de las prerrogativas de la mujer casada es que podía recoger las alusiones subidas de color.

* Los matrimonios jóvenes se reúnen mucho juntos y van a ver operetas donde dicen picardías y ellas se ríen muy alto para que el público vea que son casadas y que saben de qué se trata. (18)

El significado real de algunas palabrotas como «joder», que se le podían escapar al padre o al hermano en momentos de ira, se mantuvo impenetrable hasta bastantes años más tarde para muchas jovencitas de la burguesía. Huelga, pues, decir que este tipo de expresiones no manchaban nunca su boca.

También es interesante dejar claro que durante todas las etapas que he explicado, incluida la de «salir», la chica pagaba sus entradas del cine, sus vermuts y sus helados. «No os dejéis invitar», aconsejaban los confesores, las madres y las monitoras de la Sección Femenina. Dejarse invitar, aunque fuera a un cucurucho de castañas, por un muchacho con el que no se habían entablado aún relaciones de noviazgo era cosa de «frescas».

El momento de la declaración de amor, que en ningún caso hacia la mujer, era el que marcaba la hora de la verdad. Se hiciera por escrito o cara a cara, empleando fórmulas habituales y manidas o dando rienda suelta a una expresión poética personal que garantizara mejor la originalidad y autenticidad de aquellos sentimientos, lo cierto es que ningún hombre que quisiera tener novia podía evitar semejante expediente.

En el monólogo de Delibes, a que se hizo alusión más arriba, hay un testimonio muy interesante de lo que para una chica de la época significaba la declaración de amor:

*... No es una bagatela eso, que para mí la declaración de amor es fundamental, imprescindible, por más que tú vengas con que son tonterías. Pues no lo son, no son tonterías, ya ves tú, que te pones a ver y el noviazgo es el paso mas importante en la vida de un hombre y de una mujer, que no es hablar por hablar, y lógicamente ese paso debe de ser solemne, inclusive, si me apuras, ajustado a unas palabras rituales... No me seduce la fórmula de Armando de salir cuatro tardes juntos y retenerle un buen rato la mano para considerarse comprometidos... Esther y Armando se han casado prácticamente sin ser novios antes, de golpe y porrazo, tal como suena, cosa que, bien mirado, ni moral me parece..., que el matrimonio será un Sacramento y todo lo que tú quieras, pero el noviazgo, cariño, es la puerta de ese Sacramento, que no es una nadería, y hay que formalizarlo, que yo sé que fórmulas hay muchísimas, montones, qué me vas a decir a mí, desde el «te quiero» al «me gustaría que fueras la madre de mis hijos», con todo lo cursi que sea, figúrate, de sorche y de criada, pero a pesar de todo es una fórmula y, como tal, me vale.» (19)

En el terreno de la declaración de amor era en el que estaban más rígidamente repartidos los papeles de la pareja.

* No, mujer; por mucho que vayas al cine y aunque incurras en el 
error de leer novelas americanas, no te contagies. Las mujeres no se declaran nunca. Es una pequeña molestia que debemos conservarles a los caballeros... El calendario y la sonrisa son los únicos remedios infalibles para todos los males. (20)

Era tan impensable que el «te quiero» de la mujer sirviese de sustrato al del hombre, que la simple imaginación de una situación semejante adquiría perfiles de farsa grotesca. Explotando este filón de humor absurdo, Margarita Tono Mihura, a principios de 1944, decía que en aquel año, por ser bisiesto, a las mujeres se les iba a permitir declararse, y hacía una encuesta a varias de ellas fingiendo que les pedía en serio su opinión al respecto. Todas las encuestadas escurrieron el bulto o bromearon, como si les estuvieran hablando de un asunto que jamás podría llevarse a la practica. (21)

En la prensa femenina de la época se encuentran con frecuencia diversos comentarios acerca de la indecisión y falta de arrojo de los chicos a medida que las etapas anteriormente reseñadas los iban conduciendo ante aquella puerta inquietante de la declaración de amor, que no todos se atrevían a empujar, aunque llevasen ya algún tiempo detenidos ante ella, en un silencio que los paralizaba.

* Si un día me decido a hacer la estadística de los «silenciosos» frente a una mirada encendida, estoy segura de que alcanzarán el mayor porcentaje. Ha cundido tanto la pereza «declaratoria» en los hombres... que no sé qué porvenir va a tener el mundo entre tantos cañones y tan poco ímpetu juvenil. (22)

La etapa de «salir» con un chico, o «estar en plan» con él, como también se decía, no era satisfactoria para una muchacha, cuando se alargaba mucho sin que llegaran a ponerse las cosas en claro mediante la anhelada declaración de amor.

