Victoria Kent, en la cárcel de Córdoba, 1932 - Foto: A. de Torres |
Verán ustedes... Yo tengo un amigo de hace
treinta años. Nos conocimos en una de aquellas redacciones madrileñas de
principios del siglo, cuando los periódicos se hacían sin dinero, en la sala de
un pisito de quince duros y en tomo a una mesa familiar, con la experiencia de
un viejo director y el entusiasmo de media docena de muchachos de buena
voluntad. Eran los tiempos felices en que el periodismo, libre, pobre y
heroico, estaba al servicio de la opinión y del ideal, porque aun no se había
convertido en instrumento usado por los financieros para abrir paso a los
negocios.
Mi amigo y yo, que todavía no habíamos
cumplido los veinte años, «hinchábamos» los primeros telegramas, novelábamos
los primeros sucesos y escribíamos las primeras crónicas de nuestra carrera
periodística: una carrera que se nos antojaba camino de fortuna y de gloria,
porque ninguno de los dos teníamos entonces sentido práctico alguno. Yo seguí,
como ahora sigo, careciendo de él. Mi amigo, en cambio, le adquirió al correr
del tiempo, y abandonó el periodismo. Hizo oposiciones a unas plazas de
Penales, ganó puesto de vigilante, marchó a ocupar su destino, en tanto que yo
iba, año tras año, por todas las rutas del mundo, y durante mucho tiempo no
volvimos a vemos ni a saber cada cual de la suerte del otro.
El azar nos reunió últimamente.
—¿Qué es de ti? —preguntó mi amigo. Y yo
sólo pude sonreír y responder:
—Lo mismo que antes. Sigo haciendo
periódicos y sigo siendo pobre.
Mi amigo me contempló con mal disimulada
piedad. A mi vez, preguntó:
—¿Y tú?
Mi amigo contestó, satisfecho:
—Yo ascendí rápidamente. Hace ocho años que
soy director de cárcel. ¡Buen puesto! Casa, luz, carbón, un sueldo suficiente,
poco trabajo. Ya ves, acabo de pasar un mes de vacaciones en la Costa
Azul.
—¿Entonces vas camino de hacerte
rico?
—No diré tanto; pero no tengo queja del
oficio.
—¿Escribes todavía?
—A veces, por distraer los ocios, emborrono
cuartillas. Pero no publico nada.
Llegando a este punto de la charla, recordé
que, cuando éramos compañeros, mi amigo escribía bien, y le propuse:
—Hazme alguna crónica acerca de los presos
que tienes en tu cárcel. Habrá, entre ellos, casos interesantes, y en tus
conversaciones con esos infelices recogerás, seguramente, impresiones y datos
muy curiosos.
Mi amigo volvió a contemplarme con piedad,
y al cabo de un momento, y un poco frío y distante ya, declaró:
—Yo a los presos no los veo, ni hablo con
ellos nunca.
No insistí. A pesar del cariño que profeso
a mi amigo, y a pesar de nuestros treinta años de amistad, no me atreví a
decirle mi extrañeza ante su falta de interés por los reclusos. Tuve la
intuición de que nos separaban, en lo concerniente a este asunto, los abismos
de la rutina, de los prejuicios y de ese «espíritu de cuerpo» que moldea a los
hombres de la misma profesión, creando en ellos una segunda naturaleza e
imponiéndoles un carácter standard.
*
He recordado muchas veces esta conversación
sostenida con mi amigo, el director de cárcel, al leer los comunicados que
dieron a la publicidad ciertos empleados de Prisiones, alzados contra la
gestión directiva, humana, inteligente y renovadora de Victoria Kent. Esos
señores no pueden comprender que se hayan suprimido las cadenas y grilletes que
aun se usaban en las cárceles españolas para vergüenza de España. Esos señores
no están dispuestos a tolerar que los presos puedan remitir a la Dirección
General, por medio del buzón de reclamaciones, las quejas que tengan del trato
que se les da. Esos señores se escandalizan ante el hecho de que Victoria Kent,
directora de Prisiones, haya visitado a los presos y haya conversado con ellos
y les haya permitido estrechar su mano. ¡Claro está! ¿Cómo van a estar
conformes esos señores de la rutina, de los prejuicios y del «espíritu de
cuerpo», con disposiciones que, obligándoles a mayor trabajo y exigiendo de
ellos un alto concepto de la misión y del deber que les incumben, turban la
placidez de su vida, desconciertan sus cálculos y sus previsiones, y a las
veces ponen de manifiesto su hasta ahora disimulada incapacidad? Era, pues, la
lucha entablada entre la ilustre directora de Prisiones y sus rebeldes
subordinados una contienda entre la inteligente y comprensiva bondad de un
lado y de otro la obtusa y rutinaria indiferencia. Esta ganó la partida,
ya que Victoria Kent ha dejado de ser directora de Prisiones.
