Clara Campoamor, que se halla hoy al frente de la Dirección General de
Beneficencia, nos cuenta sus recuerdos de cuando fué, sucesivamente,
modistilla, dependienta y telefonista...
De modistilla madrileña a directora general
Un día tuve que ir yo a casa de Clara Campoamor, a hacerla una de esas
preguntitas que solemos hacer los periodistas a la gente célebre tres o cuatro
veces por semana, y recuerdo que vi en el domicilio de la ilustre abogada una
cosa que me dejó estupefacta Clara Campoamor no estaba, como era su costumbre,
detrás de su mesa del despacho evacuando consultas o dictando cartas a la
mecanógrafa. Clara Campoamor estaba aquel día sentada en una sillita baja y en
una mano tenia las tijeras y en otra mi un traje a cuadros.
—Pero, ¿cómo? ¿Usted cose? —pregunté asombrada.
—¿Y por qué no?
—Qué sé yo... Porque... en fin, no sé —agregué víctima del azoramiento que
se apodera de toda persona cuando se da cuenta de que ha dicho una
tontería.
—La verdad es que ahora coso poco, porque no tengo tiempo. Pero antes...
antes he hecho muchos vestidos, y no para mí precisamente.
—¿Si?
—Sí. Antes de ser abogada, yo he sido muchas cosas: entre otras, modista.
Bueno, tanto como modista..., pongamos modistilla.
Quizá los lectores se queden tan sorprendidoe como me quedé yo aquel día;
pero esto es exacto. Clara Campoamor ha sido modistilla madrileña, y
precisamente en los tiempos en que las modistillas eran en Madrid una
institución de las que daban más carácter a la capital de España.
Verán ustedes cómo fué...
Clarita nació en un hogar de clase media. Su padre era un periodista
republicano que ganaba, aunque poco, lo suficiente para que sus hijos pudieran
recibir buena educación.
Pero cuando Clarita cumplió los diez años, su padre murió y... se llevó a
la tumba la cesta del pan.
—No perecimos de hambre gracias a que mi madre, mujer valerosa y fuerte
como pocas, se puso a trabajar. Cosía pera fuera; pero esto no era bastante, y
yo, entonces, tuve que dejar de ir al colegio para ayudarla a sostener la
casa.
—¿Trabajaba usted con ella?
—No. En casa no sobraba la labor. Con mis once años tuve que echarme a la
calle a buscar trabajo. Entré en un taller de mi mismo barrio, que era el de
Maravillas, como aprendiza.
—Entonces, ¿usted ha andado por ahí con la cajita al brazo, «probando» y
«entregando»?
—Naturalmente. Pero tuve la suerte de que me «sentaran» pronto. La verdad
es que a mi el oficio no me gustaba mucho: pero en casa hacían falta los tres reales
diarios que yo ganaba en el taller.
Cuando ascendí a oficial y me subieron el sueldo a una peseta, a la maestra
se la ocurrió mudarse a vivir a la calle de los Estudios. Yo tenía que ir todas
las mañanas y todas las tardes desde mi casa, situada en la calle del Marqués
de Santa Ana, hasta el nuevo domicilio del taller.
—Sí que era un paseíto.
—¡Y a pie! Porque el jornal no era como para echar coche, ni siquiera
tranvía.
Aunque Clarita no era muy aficionada a la costura, llegó a ser una buena
oficiala, basta el punto de que un día la maestra se sintió magnánima y la
subió el jornal a siete realazos.
Las cosas iban así de bien, cuando de pronto la maestra abandonó el taller,
arrebatada por el «palmito» de un guardia civil, que la hizo su esposa.
Clara y sus compañeras se quedaron en mitad de la calle, lamentando, como era
natural, que el Gobierno de entonces no hubiera tomado el acuerdo de disolver
el benemérito Instituto.
El trabajo en la tienda
La madre de Clarita quiso que ésta buscara otro taller; pero a la muchacha
la gustaban demasiado los libros, y soñaba con una profesión un poco más
intelectual que la de modista. Sin embargo, no era posible, al menos de
momento, prepararse para nada, y volvió a emprender su peregrinación en busca
de trabajo. Al poco tiempo pudo colocarse de dependienta en una lujosa tienda
de la calle de Alcalá.
—Yo creía que el nuevo oficio me dejaría más tiempo para leer y estudiar;
pero, sí, sí. Trabajábamos cerca de doce horas, siempre de pie, y como yo lo
que hacia era ayudar a las que despachaban, me pasaba el día llevando cajas,
piezas de tela y vestidos de la tienda a la trastienda, y del almacén a los
talleres. Llegaba a casa por las noches verdaderamente hecha polvo.
—¿Y cuánto ganaba usted en la tienda?
—Menos que en el taller. Entré con seis reales. Claro que al poco
tiempo logré alcanzar mis buenas dos pesetas, cifra que durante mucho tiempo me
había parecido desmesurada e inasequible.