* Esos términos medios no satisfacen. Tienes que obligar a ese caballero a poner el asunto más en claro. Si quiere tu exclusiva, por mucho que tú estés deseando concedérsela, que se moleste en pedirla. (23)

¿Pero de qué manera forzar a un caballero a poner las cosas en claro si estaba tan prohibido dar datos acerca de los propios sentimientos como mostrar impúdicamente una impaciencia excesiva por escuchar palabras arrebatadas? La única posibilidad femenina para espolear al perezoso a que pidiera aquella «exclusiva» era la de hacerle comprender —no con palabras, sino con hechos— que existían otros que podían adelantarse en tal pretensión; que la paciencia tiene un límite:

* Me parece que si no está enamorado de ti, le falta muy poquito, muy poquito, y de ahí su reacción al ver que salías con otro y estabas medio en plan. No quiere atarse ni comprometerse hasta tener la seguridad de que puede casarse... y de ahí provienen sus cambios de humor contigo, esos «tira y afloja» que a ti te desesperan... Comprendo que tu situación puede llegar a ser peligrosa, ya que no se puede garantizar que siga pensando lo mismo al terminar la carrera, y tú te puedes enamorar cada vez más y encontrarte al cabo del tiempo con la vida deshecha. (24)

Aquellos «tira y afloja» que jalonaban las relaciones de una pareja antes del noviazgo ponían a prueba el aguante de la chica, generalmente aconsejado a ultranza. Aguantar con sonrisa comprensiva los cambios de humor del hombre y sus esporádicas espantadas, si bien era apostar por una carta imprevisible, significaba hacer progresos en el meritorio camino de la sumisión a una voluntad más fuerte que la propia. Y además las «marchas atrás» del hombre indeciso también podían tomarse como signo de interés, se trataba de aprender a interpretar correctamente los arbitrarios 
altibajos de aquella línea quebrada.

* Si no representases para él más que una amiga, te trataría siempre lo mismo. Por el contrario tiene cambios bruscos. Tan pronto es cariñoso, confidencial, te habla de sus proyectos, de su porvenir, de sus ensueños, como al minuto siguiente se convierte en un témpano irónico y desagradable. La razón de todo te la dio él mismo al decirte que «no quería pensar en nada serio hasta el final de su carrera». Hay muchos hombres que no quieren comprometer a una mujer hasta poderle ofrecer un porvenir claro y resuelto... Tienes que aguantar, aguantar y aguantar todo lo que te ocurra. (25)

Debe decirse, en honor de la verdad, que la pereza declaratoria de los jóvenes de aquella época no solamente estaba motivada por la incapacidad de ofrecerle a su amada en breve plazo un porvenir seguro, aunque éste fuera un freno en muchos casos. Existían aparte de estas razones de tipo práctico, también otras de índole psicológica, que afectaban 
a la propia identidad varonil, ansiosa y temerosa de un refrendo que dejara bien parada la autoestima. La declaración de amor significaba someterse a una especie de examen donde a uno le podían suspender, era arriesgarse a «recibir calabazas», un desaire bastante hiriente, por el que las chicas nunca tenían que pasar, y que tambaleaba la seguridad de un hombre cuyos atractivos físicos nadie había encomiado delante de él, aunque pudiera estarlo deseando. La certeza de «gustar» a las mujeres no la tenían más que unos pocos.

Recibir una declaración de amor, se contestara a ella afirmativa o negativamente, era ya para la muchacha una primera garantía de su puesta en valor. No siempre se decía que sí a la primera, y en ese período más o menos breve hasta la aceptación, donde se ponía a prueba el interés de él y se le forzaba a la insistencia, es cuando realmente una muchacha vivía algo parecido a una aventura. Lo difícil era trocar luego el noviazgo en aventura, hacer escapar de la rutina unas relaciones formales que, una vez establecidas como tales, serían vigiladas por muchos pares de ojos al acecho de su desenvolvimiento; seguir mirando con la misma ilusión al novio «que ya te tenía segura» que al joven consumido de zozobra ante el obstáculo. Y algunas chicas «noveleras» de posguerra tendían a alargar a propósito aquel período anterior a conceder el «Sí», le daban coba, lo saboreaban. Porque solamente durante ese plazo intermedio entre el sueño y la realidad se sentían dueñas de su destino, libres de elegir o dejar de hacerlo, protagonistas.

* Las mujeres somos bastante coquetas y gustamos de este pequeño tira y afloja que solamente podemos permitirnos en esa época preliminar del Amor con mayúscula. (26)

Por una parte, se sabía que con aquella demora se recrudecía casi siempre el deseo de él, o por lo menos su amor propio. Pero además, decir que sí a la primera denotaba demasiada impaciencia por tener novio. Había que «darse a valer». Una canción de la época, el famoso bolero Quizá, quizá, quizá, retrata muy bien aquella situación de suspense bastante habitual:

Estás perdiendo el tiempo,
pensando, pensando.
Por lo que tú más quieras,
¿hasta cuándo, hasta cuándo?
Y así pasan los días,
y yo desesperando,
y tú, tú contestando:
quizá, quizá, quizá.

