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2826. Desde el mirador de la Guerra. En tiempos de guerra, es difícil pensar

Escombros del edifico de la Farmacia el Globo en Madrid tras un bombardeo en 1936 - Foto Robert Capa


Algunas veces os he dicho —así hablaría hoy Juan de Mairena a sus alumnos— que en tiempos de guerra, es difícil pensar; porque el pensamiento es esencialmente amoroso y no polémico. Mas tampoco dejé de advertiros que la guerra es, a veces, un gran avivador de conciencias adormiladas, y que aun los despiertos pueden encontrar en ella algunos nuevos motivos de reflexión. Cierto que la guerra reduce el campo de nuestras razones, nos amputa violentamente todas aquellas en que se afincan nuestros adversarios; pero nos obliga a ahondar en las nuestras, no sólo a pulirlas y aguzarlas para convertirlas en proyectiles eficaces. De otro modo, ¿qué razón habría para que los llamados intelectuales tuvieran una labor específicamente suya que realizar en tiempos de guerra?

La gran ventaja que proporciona la guerra al hombre reflexivo es esta: como toda visión requiere distancia, la hoguera de la guerra nos ilumina y nos ayuda a ver la paz, la paz que hemos perdido, o que nos han arrebatado, y que es la misma, aproximadamente, que conservan las naciones vecinas. Y vemos que la paz es algo terrible, monstruoso y tan hueco de virtudes humanas como repleto de los más feroces motivos polémicos. Y ello hasta tal punto que no habría excesiva paradoja en afirmar: lo que llamamos guerra es, para muchos hombres, un mal menor, una guerra menor, una tregua de esa monstruosa contienda que llamamos la paz. Os pondré un ejemplo impresionante para ilustrar mi tesis y elevarla al alcance de vuestras cortas luces. En los países más prósperos —no hablo de España— grandes potencias financieras, comerciales, fabriles, etc., hay millones de obreros sin trabajo, que se mueren literalmente de hambre, o arrastran una existencia tan mísera como las pensiones que les asignan sus gobiernos. En el seno de una paz ubérrima, de una paz que se dice consagrada a sostener y aumentar el bienestar del pueblo, que permite a esas naciones llamarse a sí mismas potencias de primer orden, hay muchos hombres que carecen de pan. Mas si la guerra estalla, esos mismos hombres tendrán muy pronto pan, carne, vino, y hasta café y tabaco. No ahondemos por de pronto en el hecho; formulémonos esta pregunta: ¿no es extraño qué sea precisamente la guerra, la guerra infecunda y destructora, la que eche de comer al hambriento, vista y calce al desnudo, y hasta enseñe al que no sabe, porque la guerra no se hace sin un mínimo de técnica, que es fuerza aprender al son de los tambores? Colocados en este mirador, el que nos proporciona la guerra, claramente vemos que lo terriblemente monstruoso es lo que llamábamos paz. El mero hecho de que haya trabajadores parados en la paz, que encuentran, a cambio de sus vidas —claro está trabajo y sustento en la guerra, en el fondo de las trincheras, en el manejo de los cañones, y en la producción a destajo de máquinas destructoras y gases homicidas, es un lindo tema de reflexión para los pacifistas. Porque esto quiere decir que toda la actividad creadora de la paz tenía —vista a grandes rasgos— una finalidad guerrera, y acumulaba recursos cuantosísimos e insospechados para poderse permitir el lujo terrible de la guerra infecunda, destructora, etc., etc. Ni una palabra más sobre este tema; porque ello sería abusar de la retórica, es decir, de la predicación al convencido. Veamos otro aspecto de la cuestión.