La actual directora general de Beneficencia recuerda algunas curiosas
anécdotas de sus tiempos de «hortera» femenina. Una de ollas es la
siguiente:
Había en la tienda una dependienta muy guapa, muy fina y que se arreglaba
muy bien. Sus compañeras la llamaban la Postal por su gran
parecido con los cromos que entonces se usaban para las felicitaciones de
Pascuas y cumpleaños. La Postal era, naturalmente, presumida,
y se la iban los ojos tras de los vestidos y los abrigos de piel que había en
la tienda. Un día desapareció del almacén un modelo de París. Los dueños
sospecharon de la dependencia y, más concretamente, de la Postal; y
como medida de prevención, ya que no se podía probar plenamente el robo, la
pusieron en la calle.
Al cabo de poco tiempo, uno de los dueños se encontró a la Postal luciendo
el modelo de París. Ignoro lo que pasaría entre los dos; pero el caso es que,
momentos después, la Postal fué conducida a la tienda. El
revuelo que se armó cuando la vimos entrar con el modelo de París puesto y un
guardia a cada lado no es para descrito. Allí la quitaron el elegante vestido.
La pusieron en su lugar una bata prestada por otra dependienta, que se
compadeció, y la volvieron a echar a la calle. Por lo demás, la Empresa no
sufrió ningún perjuicio a causa del incidente, puesto que el traje que la Postal había
lucido por todo Madrid fué vuelto a colocar en el escaparate, y a los pocos
días una señora lo compró. Recuerdo que el traje era de hechura sastre. ¡Parece
que lo estoy viendo!
—Claro que estos casos de dependientas... vamos a llamarlas cleptómanas
—continúa diciéndome la señorita Campoamor— eran rarísimos. En general, eran
todas muy buenas chicas y muy trabajadoras. Entre todas mis compañeras de
mostrador, recuerdo a una que se llamaba Pepita. Era maravilloso cómo aquella
mujer manejaba a la clientela. No era posible escapar del espacio de mostrador
sobre el que tenía jurisdicción Pepita sin comprar algo. Muchas señoras, que
entraban solamente a curiosear, salían cargadas de paquetes, gracias a las
dotes de persuasión de aquella muier, verdadero qenio del mostrador. Declaro
que la Pepita aquella es una de las personas a quienes yo he admirado mis
sinceramente. No me acuerdo ya de cuál era su apellido; pero me agradaría
volverla a ver.
El suplicio dantesco de las telefonistas
A pesar de haber llegado a conquistar las dos pesetas diarias, Clarita
seguía teniendo aspiraciones. Por las noches, cuando llegaba rendida a su casa,
tomaba una taza de café para ahuyentar el sueño, que la cerraba los ojos, y se
ponía a estudiar Gramática, Aritmética, Geografía, Historia de España... Los
domingos se los pasaba leyendo novelas. También devoraba sin descanso los
folletines de El Imparcial.
Así las cosas, salieron a oposición unas plazas de telefonistas,
remuneradas con doce duros mensuales,
—Me preparé muy de prisa, y las gané. La cosa, en realidad, no era ninguna
ganga. Primero entrábamos de supernumerarias; es decir, que sólo nos llamaban
a trabajar cuando alguna de las telefonistas se ponía mala o cuando era preciso
más servicio. Naturalmente, no cobrábamos sueldo sino solamente las horas de
trabajo que nos tocaba hacer. Por fin me dieron la plaza a que tenía derecho.
Pero enseguida me di cuenta de que aquel oficio era el más duro de cuantos
había yo tenido. Los teléfonos de entonces funcionaban de un modo absurdo. El
mecanismo con el que nosotras operábamos era mural. Teníamos que trabajar de
pie, y además, realizar unos ejercicios acrobáticos verdaderamente
espantosos.
—¿Acrobáticos?
—Verá usted. Al sentir la llamada, habla que descolgar el auricular,
ponérsele al oído con una mano, y mientras, con la otra, apuntar dos números:
el del abonado que llamaba y el del otro con quien quería comunicar.
Inmediatamente había que volverse para atrás y meter dos clavijas en sus
agujeros. Estos agujeros estaban colocados con tanto talento, que uno quedaba
sobre nuestras cabezas y el otro muy cerca de los pies. Ahora, eso sí, con eso
de estar todo el día de pie y haciendo flexiones, llegamos a adquirir una
esbeltez y una agilidad de titiriteras. Después de haber sido telefonista con
aquel sistema se llega a la conclusión de que el Preste era un infeliz sin
pizca de imaginación.
Más tarde se nos dulcificó un poco el trabajo, cuando sustituyeron aquello
por los cuadros que se usaban antes del automático. Entonces podíamos trabajar
sentadas y con los auriculares fijos en los oídos.
—¿Y cómo se emancipó usted de aquello?
—Pues haciendo oposiciones a Telégrafos. Gané plaza, y me destinaron a
provincias, donde fui haciendo el Bachillerato. Más tarde conseguí venir a
Madrid, y ayudándome con otros trabajos particulares, estudié mi carrera.
Durante esta conversación que he tenido con la señorita Campoamor en su
despacho de directora general, el teléfono ha sonado cincuenta veces. El
ministro, el presidente del Consejo, los «altos cargos» de la República y un
gran número de personas desconocidas tienen que resolver asuntos importantes
con esta mujer, la misma que no hace muchos años andaba por las calles de
Madrid con su caja al brazo, probando y entregando vestidos de señora.
Josefina Carabias
Crónica, 25 de febrero de 1934
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