Los razonamientos de tipo práctico esgrimidos por la chica ante el muchacho que se le declaraba («dame un poco de tiempo para pensarlo», «eres muy voluble» o «no sé qué dirán mis padres») eran muchas veces puro pretexto. Con aquel plazo lo que se ponía a prueba era la capacidad de sufrimiento de él, sus dotes de tenacidad y lealtad. Y había también en aquel «darse a valer» un ingrediente de aventura, que explicaba el rechazo de pasar a engrosar el tedioso cotarro de las chicas con novio. Daba miedo conocer mejor lo que se había soñado desde la ilusión y el desconocimiento. Con el hombre al que aún no se había aceptado mediante el «sí» cabía el terreno de la ambigüedad, del juego; con un novio ya no se podía jugar.

* Mira, hija, eso de jugar a los novios me parece que no es lo más indicado para tomar como diversión. No debes nunca entretener a un hombre que está enamorado de ti sólo porque te aburres y piensas que así puedes pasar las tardes más divertida. (27)

La diversión, por lo tanto, quedaba circunscrita a la etapa anterior al compromiso, al entretenimiento solitario. Era, por otra parte, algo insatisfactorio, como torear sin toro. Pero al toro del hombre se le tenía miedo. Y miedo también a dejar de valer ya para nada en cuanto concluyera el período de darse a valer. Claro que, frente a estos miedos, se incubaba uno de signo contrario, inyectado generalmente por las madres casamenteras o por las amigas bienintencionadas: el de que el chico en cuestión se hartara de que le dieran largas. Pero en ese riesgo estaba al mismo tiempo el aliciente. El derecho a decir que no, o que todavía no, o que quizá - quizá - quizá era la mayor manifestación de libertad y rebeldía, la única situación donde la chica de posguerra, sin sentir la condena de la sociedad, podía tener la sartén por el mango, inventar algo, dar rienda suelta a su sed de aventura.

Los padres solían estar bastante al tanto de los posibles candidatos a la mano de sus hijas. Un chico que estuviera acabando la carrera o haciendo oposiciones a algo, y que además fuera serio y de familia conocida era el más aconsejable, un hombre estable, responsable, de porvenir. Otro extremo en el que se insistía machaconamente era en el de la diferencia de edad, al que ya se hizo alusión en el capítulo V.

* Diez años de diferencia no están mal entre hombre y mujer, siempre, naturalmente, a beneficio de ella. Realmente el caballero debe tener la cabeza más sentada y los gustos más consolidados que su media naranja, y además conviene que se ponga viejo antes, porque así nos dan cierto margen de descanso en su afán de... «corretear». (28)

En otros textos se acentúa un poco más la índole sexual de este consejo, aunque se trate siempre de alusiones veladas por el eufemismo.

* Si los cinco años fueran «a favor de él» la cosa era mucho menos peligrosa; conviene mucho que se pongan viejos a tiempo. Lo malo es que los caballeros «duran más» físicamente, espectacularmente que nosotras, y por lo tanto conviene mucho tomar precauciones para restarles ventajas. (29)

Pero no siempre lo que convenía era lo que gustaba, y todas estas preferencias basadas en una prudente reflexión no solían coincidir con las preferencias viscerales de la interesada, que no le veía la gracia a aquella monserga de que los hombres se pusieran viejos cuanto antes. Los jóvenes guapos y atrevidos, que eran los que tenían éxito con las chicas, resultaban ser casi siempre un poco sinvergüenzas, malos estudiantes, unos «zánganos», de conversación tan divertida y brillante como incierto porvenir.

* Tampoco es nuevo eso de que los más zánganos son los más divertidos. Luego ya en la perspectiva del hogar, piensa que los tranquilos, feúchos, aburridos, poco brillantes, en fin, son más convenientes para deslizarse por la existencia sin muchos barullos. Pero como el marido no surge hasta que el novio se acaba... En fin, un lío. Prueba con ese pretendiente, buenecito él, transigente y pacífico él, que no es tu ideal pero puede ser tu tabla de salvación. (30)

En las componendas para seguirse aferrando al ideal, sin perder de vista las posibles tablas de salvación que aún se oteaban como disponibles a la chica de posguerra, desasosegada por los espinosos dilemas de la elección, se le podían consumir los mejores años de su juventud. Para entretener la espera de lo definitivo (la aparición de aquel hombre interesante de las novelas), se entregaba a diversiones ocasionales con algún acompañante simpático y trivial, a quien utilizaba como puente de acceso a las regiones soñadas. Así satirizaba esta situación el semanario La Codorniz:

