María
Torres / Público, 5 de febrero de 2020
Los crímenes
contra la humanidad son un ataque a los derechos humanos fundamentales que por
su gravedad suponen un agravio no sólo a las víctimas, también a la Humanidad
en su conjunto. Crímenes que buscan aterrorizar, disuadir de
cualquier resistencia, humillar, acabar con la libertad y la vida.
En el Estado español la legislación
no contempla en su verdadera extensión los múltiples crímenes de lesa humanidad
y tampoco contamos en nuestras leyes con la Justicia Universal, que sí está
siendo utilizada por la República
Argentina en el proceso por crímenes de lesa humanidad durante el franquismo en
la causa 4591/10, caratulada "N.N.S./GENOCIDIO", que se tramita en el
Juzgado Criminal y Correccional Federal nº 1.
El pasado 28 de enero,
a instancias de la A.R.M.H. y en el Consulado General de la República Argentina
en Vigo, se presentaron las cinco primeras denuncias de deportados gallegos a
los campos nazis para incluir en la Querella Argentina.
Como investigadora
tuve la fortuna de acompañar a los familiares a este acto, junto con la
responsable de la A.R.M.H. en Galicia, Carmen García-Rodeja. Ambas entregamos
las denuncias de dos deportados: Arturo González Bastos, vigués que
pereció en Meppen-Dalum del que se desconocen descendientes y de Ramón Garrido
Vidal, de O Grove, resistente y deportado, que salió con vida de Dachau y cuyo
hijo Fabien que reside en Francia no pudo acudir.
Pero los protagonistas
indiscutibles de ese día fueron Francisco Pena, José González y Pablo Barreiro,
familiares de Francisco Pena Romero, José Ferradás Pastoriza y Domingo Castro
Molares, tres gallegos, que al igual que Arturo González Bastos y Ramón Garrido
Vidal, tras el golpe de estado de 1936 lucharon en defensa de la República, que
se vieron abocados al exilio en Francia, y que acabaron detenidos por el
ejército alemán y confinados en los campos de concentración nazis con el conocimiento
y la complicidad de las autoridades franquistas. Ellos fueron víctimas de una
generación desgraciada como pocas, que lucharon en su país contra el franquismo
y en Europa contra el nazismo, por la libertad de todos los pueblos, que dieron
todo y todo lo perdieron en defensa de los valores democráticos.
Francisco
Francisco, hijo de
Francisco Pena Romero tiene más de ocho décadas de vida, una memoria ágil,
repleta de recuerdos propios y de aquellos que le transmitió su progenitor, con
el que se reencontró en Francia cuando contaba 14 años. Ha luchado y sigue
luchando por mantener viva la memoria de su padre y la de sus compañeros de
cautiverio. Siempre le acompaña Carmen, su esposa y apoyo en la lucha y a veces
su hija Silvia, orgullosa del ideal de vida, dignidad y Memoria que le han
trasmitido sus padres, consciente de la importancia del momento porque ese día
su padre «pudo denunciar ante la
cónsul de la República Argentina el genocidio y la barbarie a la que fueron
sometidos los deportados con el total desamparo del Estado español.» Conocedora de la historia de su
abuelo desde que era una niña, afirma «no
saber la
dimensión que esto tenía hasta que he sido adulta. Mi abuelo pocas veces
hablaba de la guerra y de su sufrimiento delante de nosotras, sus nietas. El
silencio y las ganas de no recordar se apoderó de él. Por todos esos años de
silencio ahora, su familia, queremos hablar y no olvidar el sufrimiento
que todos estos hombres y mujeres padecieron.»
Para Francisco «el 28 de enero
fue un día inolvidable» que le recordó
a «los actos reivindicativos a los que acudimos en París mi padre y yo durante
varios años organizados por el Partido Comunista de España. Recuerdo la emoción
que sentía de pensar que el franquismo en España duraría poco tiempo, pero se
equivocó. Este día fue un día para recordar y revivir en mi memoria los
buenos momentos que pase con mi padre. Cuánto le hubiese gustado que todo esto
saliera a la luz después de todos estos años sin haberlos reconocidos como
víctimas del nazismo» y añade «no quiero
olvidar dar las gracias a la República Argentina por ayudarnos a denunciar los
horrores que cometieron los nazis con la colaboración del franquismo.»
José
José es sobrino de José Ferradás Pastoriza, que pereció
en Gusen. Se ha pasado casi toda su vida intentando conocer el paradero de su tío,
que salió de Beluso en el verano de 1936 sin que la familia volviera a tener
noticias de él. Su madre siempre le dijo que había muerto en la Guerra «con los
otros». Pronto supo quienes eran los otros: «Siendo
niño peloteando con mi balón, día tras día, en el atrio contra las paredes de
la iglesia donde había una serie de nombres a ambos lados de una cruz con un
yugo y unas flechas, recuerdo un día en que mi madre me llamaba para volver
a casa porque era tarde y al llegar le pregunté: ¡Mama! ¿Por qué o tío
Pepe non está nos nombres da parede da iglesia? Ella respondió: ¡O tío Pepe era dos outros!»
