Escombros del edifico de la Farmacia el Globo en Madrid tras un bombardeo en 1936 - Foto Robert Capa |
Algunas veces os he dicho —así hablaría hoy Juan de
Mairena a sus alumnos— que en tiempos de guerra, es difícil pensar; porque el
pensamiento es esencialmente amoroso y no polémico. Mas tampoco dejé de
advertiros que la guerra es, a veces, un gran avivador de conciencias
adormiladas, y que aun los despiertos pueden encontrar en ella algunos nuevos
motivos de reflexión. Cierto que la guerra reduce el campo de nuestras razones,
nos amputa violentamente todas aquellas en que se afincan nuestros adversarios;
pero nos obliga a ahondar en las nuestras, no sólo a pulirlas y aguzarlas para
convertirlas en proyectiles eficaces. De otro modo, ¿qué razón habría para que
los llamados intelectuales tuvieran una labor específicamente suya que realizar
en tiempos de guerra?
La gran ventaja que proporciona la guerra al hombre
reflexivo es esta: como toda visión requiere distancia, la hoguera de la guerra
nos ilumina y nos ayuda a ver la paz, la paz que hemos perdido, o que nos han
arrebatado, y que es la misma, aproximadamente, que conservan las naciones vecinas.
Y vemos que la paz es algo terrible, monstruoso y tan hueco de virtudes humanas
como repleto de los más feroces motivos polémicos. Y ello hasta tal punto que
no habría excesiva paradoja en afirmar: lo que llamamos guerra es, para muchos
hombres, un mal menor, una guerra menor, una tregua de esa monstruosa contienda
que llamamos la paz. Os pondré un ejemplo impresionante para ilustrar mi
tesis y elevarla al alcance de vuestras cortas luces. En los países más
prósperos —no hablo de España— grandes potencias financieras, comerciales,
fabriles, etc., hay millones de obreros sin trabajo, que se mueren literalmente
de hambre, o arrastran una existencia tan mísera como las pensiones que les
asignan sus gobiernos. En el seno de una paz ubérrima, de una paz que se dice
consagrada a sostener y aumentar el bienestar del pueblo, que permite a esas
naciones llamarse a sí mismas potencias de primer orden, hay muchos hombres que
carecen de pan. Mas si la guerra estalla, esos mismos hombres tendrán muy
pronto pan, carne, vino, y hasta café y tabaco. No ahondemos por de pronto en
el hecho; formulémonos esta pregunta: ¿no es extraño qué sea precisamente la
guerra, la guerra infecunda y destructora, la que eche de comer al hambriento,
vista y calce al desnudo, y hasta enseñe al que no sabe, porque la guerra no se
hace sin un mínimo de técnica, que es fuerza aprender al son de los tambores?
Colocados en este mirador, el que nos proporciona la guerra, claramente vemos que lo terriblemente monstruoso es lo que llamábamos paz. El mero hecho de que
haya trabajadores parados en la paz, que encuentran, a cambio de sus vidas
—claro está— trabajo y sustento en la guerra, en el fondo de las
trincheras, en el manejo de los cañones, y en la producción a destajo de máquinas destructoras y gases homicidas, es un lindo tema de reflexión para los pacifistas. Porque esto quiere decir que toda la actividad creadora de la
paz tenía —vista a grandes rasgos— una finalidad guerrera, y acumulaba recursos cuantosísimos e insospechados para poderse permitir el lujo terrible
de la guerra infecunda, destructora, etc., etc. Ni una palabra más sobre este
tema; porque ello sería abusar de la retórica, es decir, de la predicación al
convencido. Veamos otro aspecto de la cuestión.
Seguimos en el mirador de la guerra. Veamos el caso
de una nación, como la nuestra, pobre y honrada (unamos estas dos palabras por
diezmillonésima vez, con perdón de la memoria de Valle Inclán y olvidando la
amarga ironía cervantina), una nación donde las cosas suelen estar algo mejor
por dentro que por fuera. En ella unos cuantos hombres de buena fe, nada
extremistas, nada revolucionarios, tuvieron la insólita ocurrencia, en las
esferas del gobierno, de gobernar con un sentido de porvenir, aceptando,
sinceramente, como bases de sus programas políticos, un mínimum de las más
justas aspiraciones populares, entre otras la usuraria pretensión de que el pan
y la cultura estuvieran un poco al alcance del pueblo. Se pretendía gobernar,
no sólo en el sentido de la justicia, sino en provecho de la mayoría de
nuestros indígenas. Inmediatamente vimos que la paz era el feudo de los
injustos, de los crueles, y de los menos. Y sucedió lo que todos sabemos:
primero, la calumnia insidiosa y el odio implacable a aquellos honrados
políticos, después la rebelión hipócrita de los militares, luego la rebelión
descarnada, la traición y la venta de la patria de todos para salvar los
intereses de unos cuantos. Y vosotros me diréis: ¿cómo es esto posible?