* La vida está llena de muchachos que bailan bien, que saben cuentos estupendos, que conocen el último chisme de moda, pero que tan sólo sirven para «flirt-puente» mientras se presenta otro hombre de más categoría. El hombre interesante sabe evadir siempre que las mujeres lo tomen como flirt puente. Las mujeres se enamoran de él de una forma definitiva. Quien no se enamora de una forma definitiva es él... Cuando hablamos de un hombre interesante, no hablamos, como es lógico de un buen partido. El buen partido es un muchacho de carrera, hijo único, que sirve para arreglar la plancha eléctrica y sabe poner inyecciones... Este hombre está destinado a llevar la ventura y la paz a los hogares. Que es justamente a lo que no está destinado el hombre interesante... Todo el mundo se cansa de todo el mundo. El tacto del hombre interesante consiste en ser él quien se canse primero. (31) 

Una gran proporción de aquellas muchachas que se decidieron por el buen partido y se convirtieron en esposas intachables siguieron, sin embargo, manteniendo encerrada en un cofre secreto, durante muchos años, la imagen embellecida del hombre interesante que hizo latir su corazón como nadie lo volvería a hacer latir nunca.

El hecho de declararse novios un hombre y una mujer iniciaba un proceso bifurcado en dos direcciones generalmente antagónicas y que se obstaculizaban entre sí. Una la del ensayo de aquella pasión soñada, vía de libertad y juego que clamaba por los fueros de la entrega placentera al presente. Otra de integración en el mundo adulto y de sumisión a sus leyes de ahorro y de sentido común, donde el control del grupo familiar de cada enamorado presionaba para que la meta del futuro desactivase el placer del vuelo de la pareja, su tendencia a perderse o «embalarse» (verbo que se usaba mucho) por regiones innovadoras y peligrosamente alejadas de la rutina. Se trataba de cortar alas.

* Esas parejas que se aíslan de todo para cantarse endechas apasionadísimas un día, al siguiente pueden llegar al trance matrimonial con un embalamiento maravilloso, pero sin saber nada uno de otro en todas las facetas de lo normal, de lo rutinario, de lo forzoso. Tú eres demasiado inteligente para caer en esta equivocación. No temas nada. Para quien no piensa en volar, no hay jamás fantasma de jaula. (32)

La gente se enteraba de que un chico y una chica se habían hecho novios cuando los empezaba a ver solos en el cine o tomando el aperitivo. Tampoco podían volver a bailar él con otra ni ella con otro.

Estaba permitido que los novios «hicieran manitas» y que pasearan cogidos del brazo. Pero poco más. Lo de «hacer la bufanda», es decir llevar a la chica cogida por el cogote, sólo se aceptó algunos años más tarde.

Se iniciaba para la pareja una etapa tensa e ingrata, sin más sorpresas que las que pudiera depararle su propia conversación, muchas veces insincera y mortecina. Conscientes los usufructuarios de aquella incierta aventura de que su pacto suponía una inversión para el futuro, o hablaban de ese futuro o se arriesgaban a vivir las sorpresas que les deparaba el presente, como situación inédita e innovadora. Entregándose a esta segunda alternativa, el noviazgo perdía su enaltecido cariz de «zona templada», presidida por la gradación y la cautela necesarias para esquivar las amenazas del juego resbaladizo del amor.

* El amor empieza a carecer de su zona templada, de esa primera fase del noviazgo, deliciosamente irisada, tan necesaria para su plenitud. (33)

El delicioso iris de aquella zona templada se quebraba en chispas infernales y llamaradas con olor a azufre cuando la novia, amonestada desde la infancia por criterios de prudencia, ahorro y sensatez, descubría con susto que la prolongación más coherente de aquel amor, que había confesado corresponder, se manifestaba en asaltos más o menos bruscos e impacientes contra su pudor. Sentirse, a despecho de su retórica moderadora, deseada carnalmente por aquel muchacho con el que iba al cine y salía de paseo, y a quien ya no era tan fácil mantener a raya, despertaba en ella una serie de emociones y dilemas para cuyo análisis raramente podía servirle de apoyo el mismo que los provocaba, más empeñado en conseguir los favores que requería que en explorar, a través del discurso incoherente y suplicante de su pareja, la turbación de un alma femenina y mantenida en invernadero, al toparse con las crudas exigencias del sexo.

