León Felipe (a la derecha) junto a César González Ruano - Madrid 1932 |
Riesgo y retorno del poeta! Voces agrías me
rompen en los oídos su pregunta:
—¿Pero aun hay poetas? ¿Pero aun hay
poetas?
Cemento. Máquinas. Anuncios luminosos. Río
de asfalto. Ni el cielo mantiene vivo de misterio su secreto. Las novias
escriben a máquina.
—¿Pero aun hay poetas?
Y poesía es el cemento. Y las máquinas. Y
los anuncios luminosos. Y el cielo, que pierde su secreto. Y las novias, que
escriben a máquina, poesía son también.
Poesía. «Tristeza honda y ambición del
alma» —ha dicho precisamente el poeta. (Un poeta —dijo también alguien— es un
hombre que sirve para todo lo que sirven los hombres, y además, para hacer
poesía.)
Poesía, tristeza honda. Esto lo leí hace
mucho en un libro admirable. En Versos y oraciones de caminante,
revelación de León Felipe.
*
León Felipe era su nombre en la bella
aventura de las letras. El se llama Felipe Camino. Felipe Camino es montañés.
En Santander le recuerdan todos de boticario.
Tenía Felipe Camino una farmacia. En la
rebotica se hablaba de literatura. Pero nadie —acaso ni él mismo— supuso nunca
que Felipe Camino podía encontrarse con León Felipe, que Felipe Camino podía
ser poeta. El tenía, sí, una fina sensibilidad, un amor por los libros, un
regusto de conversaciones literarias.
El tenía, sí, una melancólica actitud
meditativa, una especie de «cansancio de antemano».
El cansancio, la «pura pena de no saber
porqué», es el camino de la poesía. Tristes, vagabundos, amarillos y
herméticos, los grandes poetas pasan en un coro mágico por nuestra
memoria.
«Y aquel que añada sabiduría, añade dolor.»
Sí. Y aquel que añade esa tristeza honda de lo poético y lo patético, añade
melancolía, añade ese mirar las cosas en dulce desmayo, ese contemplar la vida
de costado, inhibiéndose del brutal argumento de vivirla, jugando, en suma, a
perder.
¡Jugar a perder! Buen juego noble. Buen
juego que ha sido el lema de nuestro poeta León Felipe. Hasta que lo perdió
todo, su bienestar burgués, su botica, en la que era capitán de draga y no
navegante solitario, hasta que lo perdió todo no le concedió Dios el don de la
poesía.
Salió Felipe camino de las montañas
cántabras. Dejó lejos aquellas calles de San Francisco y de la Blanca; aquel
mundo de Puerto Chico y del Alta, y empezó su peregrinaje por los pueblos
muertos, bajo los cielos intactos de litografía, por los pueblos de Castilla y
de la Mancha. Entonces una luz vivísima le sorprendió el corazón, y la noche de
su angustia tuvo un mediodía iluminado y melancólico. Oíd su voz:
...en esta tierra de España,
y en un pueblo
de la Alcarria,
hay
una casa,
en la que estoy
de posada,
y donde tengo
prestadas
una mesa de pino
y una silla de paja.
El poeta acaba de entrar en España. Acaba
de entrar en Madrid. Está conmigo en este café del Paseo de Recoletos, cerca de
la ventana. Su cabeza sin pelo, el rostro joven, la mirada serena, dan a este
perfil condición estatuaria.
—Diez años.
—Sí, sí, diez años.
—Su primer libro, aquellos versos y
oraciones de caminante, tienen esta fecha: mil novecientos veinte.
—Mil novecientos veinte.
Deletrea la fecha, El año es largo en su
boca. Hablamos casi en cifra.
—Santander.
—Sí, sí, Santander. Yo pasé allí mi
juventud, mis mejores años. Nacía de una familia montañesa.
Le digo sus propios versos:
Debí nacer
en la entraña
de la estepa
castellana,
y fui a nacer en un pueblo
del que no recuerdo nada;
pasé los días azules
de mi infancia
en Salamanca,
y mi juventud,
una juventud amarga,
en
la Montaña;
después...
ya no he vuelto a echar el ancla.
—¿Después de aquellos pueblos, después de
aquel libro?
—Después yo me quise ir a América. No
conseguí un lectorado; nada. Juan José Ruano de la Sota, que era entonces
subsecretario de Hacienda, me recomendó, me ayudó. Fui a Fernando Poo. De allí
volví a España. Luego, México. Después, Nueva York.
—Nueva York.
Recordamos —inevitablemente,
voluptuosamente— el horror al maquinismo de aquel indio nicaragüense con manos
de marqués. Recordamos —inevitablemente, voluptuosamente— el amor al maquinismo
de aquel cantor del hierro y la fuerza de aquel que templó, tal vez el primero,
la lira del acero con afán de oído proletario.
—Nueva York. Nueva York. No precisamente el
Nueva York que linda con África, el de Waldo Franck. El Nueva York que me hacía
un gran bien. Me daba disciplina, angustia y método. Poner el corazón en orden.
Me casé en Nueva York. A mi mujer la había conocido en México, de donde era.
Nos casaron en inglés. Aun no entendía bien las palabras. Entendí que sí
quería. ¡Con toda el alma! Entendí dos, tres, cinco dólares. No recuerdo.
Nuestro viaje de novios costó unos céntimos. Lo hicimos en un autocard
alrededor de Nueva York.
—Luego, el segundo libro.
—Sí, sí, el segundo libro.
—¿Y después?
—Después, el fin de León Felipe. Haré mi
tercer libro. Ya no haré nada más que eso.
—¿Verso también? Perdón; ¿poesía
también?
—Sí; no sé hacer otra cosa. Nunca supe
hacer otra cosa.
—¿Ahora?
—Ahora, España. Sí; otra vez los pueblos de
España. ¿Guardarán la misma emoción, el mismo silencio?
¡Los mismos pueblos! ¡Claro que si! Allí,
en su sitio, la higuera vieja. Allí, la piedra pequeña.
Canto que ruedas
por las calzadas
y por las veredas.
Si; allí la misma piedra humilde, la que no
ha servido.
para ser ni
de una lonja,
ni piedra de una Audiencia,
ni piedra de un Palacio,
ni piedra de una iglesia.
Allí, la estrella fija que guía al
caminante. Allí, la luz en agonía, la luz como un solo ojo vacío y colgante en
el portalón de la posada de camino. Allí, la misma serenidad, la misma
tristeza. Es la eternidad. Es el dulce pasquín de la muerte segura que Dios ha
mandado poner en los caminos para alivio de caminantes.
Todo esmerilado, gris, humano. Todo humano,
gris esmerilado, quieto. Esto no es una interviú, sino la introducción a la
calma. Esto no es una interviú, sino la invitación a un sueño.
No nos conocíamos. Nos hemos conocido hoy.
No hemos hablado más. Nos hemos descubierto hoy. Quizá no nos volvamos a
ver.
César González-Ruano
Crónica, 21 de febrero de
1932
No hay comentarios:
Publicar un comentario