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2906. Desde el mirador de la Guerra. ¡Si la guerra nos dejara pensar!

Hitler y Neville Chamberlain, 30 de septiembre de 1938


En esta egregia Barcelona —hubiera dicho Mairena en nuestros días—, perla del mar latino, y en los campos que la rodean, y que yo me atrevo a llamar virgilianos, porque, en ellos se da un perfecto equilibrio entre la obra de la Naturaleza y la del hombre, gusto de releer a Juan Maragall, a Mosén Cinto, a Ausias March, grandes poetas de ayer, y otros, grandes también, de nuestros días. Como a través de un cristal coloreado y no del todo transparente para mí, la lengua catalana, donde yo creo sentir la montaña, la campiña y el mar, me deja ver algo de estas mentes iluminadas, de estos corazones, ardientes de nuestra Iberia. Y recuerdo al gigantesco Lulio, el gran mallorquín. ¡Si la guerra nos dejara pensar! ¡Si la guerra nos dejara sentir! ¡Bah! Lamentaciones son estas de pobre diablo. Porque la guerra es un tema de meditación como otro cualquiera, y un tema cordial esencialísimo. Y hay cosas que sólo la guerra nos hace ver claras. Por ejemplo: ¡Qué bien nos entendemos en lenguas maternas diferentes, cuantos decimos, de este lado del Ebro, bajo un diluvio de iniquidades: «Nosotros no hemos vendido nuestra España!» Y el que esto se diga en catalán o en castellano en nada amengua ni acrecienta su verdad.

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Si se fuera (dentro de unos días, o de unas semanas, o de unos meses) a la guerra grande, podría decirse que nunca los hombres se decidieron a ella más convencidos de su inutilidad... Y con más horror a sus consecuencias. ¿Cómo —se preguntarían— si todos la aborrecemos, todos la hemos aceptado? Porque parece ser que ni el propio Hitler la quiere de verdad, y que su posición es, en efecto, la del chantajista, el cual sabe muy bien todo el provecho que puede rendirle la amenaza mientras no se cumple, y el poco que habría de rendirle su cumplimiento. 

Yo no creo, sin embargo, que esto sea tan verdad como parece. Porque hay muchos belicistas en el mundo, demasiados creyentes en la profunda fatalidad de la guerra; muchas almas armígeras y batallonas; sobradas gentes convencidas de que la verdad es guerrera y la paz una vana aspiración de los débiles; toda una ciencia pura cuyas hipótesis últimas no repugnan la guerra, y otra, aplicaba al dominio de la Naturaleza, propicia a desviarse hacia el dominio de los hombres. Y demasiados intereses comprometidos en la fabricación de máquinas homicidas, gases deletéreos, etcétera. Porque el clima moral del Occidente es guerrero por excelencia, y el homo sapiens, de Linneo, y el faler de los pragmatistas, se han trocado en un homo bellicosus, dispuesto a tomarse con Satanás en persona, como Don Quijote, y sin ninguno de los motivos que tenia el buen hidalgo para pelear. Porque hay toda una filosofía y hasta una religión bajo el signo de Marte, y sobrados motivos sociales, biológicos, metafísicos, que llevan al hombre a guerrear. Todo esto hay, como si dijéramos en un platillo de la gran balanza, y en el otro, el miedo, que es la ferocidad misma, el alma de la jungla... De modo que la guerra, en ninguno de sus aspectos, sin excluir el de la paz armada hasta los dientes, puede asombrarnos.

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La Sociedad de las Naciones, ese organismo de trágica opereta, o, si lo preferís, ese esperpento, en el sentido que dio nuestro Valle Inclán a la palabra, es una institución tan al servicio de la guerra, quiero decir tan al servicio del fascio, como los cañones de Hitler y los manejos pacifistas de Chamberlain. Al gesto de España, a las palabras del doctor Negrín, de insuperable valor moral, responde con su aquiescencia a controlar la retirada de nuestros voluntarios, cuidándose  muy mucho —como decíamos los académicos— de no entorpecer en lo más mínimo la actuación salvadora del Comité de No Intervención, donde figuran, los invasores de España.

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Grande fue el éxito de Chamberlain en el Parlamento inglés, antes de su último viaje a Alemania. (Hasta la reina María —look to the lady— se desmayó al oírle.) Su ingenio inagotable había tenido una ideica más: ¡Hay que salvar al fascio por encima de todol ¡Que se hunda Inglaterra, pero que se salve la City! 

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Los profetas a la manera de Juan de Mairena (que nunca tuvo la usuraria pretensión de acertar en sus vaticinios) somos los primeros sorprendidos cuando los hechos vienen a darnos la razón. ¿Con que era cierto que Francia no iría a la guerra por mor de Checoeslovaquia? ¿Que mister Chamberlain no pensó jamás que había de achicharrarse todo por tan poca cosa, cuando no consentía en quemarse los dedos por la cuestión de España? ¿Cómo es posible que cosas tan lógicas hayan podido coincidir con los hechos? 

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Y ahora nos preguntamos unos cuantos románticos rezagados, almas perdidas en un melonar: ¿seguirá, interviniendo el Comité de No Intervención? La cuestión de España —¡tan secundaria!— y el problema baladí del Mediterráneo habrá que tratarlos —no obstante su levedad— en alguna parte. Que no sea, pedimos a Dios, en ese Huerto del Francés del honor internacional. 

Cuando llamamos Huerto del Francés al Comité de No Intervención, no pretendemos ensombrecer demasiado la memoria de Aldije; porque no es en él, precisamente, en quien pensamos.


Antonio Machado
La Vanguardia, 6 de octubre de 1938










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