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2794. Sobre los poemas gallegos de García Lorca

García Lorca junto a su madre en la Huerta de San Vicente, verano de 1935 (Autor: Eduardo Blanco Amor)



Acudo al requerimiento que me formula en «Las Últimas Noticias» del 5 del mes pasado, mi talentoso y cordial amigo Antonio Romera, transparentemente oculto bajo el ciclópeo pseudónimo de Federico Disraeli, para disipar de una vez las insistentes brumas que aún flotan sobre el origen de los Seis poemas gallegos de Federico. Estaba yo todavía en Buenos Aires, cuando asomó a los anaqueles el libro de Díaz Plaja, donde este enfadoso pleito literario vuelve a plantearse. También allí fui requerido por unos y por otros para su esclarecimiento. No tuve ganas de hacerlo. En Buenos Aires, el tema lorquiano -salvo algunos fervores en verdad auténticos- se halla de tal modo envilecido por el snobismo y la sofisticación que resulta triste y ligeramente repugnante sumarse al mundo de los presuntos esclarecedores y escolistas. En vista de que Federico estuvo allí unos meses -viaje en cuya decisión me cupo buena parte- cualquier zascandil o zascandila de los suburbios literarios, a quien alguna vez la universal cordialidad de Federico tendió la mano al pasar en el vestíbulo de un teatro, se encuentra con derecho a describirnos el color de sus pijamas y sus más íntimos pensamientos.

Cuando nos lo mataron, cuando, como dijo Alfonso Reyes, «el jabalí hozó en su sangre» y sus amigos quedaron aplastados de dolor y de estupor, sin resuello siquiera para el grito o para la blasfemia, sin fuerzas en las entrañas para exprimir el llanto, surgió otro pelotón de fusilamiento no menos protervo y los periódicos y tribunas se llenaron con urgentes testimonios de esa sucia necrofagia que se disputaba a dentelladas su cuerpo aún caliente, sin más dolor que el laríngeo y el pedestre, que echaba a volar el aullido o que enjuanetaba la pluma con la misma ardorosa falsía. Fue en aquel entonces cuando hice voto de silencio sobre el que había sido mi amigo ejemplar y, en tantas cosas de la vida y del arte, mi generoso maestro durante los tres años de mi permanencia en España. Mientras los snobs veían en lo calvo de la ocasión un motivo de los más pintados para declamar sus exitismos y fariseísmos, yo oía dentro de mi la voz de doña Vicenta, su madre, cuando fui a pedirle que consintiese un nuevo viaje del poeta a América, a fin de estrenar la reciente Doña Rosita.

«Es de todos menos mío. No me lo dejáis disfrutar». ¡No me lo dejáis disfrutar! Y ponía en la palabra un regusto tibio, dulce, frutal, de madre golosa, de madre española; porque doña Vicenta era una de esas madres andaluzas, a quienes el hijo nunca acaba de nacérseles del todo, como si lo llevasen en las entrañas de por vida. ¡No me lo dejáis disfrutar! Yo no había visto nunca una amistad tan honda, tan tierna, conmovedora e infantil entre una madre y un hijo. Quien no los haya visto juntos, quien no haya asistido a sus diálogos y a la recíproca e insaciable sutileza de sus cuidados, jamás sabrá hasta qué punto Federico era también un niño que no se resolvía a nacer del todo:

«Madre: bórdame en tu almohada
Sí, niño: ahora mismo».

¡Pobre doña Vicenta Lorca, pobres sus ojos tristes cuando nos veía salir cada noche, pobre su corazón, cuando lo vio salir sabiendo, con la sabiduría del corazón materno, que ya no habría de volver nunca más!

Sí, me había callado más de cinco años, de pluma y de palabra, con una tozudez justificadamente cerril. Y cuando al final me resolví a hablar de él -desde adentro de él- a los estudiantes argentinos; cuando creí que tanta vida ya empezaba a gozar de la indispensable muerte en mi memoria, reencontré que mi boca se llenaba de sombra y de amargura y que su nombre dicho en arte, me acuchillaba la garganta y me rompía la voz.

Me alegra mucho de que sea aquí, en Chile (ayer lo he evocado extensamente en la intimidad de una conferencia para andaluces) donde he sentido por primera vez la necesidad de hablar de él, es decir, de hablar con él. ¡Cómo hubiera amado Federico a este país! ¡Cuánto hubiese gozado con estas resonancias tan andaluzas y, empero, tan curiosamente, tan finamente complementadas por elementos para mí todavía de imposible objetivización, del carácter chileno! ¡Cómo le hubiera atraído este hondo instinto, amalgamado a formas tan implícitamente líricas; este transcendentalismo vital, sistemáticamente negado y revertido -descargado- en formas de la ironía o de elegante recato, todo ello tan andaluz; casi podría decirse tan mozárabe...!