Yo os contestaré: el por qué de esta monstruosidad se ve muy claro desde el mirador de la guerra. La paz circundante es un equilibrio entre fieras y un
compromiso entre gitanos (perdón, ¡pobres gitanos!, es un decir),
llamémosle mejor un gentlemen agreement. La corriente belicista es la más
profunda en todo el occidente —aceptemos la palabra en el sentido germánico—
porque su cultura es preponderantemente polémica. Esta corriente arrastra a
todas las grandes naciones que se definen como grandes potencias. Todas están
convencidas —con razón o sin ella— de la fatalidad de la guerra y a ella se
aperciben. Pero los unos afectan creer en la posibilidad de la paz, los otros en
la alegría de guerrear. La guerra —en el sentido militar «de la palabra— se
cotiza como amenaza y como medio de chantaje, antes de ser un hecho
irremediable. España es una pieza en el tablero para la bélica partida, sin
gran importancia por sí misma, importantísima, no obstante, por el lugar que
ocupa. ¡Que nadie toque a ese peón! Dicho de otro modo: la independencia de
España es sagrada. Tal era la voz de nuestros amigos, convencidos de que ese
peón guarda la llave de un imperio, la frontera terrestre y las rutas marítimas
de otro. Era un poco inocente pensar que ese peón iba a ser intangible. Ningún
español, había tan imbécil que lo pensara. Y ocurrió lo inevitable. Dos grandes
potencias lo amenazaron primero; se propusieron eliminarlo después. Con la
noble España quedan condenados a muerte dos grandes imperios. Los españoles
pensamos ingenuamente que la España propiamente dicha, no la que se vendía y se
entregaba a la codicia extranjera, tendría de su parte a esos, dos grandes
imperios, puesto que los altos intereses de éstos coincidían con los
hispánicos. No fue así. La lógica de los hechos era otra. Ambos concertaron la
fórmula de no intervención, con permiso y participación de sus adversarios.
«Que la guerra se detenga en las fronteras de España, que no surja de ella,
antes de tiempo, la gran conflagración universal; que nuestros enemigos esperen
hasta que nosotros podamos aniquilarlos.» Algo tan lógico como ingenuo.
¿Ingenuo? No demasiado. Porque ellos supieron muy pronto que sus enemigos no
esperaban. La guerra iba decididamente contra ellos. Y entonces los pobres
españoles pensamos que el patriotismo nacionalista estaría de nuestra parte.
Pero el patriotismo no era ya nacionalista; en esos dos grandes imperios, vulgo
grandes democracias, es hoy lo que, muy en el fondo, había sido siempre: un
sentimiento popular, y una palabra en labios de los acaparadores de la riqueza
y del poder. El patriotismo verdadero de esas dos grandes democracias, que es
el del pueblo, está decididamente con nosotros; pero quienes disponen aún de
los destinos nacionales están en contra nuestra. Ellos conservan todavía sus
antifaces, superfluos de puro transparentes, y pretenden engañar a sus
pueblos y engañarnos a nosotros. En verdad no engañan a nadie. Ellos, los
acaparadores del poder y la riqueza, los dueños de una paz que quisieran
conservar á outrance, han concedido demasiado a sus adversarios para que sus
pueblos no lo adviertan, y hoy están a dos pasos de ser dentro de casa
motejados de traidores. El juego, por lo demás, era harto burdo para
engañar un solo momento a quienes lo veían desde fuera. Ya es voz unánime de la
conciencia universal que el pacto de no intervención en España constituye una
de las iniquidades más grandes que registra la historia.
Desde el mirador de la guerra se ven otras muchas
iniquidades de la paz. De la mayor de todas hablaremos otro día.
Antonio Machado
La Vanguardia, 3 de mayo de 1938
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