Y la esforzada labor de la novia decente era, desde entonces, frenar los excesos de pasión de él, no permitirle que le dijera cosas subidas de color, ni que bailara demasiado apretado ni que la quisiera llevar de paseo al atardecer a parajes demasiado solitarios. Era una lucha difícil y que a veces duraba años, porque los noviazgos de la posguerra solían ser muy largos. Y había que poner las cosas en claro desde el principio, porque ya se sabía que al hombre que se le daba el pie se tomaba la mano y siempre iba a estar dispuesto a pedir más. Las primeras condescendencias eran, pues, las peores.

* Es muy difícil aconsejarte ahora, porque el «usufructante» se ha acostumbrado a tus condescendencias. Pero mucho se puede conseguir evitando ocasiones, buscando temas de conversación que no sean apasionados, etc. (34)

La verdad es que los novios, incluso los mas ardorosos, no sabían dónde ir. En el marco de una sociedad tan precaria económicamente como la de los años cuarenta donde ningún joven tenía coche ni un pisito de soltero, los novios vivían al raso, desterrados. Sus excursiones a las afueras, sobre todo cuando llegaba el buen tiempo, eran consideradas con alarma. Y se le atribuía una perniciosa complicidad a la bicicleta, el único diablo de dos ruedas que favorecía un desplazamiento sin testigos.

* Las mujeres admiten toda clase de libertades procedentes del sexo contrario, acentuadas en los noviazgos, siendo de notar la perjudicial influencia que la generalización del uso de la bicicleta ha producido en orden a las excursiones lejos de la ciudad. (35)

Otro recurso, más invernal éste, era el de meterse en un cine, procurando conseguir la última fila. Los cines, según un informe de la época se habían convertido en…

*...verdaderos antros de lascivia, en los cuales se compra y se paga el deleite fugaz de unos minutos al amparo de la oscuridad. (34)

Este tema de la inmoralidad en los cines, que llegó a preocupar como una cuestión de Estado, provocó algunas medidas de tipo inquisitorial por parte de las autoridades de provincias.

* Pudiera procederse —como ya se ha hecho en Almendralejo— al observar alguna actitud indecorosa, a proyectar en la pantalla una llamada al orden «a los ocupantes de la fila tal», sin indicar el número de la butaca, pero con la amenaza de señalarla a continuación si no rectificaban. (35)

En cuanto a los cafés un poco solitarios, muchas parejas cariñosas de la época sufrieron la humillación de ser echadas de ellos sin más contemplaciones.

El terror a ponerse en evidencia se aliaba con la noción del pecado. Aparte de eso, existía la convicción, respaldada por la sabiduría popular, de que el hombre acababa despreciando a la mujer que se rendía a sus insistentes requerimientos de intimidad. «El que en la calle besa, en la calle la deja», rezaba un refrán que estaba en boca de todas las madres. Hace poco me contaron el caso de un chico andaluz bastante tímido con las mujeres, que se echó por fin novia. Cuando al cabo de dos años un amigo suyo (el mismo que me ha narrado la anécdota) volvió a encontrárselo y le preguntó que qué tal le iba el noviazgo, el interesado
bajó la cabeza y declaró que se había visto obligado a romper con aquella chica. «¿Por qué?», le preguntó el otro intrigado. «Pues ya ves, porque le toqué una teta y se dejó», fue la respuesta.

En general se consideraba que un novio que no sabía respetar a su novia, no estaba realmente enamorado de ella.

* Yo te aconsejaría... que terminaras con ese novio que tienes, y que demuestra lo poco enamorado que está de ti. Cuando un hombre busca en la mujer ciertas concesiones como las que a ti te pide, señala que la valora en bien poco y que únicamente te da importancia a la apariencia externa, pues en otro caso no se le ocurriría ni proponérselo. Y en cuanto a ti, ¿no crees que toda mujer lleva en sí un pudor innato que se rebela instintivamente antes de prestarse a lo que tú crees «muy natural en las relaciones de novios»?

Este ten con ten de la chica decente para mantenerse fiel a los mandatos del pudor sin que el novio perdiera el interés por ella llegaba a convertirse en una estrategia fatigosa y monótona, sobre todo si se tiene en cuenta que la «zona templada» del noviazgo podía durar años y mas años. Algunos textos de la época se esforzaban por cantar, con una retórica bastante hueca, las excelencias y ventajas de aquella larga y paciente espera, donde la mujer hipotecaba su presente en aras de un futuro glorioso.

* No hay nada legislado sobre la duración de los noviazgos. Ni leyes que impidan esperar paseando por los jardines vibrantes en primavera y melancólicos en otoño. Unos cuantos años de confidencias, de ilusiones y presentimientos son preciosos en la espera y en el suspiro de la emoción... Si tú eres capaz de hacerlo resucitar, llegarás a la boda, cuando sea, con un regusto de encariñamiento acariciado cuidadosamente, apasionadamente cultivado. (39)

Pero los noviazgos largos eran una auténtica tortura, la plaga de la época. Y para aguantarlos con ánimo a base de «confidencias, ilusiones y presentimientos», sin que la rutina desluciera aquel decorado de jardines vibrantes en primavera y melancólicos en otoño, se requería un temple
similar al de los reincidentes opositores a Notarías o a abogados del Estado.