*
Al abandonar su cargo, la señorita Kent ha
dirigido a la opinión, por medio de la Prensa, una nota en la que hace breve
resumen de su labor. Entresaquemos de esa nota algunos párrafos
edificantes. Dice la ex directora de Prisiones:
«En relación con el régimen penitenciario,
aumenté la consignación establecida para la alimentación del recluso de 1,15 a
1,50 pesetas, sin pedir para ello suplemento de crédito; es decir, que la
cantidad presupuestada para este objeto permitió el aumento cómodamente;
establecí buzones para las reclamaciones que la población reclusa tuviera que
hacer a la Dirección; implanté la libertad de cultos, haciendo voluntaria la
asistencia a la misa; ordené y llevé a efecto la recogida de cadenas y
grilletes que existían en las celdas de castigo; permití conferencias y
conciertos a solicitud del director de cada prisión; suprimí aquellas cárceles
de partido cuyos locales eran más que inmundos, locales compartidos en muchos
lugares con escuelas, con casas particulares y con albergues de caballerías, y
aquellas que daban un promedio menor a seis detenidos mensuales; permití la
entrada a la Prensa, autorizada por el director y controlada por la Dirección,
evitando así lo que venía sucediendo y todos conocíamos, la entrada clandestina
de toda clase de periódicos; he dotado a las prisiones provinciales y a algunas
de partido de camas y mantas, de las que carecían, debiendo hacer notar que las
compras efectuadas por mí se diferencian de las últimas realizadas en tiempos de
la Monarquía en esta proporción: mantas, se pagaron anteriormente a 28 pesetas;
he pagado por las mismas 21 pesetas; sábanas, se pagó el metro anteriormente a
5,50 pesetas: he pagado el metro de la misma clase de tela que usa el Ejército
a 2,90 pesetas; jergones, se pagó anteriormente la tela para cada uno a 20
pesetas: he pagado por la misma 12,60 pesetas; camas, confeccionadas en los
talleres de las prisiones, costaron anteriormente a 108 pesetas; el modelo que
he adoptado en la actualidad vale 47 pesetas.»
«En aquellas cárceles nuevas de regiones
excesivamente frías hice instalar calefacción en las enfermerías y en las
escuelas. Como debía tenerse en cuenta el presupuesto y el estado de las obras,
tan sólo se ha llevado a efecto esta reforma en Salamanca y Burgos. (Este penal
está aún sin terminar.) Queda en marcha la nueva cárcel de mujeres de Madrid,
en la que se introducen modificaciones como departamentos de políticas, de
madres y de jóvenes; duchas, baños y talleres suficientes para la población que
ha de albergar.»
«No tengo ni una línea que rectificar en mi
actuación. Fui a la Dirección de Prisiones con una misión que cumplir: con
la de modificar el régimen penitenciario según las humanas corrientes
científicas; fui con un criterio definido, con una línea recta de conducta.
Medito acerca de mi gestión, y nada tengo que rectificar.»
*
Esté usted tranquila, señorita Kent. Nada
tiene usted, en efecto, que rectificar. Ha hecho usted, desde su alto cargo,
una obra de bien. Ha tratado usted, por todos los medios a su alcance, de
humanizar y dignificar la dolorosa existencia de la población penal. Pero eso
no lo pueden comprender ni tolerar los funcionarios que —siendo quizá buenas
personas en el fondo, como lo es mi amigo, el director de cárcel— no se
interesan por los presos ni quieren saber de ellos cosa alguna.
Que los presos se alimentan mal; que sufren
en las celdas de castigo, el tormento del grillete: que carecen de mantas y se
hielan durante las terribles noches del invierno castellano; que no escuchan,
durante años y años, una palabra amiga ni un consejo cordial; que
maltratados, en lugar de buscar camino de luz y de redención, se hunden aún más
en las tinieblas de los rencores y de los odios. ¿Qué importa eso al
funcionario de Prisiones que tiene buen sueldo, buena casa, buena despensa,
leña y carbón abundantes y otros gajes del oficio?
¡Nada! No le importa nada, señorita Kent. Y
está mucho más tranquilo disponiendo de cadenas y grilletes para los presos
levantiscos, y no ocupándose de lecturas, ni de conciertos, ni de conferencias,
y dejando que el rancho sea lo que el diablo quiera, ya que no ha de ser Dios
quien permita ciertas cosas. En España, señorita Kent, la bondad está en
quiebra desde hace siglos. Usted quiso heroicamente, restablecer el crédito de
la bondad y perdió la batalla. Y es que, a pesar de todo, aun no hemos logrado,
por acá, borrar de nuestra tierra y de nuestro cielo la sombra abominable de
Felipe Segundo...
Antonio G. de Linares
Crónica, 12 de junio de
1932
No hay comentarios:
Publicar un comentario