Pero embridemos la divagación. Tiempo habrá de hablar de todo ello. En mi próximo curso de la Escuela de Temporada de la Universidad sobre «Lírica española contemporánea», Federico contará con cinco lecciones, con cinco intentos de apresamiento y fijación. Volvamos ahora al tema de los poemas gallegos, a las contingencias de su publicación. Empecemos por fijar un dato: Los poemas gallegos no aparecieron por primera vez, como creen muchos, en la edición de sus Obras Completas de la Editorial Losada. Se los facilité yo, publicados ya en libro, junto con el Libro de Poemas del que no había otro ejemplar visible en Buenos Aires; lo que demuestra que sus íntimos y minuciosos enterradores no tenían las obras del poeta. Recuerdo que, a fin de que el preciado ejemplar no saliese de mis manos y quedase a salvo de menoscabo y extravíos, lo copié a máquina y se lo entregué a G. de Torre, junto con los poemas gallegos.

De las seis composiciones en esta lengua, sólo en uno no tuve arte ni parte. Lo escribió Federico en 1932 -Madrigal â cibdá de Santiago- durante una gira de estudiantes patroneada por Arturo Soria, actualmente exiliado en Chile. El Madrigal fue publicado en El Pueblo Gallego de Vigo. De los cinco restantes, después de oírselos recitar innumerables veces, uno me lo dio en cuartilla autógrafa –Noiturnio do adoescente morto– sin pasar en limpio, escrito en gallego fonético un poco aportuguesado, lleno de tachaduras de letra, enmiendas, vacilaciones y finales de verso para los que proponía hasta dos y tres variantes en la misma asonancia; lo cual demuestra hasta qué punto conocía auditivamente el idioma. Para su fijación definitiva no tuve más que acudir a mi memoria -que es muy buena, gracias a Dios- y reproducirlo tal como él solía recitarlo, que tampoco es siempre igual. Esto era muy frecuente en Federico. Dudaba angustiosamente de la forma definitiva. Cuando me entregó para una revista que yo codirigía en Madrid -Ciudad- el primer poema que vio la luz, del que luego había de ser su libro El diván del Tamarit –¿qué habrá hecho la Universidad franquista de Granada con la totalidad de estos poemas, que quedaron en manos de Gallego Burín, para ser publicado el libro por aquella casa de estudios?–; cuando me entregó, digo, este poema hube de volverme tarumba para reflotar de aquellas restingas del manuscrito, la nitidez del texto. Tengo varios autógrafos del poeta y todos ellos demuestran esta misma persecución torturante de la forma. El de la maravillosa Gacela del Mercado Matutino, que escribió a mi lado, en un café del Zacatín -y cuya fugaz fuente de inspiración sólo yo conozco- en una verdadera criptografía. Se lo quité casi violentamente y aquella misma noche se lo devolví, escrito a máquina, convenciéndolo de que no tornase a poner en él las manos porque era insuperable. Y así salió. Sólo de ese modo se conseguía que dejase en paz los textos. Lo común era que, a fuerza de recitarlos una y otra vez, adquiriesen su forma definitiva. Estoy casi seguro que Federico jamás ha dado espontáneamente una versión de algo hecho la víspera. Muchas veces le he oído cambiar versos enteros en el instante y calor de su recitado. La fluidez de sus logros era siempre el resultado de una depuración y castigo infatigables. Esto explica que fuese tan reacio a publicar sus libros y que casi todos ellos -salvo el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías- hayan aparecido años después de su elaboración primitiva. Las otras cuatro canciones se las dictó -algunas de ellas a mi vista- a su gran amigo Ernesto Pérez Guerra. Estos originales, que también conservo, están trazados sobre papeles que Federico iba cogiendo al azar, de su mesa de trabajo; uno al dorso de una invitación de la Embajada de Portugal; otro cruzando las líneas de una liquidación de derechos de autor de la Romería de los Cornudos, extendida a nombre de Federico, de Pittaluga y, si no recuerdo mal, de Esplá; otro en la parte no utilizada de una carta fechada en Fuente Vaqueros... Un día de mayo de 1935 el poeta me entregó todo este material y me pidió que lo estudiase a fondo y que «si valía la pena», lo publicase en Galicia y que no volviese a hablarle del asunto, a enseñarle pruebas ni nada por el estilo... Y así fue. Rehice la ortografía -la de Pérez Guerra era por aquel entonces muy vacilante- encuadré esta o aquella palabra; les puse un prólogo que él me había pedido, haciendo de ello cuestión primordial, y me los llevé a Santiago. Allí se los entregué a Ánxel Casal, alcalde de la apostólica ciudad, republicano moderado y, desde veinte años atrás, benemérito fundador director de la Editorial «Nós», que cayó también asesinado por los falangistas, casi el mismo día que Federico.

