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2824. Los horrores del campo de concentración de Dachau

Los cadáveres se apilan en el cementerio del crematorio en el campo de Dachau, recién liberado



El campo nazi de Dachau fue liberado por las tropas del Ejército de los EE.UU el 29 de abril de 1945. Alrededor de doscientas mil personas fueron encarceladas en Dachau y sus campos satélites. 776 prisioneros eran españoles, de los que 70 fueron transferidos al subcampo de Allach.

Transcribimos el artículo del periodista Carlos Sentís, publicado en la Vanguardia dos semanas después de la liberación del campo. Ni una palabra sobre los españoles.


Londres, 14, 7 tarde. (Crónica radiotelegráfica de nuestro enviado especial)

En el vasto mundo anglosajón hay una cosa que impresiona casi más que el final de la guerra en sí; el de los campos de concentración alemanes.

Yo sólo ha visitado uno. El de Dachau, en las afueras de Munich. Casi el último caído en manos del Ejército norteamericano. Visitándolo pasé un rato horroroso. Ahora, sobre el limpio papel donde escribo, no lo paso mucho mejor. Dante no vio nada y por eso pudo escribir sus patéticas páginas del infierno. Yo sí he visto Dachau y quizá por eso no sepa escribirlo. Lamento no ser notario para escribir un formulario con el léxico impersonal de los protocolos. Pero creo que puedo de todas maneras escribir en primera persona porque ni un solo lector que me haya seguido sobre la Prensa de España ha podido dudar jamás de mi ecuanimidad. A la cuenta de mi historial cargo el «doy fe». Se me dirá que más a Oriente de la propia Europa puede haber otros campos aterradores. Desgraciadamente, se puede creer en ellos. Pero no los he visto. Si los viese, movería exactamente mi pluma con la serenidad con que lo hago ahora.

La entrada de Dachau —sector amplio rodeado de un alto muro y de edificios cuarteleros— es muy trabajosa y minuciosa. Con nosotros —once periodistas— entra también Mr. Jefferson Geoffrey, embajador de los Estados Unidos en Francia. Los soldados norteamericanos nos ponen a todos en hilera, y con un aparato parecido al de los insecticidas nos meten por las mangas, debajo de las ropas, grandes cantidades de polvos desinfectantes «D.D.T.» que, con la penicilina, son el moderno «curalotodo». Quedamos todos como buñuelos para la sartén. Luego, una inyección del mismo producto: un pinchazo que todavía me duele. Un oficial norteamericano nos reúne. Las últimas instrucciones: en el campo, donde casi todos son detenidos políticos, hay tifus, disentería y otras enfermedades, docenas de moribundos y centenares de cadáveres insepultos de los dos mil que encontraron los norteamericanos al llegar. No debemos separarnos de los oficiales norteamericanos ni dar la mano a nadie aquí por razones sanitarias. Ante semejante programa me entran ganas de volverme atrás, pero fumando cigarrillos, comiendo pastillas, las manos protegidas en el bolsillo, penetro en el mundo fantasmagórico.

Avanzamos por una amplia avenida hasta el recinto rodeado de espino da, alambre. Hay banderas aliadas en todos lados, porque celebran los días de la victoria, que para ellos todavía no ha significado la ansiada libertad.  Conforme avanzamos, parece que vamos a entrar en una exposición o feria de muestras. Las muestras que cerca de la entrada, según después veré, son las mejores porque, por lo menos, pueden andar sin arrastrarse y no son contagiosos como otros que están en pabellones cerrados, de los cuales, a pesar de morir  muchos día a día, y después de una semana de la entrada de los norteamericanos, no pueden salir todavía.

Los paseantes o los que tienen libertad de movimientos dentro del campo van casi todos con el traje rayado de los presidiarios, pelados, con idénticos ojos inmensos en el fondo de sus órbitas, pero su nacionalidad es fácil de distinguir porque llevan toda clase de banderas, y los yugoeslavos y rusos llevan su uniforme militar casi completo. En sus barracas también hay banderas y distintivos. En las de los polacos hay dibujos improvisados, imágenes religiosas, que contrastan con la vecindad de la bandera roja de los rusos. De los treinta y dos mil detenidos que hay en Dachau la mayoría son polacos. Son los más serios y reservados. También son polacos 780 curas católicos del total de 1.350 curas, de los cuales sólo 50 no eran católicos. Los curas de otras nacionalidades, hasta hace unos días en que todavía no había salido ninguno (sólo lo han hecho unos poquísimos), se distribuían así, además de los polacos: 121 franceses, 69 checos, 31 italianos, 39 belgas, 30 holandeses y el resto entre alemanes y otras nacionalidades. Seminaristas, 108. En total representaban 40 Ordenes religiosas distintas.