* Sois varias las chicas monísimas que «arrastráis» un largo noviazgo sin demasiada seguridad de que «esta oposición» tan laboriosamente preparada valga la pena. (40)

Para la muchacha, en efecto, era como hacer oposiciones de resultado tan cuestionable como aquellas que estaba preparando su novio. Nadie podía garantizar que aquel tiempo perdido se fuera a amortizar con éxito. Podía convertirse, por el contrario, en un arma de dos filos que contribuyera al deterioro de las ilusiones.

* Generalmente los noviazgos largos no suelen terminar muy bien, pues muchas veces el hombre se cansa, y después de que la novia ha soportado media carrera, cuando ya cree haber llegado a la meta, a él se le ha pasado la ilusión y cree que es más caballeroso cortar por lo sano. (41)

También para esto de cortar por lo sano sin motivos aparentes, es decir por simple hartazgo, el hombre tenía más bula que la mujer. Y ella, aunque no guardara demasiados buenos recuerdos de aquella larga e inútil prueba, se sentía herida en su amor propio, desairada ante los demás.

* Sin duda después de muchos años de noviazgo queda... una raíz de hondo afecto que es difícil de arrancar, pero no es menos cierto que Ud. agudiza su pena al pensar en lo que sus amistades opinarán de esta ruptura, ante la idea de que esas «predilectas amigas»... se han salido triunfantes con lo que auguraban. (42)

Conscientes del supremo desaire que suponía dejar a una novia de muchos años, algunos hombres optaban por una vía sinuosa, aunque conducente al mismo propósito: la de ir dosificando una serie de desaires subsidiarios, aunque cada vez más evidentes, para forzarla a ella a tomar aquella decisión, concediéndole así la prerrogativa de que pudiera decir: «Fui yo quien le dejó a él», con lo que quedaba a salvo su dignidad femenina. Pero algunas eran duras de pelar, y se resistían a aceptar aquella evidencia, por mucho que se la estuvieran poniendo delante de los ojos.

* Que tu novio no te quiere es un hecho consumado que tú misma has experimentado. Que no se atreve a dejarte y está dándote motivos para que lo hagas tú salta a los ojos. (43) 

El caso de la chica que dejaba plantado a su novio porque le estaba «dando motivos» era más o menos frecuente. Y del peso que estos motivos tuvieran ante la opinión general dependía la dignificación de la víctima, que en algunos casos podía salir de la prueba con su halo de decencia no sólo indemne sino reforzado, circunstancia que podía estimular a un nuevo pretendiente.

Pero si dejaba a un novio de la noche a la mañana no por los «motivos» que él le hiciera, sino atendiendo a motivos de índole personal (como podían ser los de que se le cruzara otro que le gustaba más o simplemente la comprobación de que se aburría o se sentía decepcionada) era mirada con reprobación casi unánime, como a alguien que se atreve a subvertir un orden de valores: Aquel que uniformaba a la mujer con los atributos de la sumisión y el aguante, mientras que ponía en manos del hombre la batuta de las decisiones trascendentales.

Cuando los novios rompían, había la costumbre de que se devolvieran los regalos y las cartas que se hubieran podido escribir. Muchas veces esta petición, que solía partir de la novia, era un pretexto, un cable esperanzado que se lanzaba para reanudar el rosario amoroso de reproches y disculpas.

* Pídele las cartas... Hay quien sostiene que la auténtica propiedad de los pliegos escritos es de aquel que los recibe. Pero en casos de amor, lo que se pretende al pedirlas no es tanto recuperarlas como dar ocasión a que el otro las niegue, y se pueda rehacer el repertorio de frases amorosas. (44)

A un novio con el que se rompía definitivamente, no había costumbre de volverle a hablar ni siquiera a saludarlo cuando se le encontraba por la calle, detalle bastante sintomático de las escasas raíces de amistad que se habían echado con aquella relación.

Las posibilidades de ruptura se aminoraban notablemente cuando el novio empezaba a «entrar en casa», primer estadio de formalización real de las relaciones, y al que sólo seguía, antes de la boda, la petición de mano.

Un novio que ya entraba en casa suponía una doble garantía para las madres casamenteras: la primera, la del mayor compromiso que adquiría dando ese paso; la segunda, la del control más directo que se podía ejercer sobre unas relaciones que ya no se desarrollaban únicamente del portal para afuera.

