Álvarez del Vayo (primero por la izquierda) en la Sociedad de Naciones, Ginebra, septiembre 1937 -(Getty) |
Uno de los errores más graves
de la política conservadora de las llamadas grandes democracias (entran en ella
todos cuantos la hacen, cualquiera que sea su denominación de partido) consiste
en creer que ella puede permitirse el ser infiel a su máscara, y el lujo de una
iniquidad desvergonzada, sin que la Historia, en plazo más o menos breve, le
pida estrecha cuenta de su conducta. Confía demasiado en sus recursos
materiales —los que posee y los que procura agenciarse— y se entrega a la gran
corriente de cinismo que invade el mundo, alardeando, como sus adversarios, de
una actuación realista y reconociendo, implícitamente, que una política
cimentada en principios éticos sería una política de ilusiones.
Las grandes democracias, para quienes la guerra es lo
indefectible, se preparan mal para la guerra. Los hombres que la representan
descuidan, malgastan o anulan anticipadamente su retórica (entiendo por
retórica el empleo de la palabra para convencer al prójimo y persuadirle de las
propias razones) descuidan, digo, su retórica y la despojan de toda virtud
suasoria, al ajustar su conducta burdamente a normas dictadas por la retórica
del adversario.
Cuando Alvarez del Vayo, nuestro representante en Ginebra,
pronuncia ante la Sociedad de Naciones un alegato repleto de dignidad y de
lógica, todo él conducido a probar de un modo perfecto la actuación hipócrita y
perversa de quienes, habiendo propuesto la no intervención en España, ayudan a
los agresores intervencionistas y privan al agredido de su derecho más
incontestable: el de procurarse los medios para su defensa, los representantes
de Inglaterra y de Francia, Lord Halifax y su compadre M. Bonnet, responden con
sendos discursos, escritos de antemano, en que ni se intenta una refutación,
con dos piezas de vulgarísima oratoria diplomática que ni siquiera pretende
convencer a nadie. ¿Qué importan las razones ante los hechos que consuma la
fuerza? No perdamos el tiempo. Porque no es éste el único hecho monstruoso a
que hemos de dar nuestra aquiescencia. Más ahí queda, hincado en el blanco, sin
agotar su impulso, el discurso de nuestro compatriota, como flecha trémula y
vibrante para inquietud y escándalo de conciencias adormiladas; ahí quedan
también las dos ineptas oraciones de sus colegas, para vergüenza de sus pueblos
respectivos y prueba de la nociva inutilidad —casi todo lo inútil es nocivo— de
una institución que, fundada para sustituir la fuerza material por la justicia
y amparar el derecho de los débiles, mira con indiferencia la ruina de éstos,
cuando no contribuye a acelerarla. La voz de España ha sonado serena, cortés y
varonil, en boca de Alvarez del Vayo. Por fortuna, la voz de Francia y de
Inglaterra, dos grandes pueblos orgullo de la Historia, no es la que ha sonado
en labios de los homúnculos que pretenden representarlos.
Pero nosotros nos preguntamos si el desprecio de las razones y
de los principios morales puede, de algún modo, contribuir a fortalecer a los
pueblos, si aun desde un punto de vista pragmático —que nunca será el nuestro—
quienes amenguan el valor ético de sus pueblos no amenguan también la fuerza
de sus resortes polémicos, si en una gran contienda puede, a la larga, recaer
el triunfo sobre quienes ahincadamente se obstinaron en no merecerlo en
pueblos previamente deshonrados por la abyección de sus hábitos políticos.
Vista panorámicamente la guerra europea, que estalló en 1914, nos
parecía a muchos que los recursos marciales técnicamente organizados, asistían
a los imperios teutónicos; pero que algo más fuerte, una superioridad ética
basada, cuando menos, en su mayor fidelidad a los tratados convenidos durante
la paz y a las normas del derecho de gentes, militaba en favor de los aliados.
Era una cierta confianza en el triunfo de la justicia lo que mantuvo enhiesto
el ánimo de los franco-ingleses en las horas más amargas, una cierta fe en el triunfo del más noble, lo que parecía concitar contra la invasora Germania,
deshonrada por su propia conducta, los enemigos más terribles. ¿La
simplificación era un poco burda? Acaso. Ya hubo entonces alguien que se
preguntó si era la máscara o el rostro de los que se jactaban de combatir
por la libertad y por el derecho lo que tan fuerte sugestión ejercía sobre
nosotros. Pero no sutilicemos demasiado. Entre la máscara y el rostro hay menos
diferencia, y por de contado, menos distancia de lo que pensamos. Mucho se ha hablado de la hipocresía de los ingleses. No los midamos con ese metro: busquemos en ellos los valores reales a que esa hipocresía consagra un culto
más o menos directo, las firmes, inevitables virtudes a que esa hipocresía
rinde tributo más o menos forzado. Mucho se ha dicho de la pedantería de los
alemanes. Cuando Alemania deje de ser pedante -y parece que lleva camino de
ello- la turba filistea lapidará sañosamente a sus verdaderos sabios, y caerá
en cuatro pies, y encontrará demasiado cómoda la postura.
Y volviendo al grano de nuestro cuento, añadiremos, para que todos
nos oigan: mal paso ha sido el de la política conservadora de las grandes
democracias en Ginebra, como nos muestran el copioso abucheo de la opinión y la
agria crítica con que la Prensa de todos los matices (sin excluir a la
retardataria) la señala y comenta. El sarcástico refrendo de la no intervención
en España, precisamente allí donde se aportan pruebas abrumadoras de su falsía,
ante conciencias saturadas de este amargo convencimiento, es un acto de cínica
inverecundia que, a nuestro juicio, no puede realizarse impunemente.
Contribuyen esos hombres a degradar a sus pueblos, presentándolos ante el mundo
entero, desde la alta tribuna de Ginebra, como cómplices de una probada
injusticia, como torpes disimuladores de una iniquidad sin ejemplo en la
Historia. (De algo había de servir —digámoslo de pasada— la Sociedad de
Naciones, y no sólo como púlpito donde alguna vez se encarame la hombría de
bien para hablar al mundo, sino como lugar donde se pongan de resalto por su
propia inepcia cuantas ruines maquinaciones ocultaba el secreto de las cancillerías).
Contribuyen estos hombres, tan incapaces de prever y cautelar lo futuro como
ingenuos creyentes en la fatalidad de la guerra, a que ésta sea realmente
ineluctable; porque allí donde a la razón y a la moral se jubila sólo la
bestialidad conserva su empleo. Y por el hecho de haber demorado la inevitable
guerra serán ellos los culpables de su terrible agravamiento.
Por fortuna, aun será tiempo de evitar los daños más irreparables;
porque contra la política conservadora de las grandes democracias milita el
instinto de conservación de los pueblos.
Antonio Machado
La Vanguardia, 22 de mayo de 1938
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