Para darme éstos y otros datos, conforme avanzamos por unas especies de lazaretos donde los huesos vivientes recubiertos de piel toman el suave sol primaveral, que evidencia todavía más sus llagas, se me acercan toda clase de tipos. Todos me quieren contar su caso. Con grandes ademanes de afectuosidad me quieren presentar «casos especiales», con los cuales yo tengo que desobedecer las órdenes multares dándoles la mano o salir huyendo cobardemente a mitad de la conversación. A pesar de que los norteamericanos han hecho limpiar ya bastante, todo huele espantosamente. Basuras, toda clase de porquerías quemándose, en rincones apartados del campo, con lo cual se acusa, todavía más, el ambiente. A nuestro paso, oficiales norteamericanos, judíos y rusos, principalmente, son los que se levantan más o menos trabajosamente y se quitan respetuosamente la gorra.

Cuando nos paramos en un sitio, docenas de seres archisucios y que comen todo el rato pan con mantequilla (de los norteamericanos) por rincones, se precipitan sobre nosotros. Entonces, en mi interior se establece esa tremenda lucha: entra la caridad y la repugnancia. Yo me apego a los oficiales norteamericanos como de niño hacía en el regazo de mi abuela. Pero los norteamericanos nos dicen: «Todo eso no es lo importante. Ahora entraremos en el pabellón de los incomunicados.» 

Uno de estos pabellones es exclusivamente de judíos. Aquí el olor a miseria humana es inaguantable. Hay muchos muchachos. Algunos tomando el sol por calles, son esqueléticos y tienen la barriga hinchada como una patata. Otros, amontonados sobre camastros de tres pisos, juegan a los naipes. Uno, en lo alto de la litera, con cara de pillete, me sonríe y muy divertido me señala algo en el suelo, debajo de él, entre dos literas. Voy allí para mirarlo. Es un cadáver reciente. El niño pillete se ríe a carcajadas al ver mi impresión. Casi al mismo momento, un moribundo que gime en la litera a ras de suelo, me tira de los pantalones. Quiere un cigarrillo. Voy fumando como una locomotora sin quitarme el cigarrillo de los labios. Salgo fuera tan pronto como puedo, pero en la calle tampoco puede respirarse. 

Después, ya todo lo demás no me. interesa. Datos, nombres, nombres... Que si estuvo Sehusfihmgg con su mujer aquí mismo, en Dachau, hasta que le trasladaron hace poco; que si estuvo el obispo Piget y príncipes Leopoldo de Prusia y Borbón de Parma. Todo eso a mí no me dice nada ya. Oigo la gente medio loca que me dice al oído palabras de odio o rencor que prefiero no recordar. En distintos barracones nos invitan a entrar. Todo es tantrágico, que roza siempre lo grotesco. Unos portugueses y yo somos tomados aparte por unos franceses, siempre tan académicos a pesar de todo. Uno de ellos se suelta el discurso: «Nous sommes tres hereux de vous avoir par nous; je suis aussi, mes chers amis, écrivain; je prepare na texte sur Daehau», etc...

¡La locura! 

Pero los norteamericanos, metódicos, siguen infatigables. Ahora nos llevan al crematorio, donde por falta de combustible en las trágicas últimas horas de Dachau, y por ignorar los guardianes que estaban tan cerca las tropas de Patch, no pudieron quemar dos mil cadáveres entre los sacados de la cámara de gas (ejecuciones), o sacados de trenes en el colapso de los últimos días, y que se dejaron en una vecina estación, encerrados en vagones, muriéndose como moscas, mientras cundía el caos por todas partes. Los de allí afirman que Himmler circuló la orden original de salida para América, donde se ordenaba quemar a todos los detenidos del campo antes de entrar las tropas aliadas. 

De una especie de garaje o hangar —crematorio— van sacando cadáveres totalmente desnudos para echarlos a treinta y dos carros bávaros conducidos y cargados por alemanes, a los que se les obliga después a pasarlos, plenamente descubiertos, por algunos barrios antes de enterrarlos. A mi vista hay unos trescientos cadáveres, que se colocan en carros, con parihuelas, desde una especie de ventana. Son los que sacan aquella mañana. Cuerpos medio descompuestos. Una especie da vendimia macabra. 

Ni ustedes ni yo creo debamos entrar en esta perspectiva qué todavía me dan las retinas.

*

La nota del día de hoy en Londres ha sido las declaraciones de Goering, al que los periódicos, salvo alguno muy de izquierdas, no atacan demasiado, incluso le tratan entre ironías y humor. Los efectos de estas declaraciones he podido comprobarlos de manera muy personal estando en varios sitios de Londres y almorzando en un Club con Frank Wallace, quien visitó hace poco España invitado por el Patronato Nacional de Turismo y para cazar la cabra hispánica en Gredos. Todas las personas que me presentó en su Club comentaban muy favorablemente para España las palabras de Goering al general Patch, que reproducen textualmente todos los periódicos en esta exacta forma: "Patch le preguntó por qué cuando invadieron Francia no invadieron seguidamente España, y después de tomar Gibraltar no embotellaron en el Mediterráneo la Flota británica. Patch ha contado que, al preguntar esto, Goering agitó y levantó los brazos como si quisiese agarrar el cielo, exclamando: «Esta siempre fue mi opinión... Siempre, siempre, siempre y nunca se me hizo caso.» 

Aquí se aprecia tanto su contenido como el enardecimiento y vehemencia que puso repitiendo hasta tres veces una misma palabra. 


Carlos Sentís
La Vanguardia, 15 de mayo de 1945









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