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3390. Clara Campoamor, de modistilla a directora general de Beneficiencia




Clara Campoamor, que se halla hoy al frente de la Dirección General de Beneficencia, nos cuenta sus recuerdos de cuando fué, sucesivamente, modistilla, dependienta y telefonista...


De modistilla madrileña a directora general

Un día tuve que ir yo a casa de Clara Campoamor, a hacerla una de esas preguntitas que solemos hacer los periodistas a la gente célebre tres o cuatro veces por semana, y recuerdo que vi en el domicilio de la ilustre abogada una cosa que me dejó estupefacta Clara Campoamor no estaba, como era su costumbre, detrás de su mesa del despacho evacuando consultas o dictando cartas a la mecanógrafa. Clara Campoamor estaba aquel día sentada en una sillita baja y en una mano tenia las tijeras y en otra mi un traje a cuadros. 

—Pero, ¿cómo? ¿Usted cose? —pregunté asombrada. 

—¿Y por qué no? 

—Qué sé yo... Porque... en fin, no sé —agregué víctima del azoramiento que se apodera de toda persona cuando se da cuenta de que ha dicho una tontería. 

—La verdad es que ahora coso poco, porque no tengo tiempo. Pero antes... antes he hecho muchos vestidos, y no para mí precisamente. 

—¿Si? 

—Sí. Antes de ser abogada, yo he sido muchas cosas: entre otras, modista. Bueno, tanto como modista..., pongamos modistilla. 

Quizá los lectores se queden tan sorprendidoe como me quedé yo aquel día; pero esto es exacto. Clara Campoamor ha sido modistilla madrileña, y precisamente en los tiempos en que las modistillas eran en Madrid una institución de las que daban más carácter a la capital de España. 

Verán ustedes cómo fué... 

Clarita nació en un hogar de clase media. Su padre era un periodista republicano que ganaba, aunque poco, lo suficiente para que sus hijos pudieran recibir buena educación. 

Pero cuando Clarita cumplió los diez años, su padre murió y... se llevó a la tumba la cesta del pan. 

—No perecimos de hambre gracias a que mi madre, mujer valerosa y fuerte como pocas, se puso a trabajar. Cosía pera fuera; pero esto no era bastante, y yo, entonces, tuve que dejar de ir al colegio para ayudarla a sostener la casa. 

—¿Trabajaba usted con ella? 

—No. En casa no sobraba la labor. Con mis once años tuve que echarme a la calle a buscar trabajo. Entré en un taller de mi mismo barrio, que era el de Maravillas, como aprendiza. 

—Entonces, ¿usted ha andado por ahí con la cajita al brazo, «probando» y «entregando»? 

—Naturalmente. Pero tuve la suerte de que me «sentaran» pronto. La verdad es que a mi el oficio no me gustaba mucho: pero en casa hacían falta los tres reales diarios que yo ganaba en el taller. 

Cuando ascendí a oficial y me subieron el sueldo a una peseta, a la maestra se la ocurrió mudarse a vivir a la calle de los Estudios. Yo tenía que ir todas las mañanas y todas las tardes desde mi casa, situada en la calle del Marqués de Santa Ana, hasta el nuevo domicilio del taller. 

—Sí que era un paseíto. 

—¡Y a pie! Porque el jornal no era como para echar coche, ni siquiera tranvía. 

Aunque Clarita no era muy aficionada a la costura, llegó a ser una buena oficiala, basta el punto de que un día la maestra se sintió magnánima y la subió el jornal a siete realazos. 

Las cosas iban así de bien, cuando de pronto la maestra abandonó el taller, arrebatada por el «palmito» de un guardia civil, que la hizo su esposa. Clara y sus compañeras se quedaron en mitad de la calle, lamentando, como era natural, que el Gobierno de entonces no hubiera tomado el acuerdo de disolver el benemérito Instituto. 


El trabajo en la tienda 

La madre de Clarita quiso que ésta buscara otro taller; pero a la muchacha la gustaban demasiado los libros, y soñaba con una profesión un poco más intelectual que la de modista. Sin embargo, no era posible, al menos de momento, prepararse para nada, y volvió a emprender su peregrinación en busca de trabajo. Al poco tiempo pudo colocarse de dependienta en una lujosa tienda de la calle de Alcalá. 

—Yo creía que el nuevo oficio me dejaría más tiempo para leer y estudiar; pero, sí, sí. Trabajábamos cerca de doce horas, siempre de pie, y como yo lo que hacia era ayudar a las que despachaban, me pasaba el día llevando cajas, piezas de tela y vestidos de la tienda a la trastienda, y del almacén a los talleres. Llegaba a casa por las noches verdaderamente hecha polvo. 

—¿Y cuánto ganaba usted en la tienda?

—Menos que en el taller. Entré con seis reales. Claro que al poco tiempo logré alcanzar mis buenas dos pesetas, cifra que durante mucho tiempo me había parecido desmesurada e inasequible. 