Esta edición que debió haber salido el Día del Apóstol -25 de julio- de 1935, no apareció hasta octubre. La dejé totalmente corregida y encargué a Suárez Picallo, entonces estudiante en Compostela, que le echase un vistazo final a las segundas de páginas, que eran las terceras del texto. A Madrid me llegaron una veintena de ejemplares, que entregué a Federico. Yo me traje a América unos diez o doce; se vendieron unos pocos y el resto de la edición fue abrasada en la plaza pública, junto con 20.000 volúmenes de las colecciones de «Nós», donde se configuraba en letra de molde todo el renacimiento cultural de la Galicia nueva, que no era, por cierto, nada separatista.

En el prólogo de la edición de «Nós» figuraban los pormenores que aquí se repiten. En la primera edición de las Obras Completas continuaba estando dicho prefacio, y no hubo crítico que no hiciese mención honrosísima de él, y aun alguno, como Pablo Suero, le dedicó un artículo admirable, bastante mejor que el prólogo mismo. ¿Por qué los graves escribas de la Editorial Losada lo han suprimido después? Es cosa que no acabo de explicarme. Soy viejo amigo personal y tenaz admirador de Guillermo de Torre y no menos amigo de Gonzalo Losada, extraordinario y casi increíble espécimen de editor inteligente y sensible. Nunca se lo he preguntado; siempre he creído de la más elemental cortesía que ellos me diesen una explicación. Jamás me la dieron. Llevé esta espina dentro de mi extrañeza -que no de mi resentimiento- durante diez o doce años y ahora me la quito aquí, ya que andamos hurgando en ello, escarificando viejas heridas. Con haber dejado el prólogo en el lugar donde tanto le contentó al poeta, se hubiese respetado su memoria y no hubiéramos tenido que andar ahora aclarando lo que allí estaba dicho.

Federico García Lorca conocía del gallego lo necesario para pensar y decir estos poemas. Era un buen lector de nuestra poesía del Cancionero; conocía muy bien a Gil Vicente y a Camoens y recitaba fluidamente versos de Rosalía de Castro. El envío de mi libro Romances galegos, que guardaba con el Romancero gitano algunas afinidades estéticas -¡nada más que estéticas, válgame el Señor!- y aparecidos casi al mismo tiempo, fue lo que estableció nuestra amistad a distancia, la que luego, durante mi permanencia en España -1933-36- había de ahondarse hasta la intensa fraternidad que, para suerte mía, logró alcanzar. Por estar publicado aquel libro en Buenos Aires y escrito en el gallego renovado de nuestra generación, le puse un glosario de voces que contiene unos centenares de palabras. Federico me confesó que solía acudir a él cuando las canciones gallegas empezaron a bullirle en la cabeza. Efectivamente, nuestros idiomas se parecen, lo que dio lugar a supercherías y confusiones. Pero también se parece el mío al de Manuel Antonio y al de Álvaro Cunqueiro, sin que ello demuestre nada.

Su grafía gallega era fonética, pero el sentido interior de la modulación del verso y del espíritu de mi lengua materna eran, verdaderamente, un milagro. No hay manera -y alguna vez lo he intentado como ejercicio- de acomodar o «reacomodar» esos poemas a formas castellanas. La traducción de Alberto Muzzio, un «verdadero tapiz visto del revés», como dijo Cervantes, es la exacta prueba de esta afirmación; aunque metió en ella sus honorables calcañares el propio don Álvaro de las Casas... ¡Pues ni con esas!

Esta poesía gallega de Lorca nació esencialmente gallega y todo lo demás es anecdotario gramatical y amanuense, sin valor alguno: esta es toda la verdad y no debe volverse sobre el asunto. Los poemas gallegos de Federico son tan suyos como los romances del Romancero. Nadie puede saberlo mejor que yo, como no sea Ernesto Pérez Guerra, que firmaría conmigo estas líneas.


Eduardo Blanco Amor
La Hora, Chile, 5 de febrero de 1948








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