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3473. Carrasco, el estudiante de medicina terror de los tanques enemigos

Un estudiante en las barricadas 

La historia es breve, pero apretada de heroísmo y de fervor por la causa del pueblo antifascista. Sus pocos años no le han permitido, a la hora de la biografía minuciosa, la exposición de largos capítulos vitales con dilatadas pausas de tiempo entre uno y otro. 

El era estudiante de Medicina. Y de la F.U.E. Poco más de veinte años, sanos y fuertes, cantándole cada día en el oído una romanza apretada de gritos reivindicadores. Estaba al final de la carrera y ya habían pasado delante de sus ojos los episodios de un film doloroso en el que era protagonista una España entregada a la dirección de sus enemigos, que hacían blanco de sus iras en la carne juvenil de los estudiantes, con un temblor viril de protesta a lo largo de las calles, vigiladas por guardias incondicionales de lo que la Dirección de Seguridad representaba entonces. Cuando Mola organizó el asedio y conquista de la Facultad de Medicina, planeada sobre mapas urbanos perfilados de odio, fue él uno de los que más alto pusieron su grito de protesta ante la granizada de plomo que caía en las salas de operaciones y la réplica contundente de la legítima defensa a la agresión injustificada. 

Luego, cuando ya le faltaba poco para dar el adiós a la vida estudiantil y recoger su título con el que irse, probablemente, a esconder sus sueños en un pueblo, donde tomar el pulso en habitaciones de adobe y mal cobrar la iguala anual, estalló la sublevación fascista. Cuando, en la noche del 18 de Julio, la voz ronca de la Radio arañaba la garganta de todos los altavoces con las últimas noticias de cada minuto, y el pueblo ponía un gallardete de gritos en el silenció de las calles expectantes, pidiendo armas con que oponerse a la traición, él dejó la habitación escueta, con montones de papeles revueltos, de la casa de huéspedes y se unió a la multitud. El amanecer del día 19 le cogió abrazado a un fusil y vigilando una calle. Pocas horas después, cuando los primeros camiones erizados de obreros con mono y gritos proletarios pasaron junto a él, buscó un hueco y se marchó a la Sierra, a rellenar con su pecho la barrera de pechos heroicos con que se paró en seco el avance del fascismo. 


La Sierra, Talavera... 

Después vienen los días largos de la Sierra, con vientos finos y sol alto, y una desesperación interior ante la pareja de fusiles para cada cinco hombres. El gesto heroico de cada miliciano, dispuesto a ser ejemplo de los demás y punto de partida para la columna apretada de nombres heroicos. Horas largas de aguzar la pupila y el oído para el descubrimiento de la traición solapada, acechando con rúbrica de paqueo certero, entre los riscos pelados del paisaje castellano. Después, las horas dramáticas de Talavera, frente a un paisaje barroco de moros sobre caballos caracoleantes corriendo la pólvora de los fusiles y de los gritos, ávidos del botín ofrecido. Y más tarde... 


Bombas de mano contra los monstruos de hierro 

Más tarde, una aurora roja de explosiones violentas, entre cuyas melenas de pólvora se grabó un nombre que pocas horas después había de correr toda la España leal entre rúbricas de admiración. El suyo. Este: Carrasco. Las vendas de los carteles sobre la frente herida de las esquinas pregonaron durante muchos días su nombre, como estímulo para los demás. Un día se tendió en un camino por el que avanzaban los monstruos de acero de los tanques fascistas, dispuestos a deshacer carne proletaria con las muelas rugientes de las ruedas en las trincheras leales. Carrasco no vaciló. Esperó con pulso firme la llegada de los monstruos, sin importarle la semicircunferencia de disparos que sobre el polvo del camino trazaban, cada vez más próximas, las ametralladoras de los tanques. Luego se levantó, jugó el brazo con la gracia deportiva de un discóbolo griego, y lanzó la primera bomba. Luego, otra, y otra, y otra... Así, hasta que rasgó el vientre de acero de tres tanques, mientras los otros volvían grupas apresuradamente para la huida, bloqueada de pánico. Muchos días siguientes se cuajaron en efemérides de nuevas hazañas. Aquel sector próximo a Madrid durmió tranquilo muchas noches con la garantía de la vigilancia de Carrasco. 


"Morir es lo de menos" 

—¿Y ahora, Carrasco? 

—Ahora sigo luchando. He recorrido todos los frentes próximos a Madrid. En ellos sigo aportando mi esfuerzo para ganar la guerra. 

—¿Cuál fué tu impresión cuando viste los tanques a pocos metros? 

—Figúrate... En esos instantes no se acuerda uno de nada. Ni de la hora en que se nació, ni de la familia, ni de nada. La impresión es de lo más grande y sublime que se puede recibir. 

No cuenta más. Es un hombre tallado en modestia. Que rubrica con estas palabras, sinceras y rotundas: 

—Lo importante es luchar. Morir es lo de menos. 


Antonio Otero Seco
Mundo Gráfico, 21 de julio de 1937





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