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3265. Un nombre al frente: Galdós

Benito Pérez Galdós
(Las Palmas de Gran Canaria, 10 de mayo de 1843 - Madrid, 4 de enero de 1920)


Los devotos de la lógica dudan de que muchas de las cosas que van apareciendo como sugestivos hitos en la última avanzada del pensamiento sean pertinentes o siquiera consecuentes con la revolución. La duda es explicable, pues los quehaceres prácticos impiden casi siempre la visión extensa, aunque no es preciso demostrar cómo sin ésta, la acción se asfixia y extenúa pronto en el practicismo. Pero si llevásemos a todas horas delante una visión total, desde el comienzo hasta el fin de la revolución, tal duda no existiría, pues veríamos entrar en el conjunto las nuevas apariciones, a su tiempo y naturalmente, tal como lo ordena su propia naturaleza.

Nada más indeseable que una imagen o un símil a estas horas. Pero una visión, algo que entrando por los ojos llegue a invadir nuestra razón con su evidencia, algo que sea como una vida en su órbita de pasión y de tiempo, es lo que quisiéramos despertar rememorando una simple experiencia visual. Todo el desenvolvimiento físico de una revolución es lo que se contempla cuando a un agua reposada se le imprime un movimiento circular en su superficie, cuando todas las partículas que componen su masa giran, arrastrando en ráfagas desiguales las diversas materias del fondo, y se las ve formar como sistemas estelares, en los que irrumpen cuerpos pequeños y grandes, impelidos por la ley del movimiento que los lleva, pero originándose entre ellos toda suerte de choques y azares. Nada más destacado un ejemplo nos cohibe su estrechez. Todo ejemplo es pobre; sin embargo, continuemos extendiendo éste hasta donde nos permitan sus propias fronteras. Es ese proceder, ese revolverse de la revolución sobre sí misma, lo que la visión aludida enseña; ese profundizar al extenderse, hasta raer las sustancias yacentes en el último fondo, atrayéndolas en su vorágine que empieza dibujando una clara y definida voluta y termina espesándose hasta tupirse en la saturación total.

Sólo el que haya contemplado esa aventura de la materia en el misterio de su movimiento puede tener una visión verdadera de lo que es una revolución, en su total concierto de azares y leyes. Y, si bien es verdad que podemos generalizar diciendo una revolución, mucho más exacto sería aludir especial y determinadamente a esta que atravesamos, pues en ella, el elemento propulsor no ha he-cho preponderar su matiz teórico, no ha difundido su tinte en demasía, antes al contrario, parece haberse estacionado en el logro de su cometido y, en cambio, la onda agitada se extiende y profundiza tenazmente, con impulso cada vez más avasallador, conmoviendo aquellas zonas que parecían ya por siempre sedimentadas en un olvido pétreo.

Esta angustiosa trayectoria que sigue nuestra revolución no desembocará en ordenadas innovaciones ya acreditadas y prósperas; seguirá revolviéndose sobre sí misma como inmensurable nebulosa, sorbiendo todo nuestro pasado, reactivando en cada palmo de tierra del planeta los gérmenes que el alma de España dejara a su paso en tiempos más felices. Nuestra revolución trabaja hacia adentro, hunde el embudo de su tromba en el mismo corazón de España. Nada de lo que ha sido verdaderamente nuestro debe quedar relegado. Y no se atreva nadie a pronunciar el reprobado término repetición. No, no nos amenaza ese peligro: lo que fué alguna vez piedra o ley ahora puede ser estrella. Ahondando cada uno en su propia mina, pues la revolución bien entendida debe empezar por uno mismo y no la caridad, como se dijo con insigne torpeza, lograremos hallazgos gloriosos sin más norma seleccionadora que el tacto necesario para reconocer aquellas cosas que fueron creadas por obra del verdadero amor. Paso a paso iremos, vamos ya, descubriendo las materias inapreciables que hierven llenas de futuro en nuestro subsuelo y sin pararnos a pensar por qué ni para qué las lanzaremos al actual desvarío. El orden nuevo duerme aún en el seno de la nebulosa revolucionaria; aun no es más que un embrión pegado a la entraña del alma nacional: tenemos ante todo que nutrirle. Cada pueblo y cada hombre debe escarbar en su propio tesoro hasta encontrar el oro puro que para muchos no será más que una palabra, acaso un nombre.

Estas líneas están escritas únicamente para esto, para hacer sonar un nombre; para recordarle, para hacerle revivir entre lo más vivo, destacar desde lo más hondo hasta lo más alto, para que despierte de la fría memoria a la inflamada actualidad que al incorporársele purificara aún más la luz de su llama: Galdós.

La epopeya de nuestros gloriosos desastres, la pasión de nuestra fe en su cárcel de angustia; en una palabra, la vida de España hora por hora, un siglo de vida española con todos sus poros, sus venas, su pulso, sus lágrimas y su resignación, cargada de potencia. El que quiera cobrar alientos en la lucha actual, el que necesite sentir en el corazón germinar una firmeza, altivamente espontánea, sustancialmente propia, hunda su pensamiento en las páginas galdosianas, láncese a atravesar esa extensión, que es, al mismo tiempo y en cada uno de sus puntos, selva y páramo.

Áspera soledad, desengaño, pobreza, vencimiento. Vencimiento aceptado, bebido con lento valor, sin venda en los ojos, sin consuelo; como un veneno que, llevándonos al filo de la muerte, se transustancia milagrosamente en potencia, retoza en los sentidos del alma que se abrazan al tronco de la vida y extienden su arbóreo desorden con las raíces firmes en la tierra amada.

