Hay un poco de injusticia en la despiadada
critica que hacen los hombres a nuestra afición a trapos y adornos. «Con tal de
lucir, no les importa la fatiga ni las penurias de miles y miles de obreras
hermanas.»
Deliberadamente olvidan sastres..., camiseras...,
y, sobre todo, a las planchadoras. Cuando se ponen las camisas brillantes como
espejos, que fingen una coraza sobre el pecho, poco piensan ellas en el sudor
que ha costado el brillo de esa pechera, ni en el del cuello, que presta una
falsa gallardía a su cabeza.
Cierto que existen fábricas con todos los
adelantos modernos, donde la obrera no se cansa, porque la máquina maravillosa,
dotada de inteligencia casi humana, y a veces más que humana, lava, seca,
plancha y dobla. ¡Pero hay tan pocas fábricas y tanto taller pequeño, donde el
trabajo se hace a mano! ¡Y qué trabajo! Agotador como ninguno, y que
proporciona un porcentaje subidísimo de enfermas del pecho.
Taller pequeño, como casi todos. Una mesa
grande en el centro, cubierta con un trapo muy blanco. En redor, cinco mujeres,
guapas casi todas, que se doblan sobre la plancha para «hacer más fuerza».
Choca el contraste de su alegría con lo duro de su labor. Hay una morena
preciosa. Alta, esbelta, con unos ojos dorados inmensos. Tipo de española neta.
Es elegante, a pesar de su modestísimo traje de percal. Cuando entramos, está
hablando la maestra: «¿Has sacao el brillo al del pico?»
—¿...?
—Con mucho gusto. Y si quiere usted,
empezare yo por aquello de que soy la maestra, y se pierde categoría, ¿sabe
usted?
—¿...?
—Estas no saben lo que es trabajo (¿...?)
Yo empecé el oficio un poco tarde, a los veinticinco años. Pagué cincuenta
pesetas pa que me lo enseñaran. Pero a los tres meses ya trabajaba por cuenta
de la maestra, que me pagó una cincuenta y tenía que estar de pie y con la
plancha ¡catorce horas!
—¿...?
—Poco a poco fui haciéndome clientela,
hasta que empecé a ganar diez reales y la comida, planchando en casas
particulares. Pero trabajaba menos ¡Nueve horas na más!
— No puedo ni contar los trabajos que he
pasao hasta que he podio poner estas cuatro paredes. ¡Ya ve usted, una casa tan
pequeñal Pero me sirve pa sacar a mis hijos adelante.
—¿...?
—Soy viuda.
—¿...?
—Lo peor es sacar brillo. Hay mucha camisa
blanda. Pero vuelven a estar de moda las pecheras duras, y eso mata
mucho. Sobre todo ahora que viene el calor.
Interrumpe la morenita:
—¡Caray, maestra, no sea usted ansiosa, que
ya ha consumido usted el tumo! Ahora me toca a mí
—¿...?
—Ponga usted mi nombre, que me gusta un
rato que salga en la Crónica. ¡Cuando lo vea quien yo sé...! ¡La
caraba en moto!
—¿...?
—Me llamo Julia del Pino. Empecé a planchar
a los trece años, y tengo diez y nueve.
—¿...?
—Póngalo usted todo. Pa una vez que se ve
una en letras de molde, hay que aprovecharse. Soy oficiala.
—¿...?
—Mire usted: las camisas las pagan a
cuarenta céntimos, y yo me vengo a planchar unas catorce por día.
—¿...?
—Desde las nueve hasta la una, y desde las
tres a las siete y media.
—¿...?
—Según las ganas que tenga de trabajar. Me
vengo a sacar en la semana unas treinta o treinta y cinco pesetejas: entrego en
mi casa veinticinco, y lo demás... pa divertirme un poco, y pa adornarme un
poco más.
—¿...?
—¡Mujer! Polvos, collares de los chinos;
todas esas cosas necesarias.
—¿...?
—Los novios... ¡Están muy fanés para
regalos!
—¿...?
—Esto se mejoraría... casándome. ¡Que
trabajen los maridos!
—¿...?
—¿El lado bueno de esto? Pues... no lo
sé.
—¿...?
—Lo peor es el calor y el estar de pie, que
no dejan trabajar. Se gana menos, y se sisa menos también...
—¿...?
—Amos, déjate de tonterías —interrumpe
otra—. Esto se mejoraría poniendo ventiladores, sillones ... Una mesita con
pastas y tres o cuatro chicos guapos pa distraernos, y pa... que trabajaran
ellos...
—¿...?
—¿Nosotras? ¡Mirar na más!
Una pobre mujer, con huellas hondas de
sufrimiento en su cara, nos dice:
—Llevo doce años viuda. Cuando me quedé
sola aprendí a planchar pa acabar de criar a mi chico, y créame usted a mí:
tiene razón ésta. Este oficio no lo mejora más que eso. Un hombre que nos saque
de penas casándose con nosotras...
—Amos, señora, siempre está usted con
jipíos —interrumpe la vivaracha aprendiza—. Yo gano una peseta, me saco muchas
propinas y vivo en la gloria. ¿Hombres, pa qué? ¿Que asquito de tíos!
Su cara de pilluela dibuja un gesto
graciosísimo.
Hay una carcajada general, que produce
indignación enorme en la chiquilla, que trata de convencerme a toda cesta de su
experiencia en la materia, y se queda gritando, mientras nos alejamos: «¿Pero
me vais a contar a mí? ¡Yo tengo once años y sé lo que me digo!»
Florencia M. Marqués
Crónica, 14 de junio de 1931
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