Seguimos en el mirador de la guerra. Veamos el caso de una nación, como la nuestra, pobre y honrada (unamos estas dos palabras por diezmillonésima vez, con perdón de la memoria de Valle Inclán y olvidando la amarga ironía cervantina), una nación donde las cosas suelen estar algo mejor por dentro que por fuera. En ella unos cuantos hombres de buena fe, nada extremistas, nada revolucionarios, tuvieron la insólita ocurrencia, en las esferas del gobierno, de gobernar con un sentido de porvenir, aceptando, sinceramente, como bases de sus programas políticos, un mínimum de las más justas aspiraciones populares, entre otras la usuraria pretensión de que el pan y la cultura estuvieran un poco al alcance del pueblo. Se pretendía gobernar, no sólo en el sentido de la justicia, sino en provecho de la mayoría de nuestros indígenas. Inmediatamente vimos que la paz era el feudo de los injustos, de los crueles, y de los menos. Y sucedió lo que todos sabemos: primero, la calumnia insidiosa y el odio implacable a aquellos honrados políticos, después la rebelión hipócrita de los militares, luego la rebelión descarnada, la traición y la venta de la patria de todos para salvar los intereses de unos cuantos. Y vosotros me diréis: ¿cómo es esto posible? Yo os contestaré: el por qué de esta monstruosidad se ve muy claro desde el mirador de la guerra. La paz circundante es un equilibrio entre fieras y un compromiso entre gitanos (perdón, ¡pobres gitanos!, es un decir), llamémosle mejor un gentlemen agreement. La corriente belicista es la más profunda en todo el occidente —aceptemos la palabra en el sentido germánico— porque su cultura es preponderantemente polémica. Esta corriente arrastra a todas las grandes naciones que se definen como grandes potencias. Todas están convencidas —con razón o sin ella— de la fatalidad de la guerra y a ella se aperciben. Pero los unos afectan creer en la posibilidad de la paz, los otros en la alegría de guerrear. La guerra —en el sentido militar «de la palabra— se cotiza como amenaza y como medio de chantaje, antes de ser un hecho irremediable. España es una pieza en el tablero para la bélica partida, sin gran importancia por sí misma, importantísima, no obstante, por el lugar que ocupa. ¡Que nadie toque a ese peón! Dicho de otro modo: la independencia de España es sagrada. Tal era la voz de nuestros amigos, convencidos de que ese peón guarda la llave de un imperio, la frontera terrestre y las rutas marítimas de otro. Era un poco inocente pensar que ese peón iba a ser intangible. Ningún español, había tan imbécil que lo pensara. Y ocurrió lo inevitable. Dos grandes potencias lo amenazaron primero; se propusieron eliminarlo después. Con la noble España quedan condenados a muerte dos grandes imperios. Los españoles pensamos ingenuamente que la España propiamente dicha, no la que se vendía y se entregaba a la codicia extranjera, tendría de su parte a esos, dos grandes imperios, puesto que los altos intereses de éstos coincidían con los hispánicos. No fue así. La lógica de los hechos era otra. Ambos concertaron la fórmula de no intervención, con permiso y participación de sus adversarios. «Que la guerra se detenga en las fronteras de España, que no surja de ella, antes de tiempo, la gran conflagración universal; que nuestros enemigos esperen hasta que nosotros podamos aniquilarlos.» Algo tan lógico como ingenuo. ¿Ingenuo? No demasiado. Porque ellos supieron muy pronto que sus enemigos no esperaban. La guerra iba decididamente contra ellos. Y entonces los pobres españoles pensamos que el patriotismo nacionalista estaría de nuestra parte. Pero el patriotismo no era ya nacionalista; en esos dos grandes imperios, vulgo grandes democracias, es hoy lo que, muy en el fondo, había sido siempre: un sentimiento popular, y una palabra en labios de los acaparadores de la riqueza y del poder. El patriotismo verdadero de esas dos grandes democracias, que es el del pueblo, está decididamente con nosotros; pero quienes disponen aún de los destinos nacionales están en contra nuestra. Ellos conservan todavía sus antifaces, superfluos de puro transparentes, y pretenden engañar a sus pueblos y engañarnos a nosotros. En verdad no engañan a nadie. Ellos, los acaparadores del poder y la riqueza, los dueños de una paz que quisieran conservar á outrance, han concedido demasiado a sus adversarios para que sus pueblos no lo adviertan, y hoy están a dos pasos de ser dentro de casa motejados de traidores. El juego, por lo demás, era harto burdo para engañar un solo momento a quienes lo veían desde fuera. Ya es voz unánime de la conciencia universal que el pacto de no intervención en España constituye una de las iniquidades más grandes que registra la historia.

Desde el mirador de la guerra se ven otras muchas iniquidades de la paz. De la mayor de todas hablaremos otro día.


Antonio Machado
La Vanguardia, 3 de mayo de 1938






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