Más que valor, más que impulso o heroísmo lo que se encuentra en las páginas de Galdós es confianza, una clara confianza ilógica, un esperanzado desprendimiento de las razones que nos harían desconfiar, una íntima paradoja, un alegre secreto que nadie podrá quitarnos ni siquiera aquellos que puedan quitarnos la vida; la alegre firmeza que se expresa en esta frase «nadie se atreve a conquistar esta casa de locos». ¿Existe heroísmo más acendrado y soberbio que este de avanzar por el mundo, sin crédito, sin más guía que la fe inextinguible circulando mezclada a las demás sustancias de nuestra sangre, desechando todas las vías urbanas que conducen al bien o a la verdad, atendiendo sólo a su llamada magnética que nos promete una entrega, si más penosa, tan íntegra como nadie la ha alcanzado?

«Grandes subidas y bajadas, grandes asombros y sorpresas, aparentes muertes y resurecciones prodigiosas». Galdós traza esta línea delirante en la ruta de los españoles «porque su destino es poder vivir en la agitación como la salamandra en el fuego, pero su permanencia nacional está y estará siempre asegurada».

De ese fuego que nos alimenta y nos consume, que nos ofusca y nos alumbra a un tiempo es de donde únicamente podemos sacar nuestra fe, nuestra clara y radiante fe que, por proceder de tan incognoscible origen, no teme a la sombra; no teme su fin y olvida su principio, porque su eternidad está en su propio aliento, porque crea por sí misma las horas triunfales anudando increíbles concordancias con su poderosa cadena. «Por un simple impulso del corazón de cada uno obedeciendo a sentimientos que se comunicaban a todos sin que nadie supiera de qué misterioso foco procedían. Ni sé por qué fuimos cobardes, ni sé por qué fuimos valientes unos cuantos segundos después». Nada, nada sabe ni sabrá nunca el español, ningún resabio comprometerá jamás la libertad de su alma, pero no por mecerse en la blanda inconsciencia, no por vivir abrazado a su voluntad presente, arrobado en ella y firmemente dispuesto a no sustituirla, a no traicionarla con similares teóricas, a morir cuando ella muera, a permanecer en glacial castidad si a alguna hora le es esquiva.

Las páginas de Galdós, éstas que describen las vicisitudes de España en la pendiente de sus Episodios, desparramándose pródigas, acarician, contemplan todos los momentos de la pasión de nuestra patria y, sin ensalzarlos, los eternizan. Con niveladora constancia pasan sus palabras por los corazones y las piedras, por las miradas, por los viejos muebles, por los trajes, y sus bolsillos, donde la avaricia esconde sus secretos nidos o el amor sus confidencias, todo queda por ellas hermanado, trabado con hilos tan sustanciales y vivos que su armonía trasciende como un sacramento de recíproca e incesante comunión.

La igualdad, la monotonía del estilo galdosiano es la clave de su excelso olvido de las jerarquías en el que sólo puede incurrir el que se siente igual a Dios. Nunca se altera ni se desorbita su tono, sus palabras no se revisten para señalar los hechos supremos más que para denominar la sarta inerte de lo prosaico. La sencillez de sus palabras ante el misterio alcanza el vértice insuperable en aquella pregunta del hombre que tiene en sus brazos el cuerpo de la mujer querida y al  depositarlo en la sepultura exclama: «¿Por qué tengo yo ahora esto que llaman vida y tú no»?

Con palabras como éstas, prodigadas en miles de páginas llenas de cosas mínimas, que parecen brotar sin plan y sin fatiga, como de la naturaleza misma, están delineadas las figuras cuyo recuerdo nos acompaña, tan vivo y extraño a toda rememoración mental como si hubiésemos sentido realmente el calor de sus manos. Las páginas de los Episodios son como una inmensa fábrica de tiempo que abriga en su entraña el fantasma de Salvador Monsalud: el más misteriosamente ambiguo e integral, el más atormentado y atormentador, el más inconsciente y voluntarioso, el más español de los españoles, el arquetipo de la españolidad que no es precisamente lo que los españoles quisieran ser, sino lo que son, aunque no quieran. Estas páginas épicas al dibujar el perfil de Salvador Monsalud arden con total desprendimiento en el amor humano.

Imposible hablar del Galdós de la paz, del de los menudos hechos y anónimos heroísmos, del de la cotidiana angustia de sereno semblante. Los nombres de sus personajes acosan la memoria al recordar aquel mundo donde vivimos con ellos; pero no hay espacio para tantos; no lo hay para Fortunata, que al acercarse a ella oculta el horizonte con su contorno colosal, y, en este exiguo de que disponemos, no podemos menos de escribir el nombre de Camila, la inefable heroína de «Lo prohibido», esa diosa doméstica, pénate de la intimidad española; esa tan fundida, tan alma y carne de su medio que parece flor de él, la divina forma de su gracia, como la gutupaga de nuestros rastrojos que brota su gentil presencia entre los terrones idénticos a ella.

Todo el que quiera recordar y esperar, todo el que quiera sustentar su confianza en el cimiento inconmovible de las amarguras superadas, busque estas fuentes originarias de donde brota el caudal que hoy nos nutre y que nutrirá nuestro futuro. Si ese futuro es, será español; y si no, no será.


Rosa Chacel
Hora de España, febrero de 1937






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