* Un novio de portal —justificaba su teoría la tía— viene, llega, sale y un buen día desaparece sin dejar rastro ni reclamación posible... Pero el novio que sube al piso, merienda, juega las partidas de cartas, asiste a las tardes en que un familiar tiene anginas, conoce a las criadas, recibe recados por teléfono en el número de la novia, participa de santos y cumpleaños, ese novio, hija mía, es mas difícil que huya... ése ¡no se escapa!

Resultaba más difícil, efectivamente, romper con una novia cuando ya se entraba en casa, como también pretender de ella favores que atentaran seriamente contra su pudor.

Hasta la petición de mano, ceremonia que tenía lugar pocas semanas antes de la boda, con el consiguiente intercambio de regalos, la coacción de la familia se hacía progresivamente abrumadora e inesquivable. Y cuanto mejor se viera tratado el recién admitido a aquellas habitaciones donde se servían meriendas, se oía la radio, se dilucidaban cuestiones económicas y se hacia crochet, más prisionero se sentía. También podía sentirse prisionera ella, claro está, pero la conformidad que le habían predicado desde la infancia le impedía ahondar en aquella vaga insatisfacción experimentada a veces al comprobar que su novio seguía siendo para ella un perfecto desconocido, al que se acepta y se perdona a ciegas.

* La paciencia debe acompañar a la mujer día y noche, como si fuera vuestra sombra, sentarse en nuestra mesa, no abandonaros en los momentos de emoción y sosteneros en las horas de amargura, porque entre el fondo del alma del hombre y de la mujer media siempre tan gran distancia que hasta el hombre dotado de delicadeza excepcional hará sufrir, cuando menos lo piense, a la mujer menos susceptible. (46)

Sobre la época, ya tan lejana, de las miradas, que se inició bajo los auspicios del jugueteo, la audacia y la promesa, empezaba a caer un manto polvoriento de domesticidad, una coraza de buen sentido. La novia empezaba a hacerse el ajuar, a no salir con las amigas cuando él tenía que estudiar, a «guardarle ausencias» si se iba de viaje, a no interesarse más que por el porvenir del novio, por sus quiebros de humor, por aquellos súbitos silencios que se instalaban a veces entre ambos como una barrera cuyos cimientos jamás se investigaban. Y toleraba de mejor o peor grado que él siguiera saliendo con los amigos, yendo al café de noche y sabe Dios si teniendo alguna aventura con la que consolarse de tanto estancamiento. Empezaban las riñas, las medias verdades y las lágrimas, las discusiones cerradas en falso con algún beso furtivo, que acentuaban la sensación de agobio. Y así se llegaba al día de la boda. Totalmente a ciegas.

* Los novios a punto de contraer matrimonio se parecen al funámbulo que, con los ojos vendados, vacilante, anda sobre el abismo... La gran desgracia es que son ignorantes. ¿Qué saben de sí mismos y del otro? Que son jóvenes y guapos, ricos o pobres, de buena familia o de carácter amable. Esto «creen» saberlo. Todo lo demás lo «esperan». (47)

Unos años más tarde, cuando algunas revistas católicas de vanguardia empezaron a plantearse la necesidad de abrir los ojos de las futuras esposas y acometer aquellos temas de la relación entre los sexos desde una óptica más realista, un autor criticaba así la falta de información sexual que había presidido hasta entonces la educación de las mujeres:

* Las mujeres devotas y burguesas de las últimas cuatro o cinco generaciones, víctimas del pseudoespiritualismo erótico y «rosa» del siglo XIX, adoptaron ante el problema sexual la actitud del avestruz, defendiendo con tenacidad el ideal de lo que dieron en llamar «inocencia»,... ignorancia a ultranza de todo lo relacionado con el sexo, por considerarlo en principio feo, malo, e inconveniente... Parece como si se quisiera sentar el postulado de que lo sexual, en principio, es malo... El sacramento del matrimonio resulta forzosamente menospreciado y reducido al triste papel de una tolerancia excepcional, una salvedad, algo así como una «vista gorda» de Dios... Prueba de ello es la costumbre, existente todavía en muchas congregaciones de «hijas de María», de
expulsar de su seno a las que contraen matrimonio... Tengo referencias de que en alguna congregación esa expulsión se lleva a cabo, además, de forma pública y vejatoria, quitando a la novia la medalla en pleno altar y apenas ha pronunciado el «sí, padre». (48)

Excedería de los límites de este trabajo, ya demasiado dilatado, el análisis en profundidad de las secuelas que esta ignorancia pudo significar para la buena marcha de las relaciones matrimoniales.

De todas maneras, creo que a estas alturas de la década de los ochenta ya se ha hablado cumplidamente, y de forma incluso algo abusiva, de la represión sexual de los años de posguerra, a la que se ha echado la culpa de todos los infortunios padecidos por los matrimonios que hoy ven a sus hijos comportarse de manera diametralmente opuesta en sus relaciones amorosas.