La actual directora general de Beneficencia recuerda algunas curiosas anécdotas de sus tiempos de «hortera» femenina. Una de ollas es la siguiente:

Había en la tienda una dependienta muy guapa, muy fina y que se arreglaba muy bien. Sus compañeras la llamaban la Postal por su gran parecido con los cromos que entonces se usaban para las felicitaciones de Pascuas y cumpleaños. La Postal era, naturalmente, presumida, y se la iban los ojos tras de los vestidos y los abrigos de piel que había en la tienda. Un día desapareció del almacén un modelo de París. Los dueños sospecharon de la dependencia y, más concretamente, de la Postal; y como medida de prevención, ya que no se podía probar plenamente el robo, la pusieron en la calle. 

Al cabo de poco tiempo, uno de los dueños se encontró a la Postal luciendo el modelo de París. Ignoro lo que pasaría entre los dos; pero el caso es que, momentos después, la Postal fué conducida a la tienda. El revuelo que se armó cuando la vimos entrar con el modelo de París puesto y un guardia a cada lado no es para descrito. Allí la quitaron el elegante vestido. La pusieron en su lugar una bata prestada por otra dependienta, que se compadeció, y la volvieron a echar a la calle. Por lo demás, la Empresa no sufrió ningún perjuicio a causa del incidente, puesto que el traje que la Postal había lucido por todo Madrid fué vuelto a colocar en el escaparate, y a los pocos días una señora lo compró. Recuerdo que el traje era de hechura sastre. ¡Parece que lo estoy viendo! 

—Claro que estos casos de dependientas... vamos a llamarlas cleptómanas —continúa diciéndome la señorita Campoamor— eran rarísimos. En general, eran todas muy buenas chicas y muy trabajadoras. Entre todas mis compañeras de mostrador, recuerdo a una que se llamaba Pepita. Era maravilloso cómo aquella mujer manejaba a la clientela. No era posible escapar del espacio de mostrador sobre el que tenía jurisdicción Pepita sin comprar algo. Muchas señoras, que entraban solamente a curiosear, salían cargadas de paquetes, gracias a las dotes de persuasión de aquella muier, verdadero qenio del mostrador. Declaro que la Pepita aquella es una de las personas a quienes yo he admirado mis sinceramente. No me acuerdo ya de cuál era su apellido; pero me agradaría volverla a ver.


El suplicio dantesco de las telefonistas

A pesar de haber llegado a conquistar las dos pesetas diarias, Clarita seguía teniendo aspiraciones. Por las noches, cuando llegaba rendida a su casa, tomaba una taza de café para ahuyentar el sueño, que la cerraba los ojos, y se ponía a estudiar Gramática, Aritmética, Geografía, Historia de España... Los domingos se los pasaba leyendo novelas. También devoraba sin descanso los folletines de El Imparcial

Así las cosas, salieron a oposición unas plazas de telefonistas, remuneradas con doce duros mensuales,

—Me preparé muy de prisa, y las gané. La cosa, en realidad, no era ninguna ganga. Primero entrábamos de supernumerarias; es decir, que sólo nos llamaban a trabajar cuando alguna de las telefonistas se ponía mala o cuando era preciso más servicio. Naturalmente, no cobrábamos sueldo sino solamente las horas de trabajo que nos tocaba hacer. Por fin me dieron la plaza a que tenía derecho. Pero enseguida me di cuenta de que aquel oficio era el más duro de cuantos había yo tenido. Los teléfonos de entonces funcionaban de un modo absurdo. El mecanismo con el que nosotras operábamos era mural. Teníamos que trabajar de pie, y además, realizar unos ejercicios acrobáticos verdaderamente espantosos. 

—¿Acrobáticos? 

—Verá usted. Al sentir la llamada, habla que descolgar el auricular, ponérsele al oído con una mano, y mientras, con la otra, apuntar dos números: el del abonado que llamaba y el del otro con quien quería comunicar. Inmediatamente había que volverse para atrás y meter dos clavijas en sus agujeros. Estos agujeros estaban colocados con tanto talento, que uno quedaba sobre nuestras cabezas y el otro muy cerca de los pies. Ahora, eso sí, con eso de estar todo el día de pie y haciendo flexiones, llegamos a adquirir una esbeltez y una agilidad de titiriteras. Después de haber sido telefonista con aquel sistema se llega a la conclusión de que el Preste era un infeliz sin pizca de imaginación. 

Más tarde se nos dulcificó un poco el trabajo, cuando sustituyeron aquello por los cuadros que se usaban antes del automático. Entonces podíamos trabajar sentadas y con los auriculares fijos en los oídos. 

—¿Y cómo se emancipó usted de aquello? 

—Pues haciendo oposiciones a Telégrafos. Gané plaza, y me destinaron a provincias, donde fui haciendo el Bachillerato. Más tarde conseguí venir a Madrid, y ayudándome con otros trabajos particulares, estudié mi carrera. 

Durante esta conversación que he tenido con la señorita Campoamor en su despacho de directora general, el teléfono ha sonado cincuenta veces. El ministro, el presidente del Consejo, los «altos cargos» de la República y un gran número de personas desconocidas tienen que resolver asuntos importantes con esta mujer, la misma que no hace muchos años andaba por las calles de Madrid con su caja al brazo, probando y entregando vestidos de señora. 


Josefina Carabias
Crónica, 25 de febrero de 1934








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