José es un hombre de pocas palabras y una gran
sensibilidad. Asegura que «conocer a Francisco y a Pablo me animó
a seguir codo con codo en esta lucha. La empatía
de la cónsul me liberó de la tensión de formalismo y (como siempre que hablo de
mi tío Pepe) las lagrimas llenaron mis ojos. Sé
que ese es el camino, se que pondremos a
nuestros familiares y a todos los olvidados en el lugar que por justicia y dignidad
tienen que ocupar. ¡Va por ellos!»
Pablo
Pablo, el más joven de
los tres, es sobrino nieto de Domingo Castro Molares, deportado a Mauthausen y
asesinado en el Castillo de Hartheim, centro de eutanasia nazi. Se enteró del
destino de su tío hace apenas dos años, y se avergüenza al reconocer que hasta
entonces desconocía la existencia de víctimas españolas en los campos nazis.
Afirma que la mayor parte de su vida transcurrió en democracia, que la
dictadura franquista la estudió en los libros y que ahora es consciente de que
en realidad no sabe nada: «Tengo
que reconocer que todavía no he podido asimilar esa tragedia familiar, por más
que lo intento, soy incapaz de ponerme en la piel del tío Domingo, siento que
su padecimiento está muy lejos de mí, eso me avergüenza un poco.»
Asegura haber recibido
una lección ya que «por
primera vez he tenido que hacer uso del derecho a la justicia universal que nos
asiste por ley todos los españoles y no he podido ejercerlo. La justicia
española no me permite denunciar un crimen brutal que no ha prescrito y he
tenido que acudir a un país extranjero. Pero sobre todo hoy he recibido una
lección de humanidad que no olvidaré. Y esa lección me la han dado todos ellos,
cada uno a su manera.»
Lo que Pablo desconoce
es que todos recibimos una lección, a pesar de que piense que muchos ya estamos
curtidos en luchar contra el olvido con nuestra historia familiar a cuestas, «contra las trabas burocráticas y
contra los reproches de los que dicen que no hay que levantar heridas, aunque
bajo la costra de esas heridas esté atrapado un trozo de justicia y los
derechos de personas que sufrieron como pocos por defender la libertad en
España y en Europa.»
En
el Consulado
La cita era a las seis
de la tarde. Nos recibió doña Silvina Montenegro, Cónsul General de la
República Argentina en Vigo, junto a don Alejandro Antonio Franco, agregado
administrativo. Mientras que un funcionario iba preparando la documentación relativa
a las denuncias que íbamos a entregar, la Cónsul fue haciendo pasar a los
familiares uno a uno, depositaba en ellos su mirada cubierta de humanidad y
empatía y les animaba a que relataran su historia. Y todas las historias
treparon a la superficie de la memoria, fueron hilvanadas poco a poco con
dolor, algunas con lágrimas, con la dignidad y el respeto que otorga el
sufrimiento por el destino de los suyos, pero finalmente fueron contadas,
porque no en vano ellos (los familiares) llevan años enhebrando su historia y
su tristeza, esperando que alguien les escuche y les reconforte en su duelo como
lo hizo Silvina Montenegro.
Decía Julio Cortázar
que «las palabras nunca
alcanzan cuando lo que hay que decir desborda el alma.»
Y tenía razón. Es imposible recoger todas las sensaciones vividas en pasado día
28 de enero en el Consulado de la República Argentina en Vigo, sin ser conscientes
de que detrás de cualquier sufrimiento siempre hay una víctima y sus
familiares. Así como que detrás de una sociedad herida, al ritmo de un diapasón
que va marcando sin tregua el tiempo, solo existe una palabra: impunidad.
Fue sin duda un
ejercicio de recuperación de la memoria colectiva, una evocación de la
experiencia de la guerra, el exilio, la pérdida de la patria. Retomamos el hilo
de la Memoria de un tiempo de infamia, abrazando la certeza de que debíamos
hablar en nombre de las víctimas y también en el nuestro para relatar unas
vidas que se rebelan contra quienes pretenden olvidar, porque el olvido tan
solo beneficia y absuelve a los verdugos.
Como nieta de una
víctima del franquismo, la lucha de Francisco, José y Pablo, la lucha de todas
las víctimas y sus familias, me resulta dolorosa y cercana.
Salimos del Consulado
reconfortados, con la sensación del deber cumplido y con la tibia esperanza de
obtener una Justicia que en nuestro país es negada. Al mismo tiempo, orgullosos
de recordar, porque Recordar es una
palabra hermosa, es la alternativa al silencio impuesto, un acto casi
subversivo que devuelve la voz a los que fueron silenciados, la dignidad a los
que fueron ultrajados, pone fin de la impunidad del opresor e impide que
continúe perpetuándose la traición.
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