A mi modo de ver, aquella represión sexual, aunque pudo efectivamente provocar la infelicidad de muchos matrimonios, no era ni mucho menos tan grave como otro fenómeno más desatendido y subyacente al primero: el de la represión de la sinceridad entre los hombres y mujeres a lo largo de los años de trato que jalonaban su permanencia en aquella «escuela del noviazgo» tan decantada. La exaltación de la insinceridad, a que ya he hecho suficiente referencia, llegaba a postularse en términos tan descarados como los siguientes:

* Para ganar en quites de amor, hay que empezar por perderle el respeto a la sinceridad. (49) 

Empezando por ahí, ya hemos visto el proceso que seguían los estudiantes de aquella asignatura; no hace falta insistir en ello. A lo largo del presente trabajo, creo haber dejado suficientemente claro que la pérdida del respeto a la sinceridad fue causa primordial de descalabro y nunca de ganancia en los quites de amor que he venido analizando.

Más que las trabas que se les ponían a los novios de posguerra para besarse sin remordimientos y tener ocasión de conocer, antes de la boda, sus respectivos cuerpos, considero perniciosas las que se les pusieron, al amparo de la insinceridad, para llegar a ser amigos y conocer sus respectivos deseos, miedos, decepciones y esperanzas. En una palabra, para dejarse querer y ver por el otro en su verdad desnuda, no con arreglo a los datos falsos que se proporcionaban mediante la representación de un papel.


Carmen Martín Gaite
Usos amorosos de la posguerra española
Capítulo IX. Cada cosa a su tiempo

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NOTAS

1. Letras, «Consultorio sentimental», abril de 1950.
2. Medina, «Consúltame», 20 de marzo de 1944.
3. Chicas, 30 de marzo de 1952.
4. Medina, «Consúltame», 18 de octubre de 1942.
5. Medina, «Consúltame», 28 de junio de 1942.
6. Letras, «Consultorio sentimental», enero de 1950.
7. Medina, «Consúltame», 26 de marzo de 1944.
8. Liceo, «Consultorio sentimental», noviembre de 1950.
9. Mis chicas, 11 de marzo de 1951.
10. Letras, «Consultorio sentimental», octubre de 1949.
11. Medina, «Consúltame», 1 de febrero de 1942.
12. Letras, «Consultorio sentimental», abril de 1951.
13. Letras, «Consultorio sentimental», octubre de 1950.
14. Medina, «Consúltame», 18 de octubre de 1942.
15. Letras, enero de 1951, p. 45.
16. Carlos Barral: Años de penitencia, op. cit., pp. 178 y
17. Mis chicas, 14 de enero de 1951.
18. La Codorniz, 2 de noviembre de 1941
19. Miguel Delibes: Cinco horas..., op. cit., pp. 127-28.
20. Medina, «Consúltame», 4 de octubre de 1942.
21. Medina, 13 de febrero de 1944~
22. Medina, «Consúltame», 12 de marzo de 1944.
23. Medina, «Consúltame», 12 de noviembre de 1944.
24. Letras, «Consultorio sentimental», julio de 1950.
25. Letras, «Consultorio sentimental», junio de 1949.
26. Medina, «Consúltame», 2 de abril de 1944.
27. Letras, «Consultorio sentimental», febrero de 1949.
28. Medina, «Consúltame», 17 de enero de 1943.
29. Medina, «Consúltame», 6 de agosto de 1944.
30. Medina, «Consúltame», 8 de noviembre de 1942.
31. «Sólo para hombres», en La Codorniz, 16 de mayo de
32. Medina, «Consúltame», 25 de octubre de 1942.
33. Isaac de Paula, en El Español, 12 de agosto de 1947.
34. Medina, «Consúltame», 16 de enero de 1944.
35. La moral pública..., op. cit., p. 83.
36. Ibídem, p. 44.
37. Ibídem, p. 43.
38. Letras, «Consultorio sentimental», enero de 1950.
39. Medina, «Consúltame», 7 de febrero de 1943.
40. Medina, «Consúltame», 17 de septiembre de 1944.
41. Letras, «Consultorio sentimental», diciembre de 1950.
42. Liceo, diciembre de 1950.
43. Letras, «Consultorio sentimental», mayo de 1951.
44. Medina, «Consúltame», 24 de junio de 1945.
45. Una niña topolino, op. cit., capitulo VII. ss. 1943.
46. Medina, 12 de abril de 1942.
47. Hans Wirtz: Del eros al matrimonio, ed. Studium, 1962, 5.edición, p.
13.
48. Angel Fontanet, en El Ciervo, junio de 1944.
49. Medina, «Consúltame», 29 de octubre de 1944.









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