Una
noche, del mes de abril de 1975, fui detenido por la policía. Un grupo de
agentes de la brigada político-social me estaba esperando en la puerta de mi
casa. En aquella época, los detenidos políticos en Madrid disfrutaban del
dudoso privilegio de ser conducidos directamente a la Dirección General de
Seguridad, principal centro de detención y tortura de la policía franquista,
situada en la Puerta del Sol en el edificio que hoy acoge la sede del Gobierno
Regional de la Comunidad de Madrid y al cual los medios de comunicación se
refieren actualmente, de forma habitual, con el pomposo nombre de Real Casa de
Correos, tal vez con la intención de buscar en el pasado lejano una referencia
que haga olvidar su siniestro papel en nuestra historia reciente.
Una
vez allí, los detenidos eran recluidos en unas celdas situadas en los sótanos,
alumbradas permanentemente por una pequeña bombilla y privados de cualquier
referencia temporal que pudiera permitir saber el tiempo transcurrido o
distinguir el día de la noche. La puerta solo se abría para recibir el alimento
(por llamarlo de alguna manera) o para ser conducido a los interrogatorios,
acompañados de las correspondientes palizas y torturas. En condiciones normales
la detención duraba un máximo de tres días, pero el tiempo podía ser ampliado
si la policía lo consideraba necesario. Después, el detenido era conducido a la
sede del Tribunal de Orden Público y, uno o dos días después, ingresaba en la
Cárcel de Carabanchel. Paradójicamente, el ingreso en prisión era recibido como
una liberación: significaba que, salvo casos excepcionales, el detenido no
volvería a ser interrogado por la policía.
Debo decir que fui, en realidad, un afortunado:
solo me pegaron lo normal. Con el paso del tiempo incluso he ido olvidando los
detalles de aquellos interrogatorios. El peor recuerdo que me transmite la
memoria de aquellos días (compartido con otros que pasaron por la misma
situación) no es el sufrimiento debido al maltrato físico sino el sufrimiento
moral y la sensación de angustia que producía el no saber cuándo y cómo
terminaría aquella pesadilla.
Pero,
curiosamente, hay un recuerdo que ha permanecido especialmente nítido en mi
memoria: el pasillo que comunicaba las celdas tenía, en su parte superior, unas
pequeñas ventanas, convenientemente enrejadas, que no dejaban entrar casi nada
de luz pero permitían la entrada de aire en los sótanos. A través de esas
ventanas entraba también el ruido ambiental de la calle. La Puerta del Sol ha
sido siempre uno de los lugares más bulliciosos de Madrid y todo ese bullicio
se introducía en los sótanos por esas aberturas. Se oía, principalmente, el
ruido de los pasos de los caminantes, pero también sus voces y sus risas. Desde
aquel inmundo agujero me parecía imposible que pudiera haber, unos pocos metros
por encima, personas que hacían su vida normal y que incluso se divertían,
ignorantes del horror que existía debajo de sus pies.
Siempre
que transito por esa acera de la Puerta del Sol miro hacia esas ventanas, que
desde la calle se ven a ras de suelo, y afluyen a mi mente estos recuerdos.
Después, cuando paso por delante de la puerta principal, pienso siempre lo
mismo: ¿cómo puede ser que ninguno de los sucesivos gobernantes que han ocupado
ese edificio haya tenido la dignidad y la decencia de colocar una pequeña placa
en la entrada, como memoria y reconocimiento hacia las personas que fueron
detenidas y torturadas en ese lugar?. En este país, tan proclive últimamente a
colocar recordatorios en memoria de las víctimas de la violencia terrorista, ninguna
autoridad ha considerado conveniente poner en ese lugar un recordatorio en
memoria de los ciudadanos que sufrieron la extrema violencia que allí se
practicó en contra de los más elementales derechos de las personas.
Puede
ser el olvido y el deseo de enterrar la memoria del franquismo. Pero, en mi
opinión, el reciente debate que ha tenido lugar en España sobre la memoria
histórica del franquismo ha sacado a relucir un motivo adicional, que hasta
ahora había permanecido oculto pero que, sin duda, ha estado siempre presente:
los poderes fácticos de este país han construido una historia de diseño para
explicar la lucha antifranquista, el final del franquismo y la llamada
transición democrática que no tiene nada que ver con lo que allí ocurrió. Todo
lo que ayude a recordar lo que realmente fue la lucha antifranquista y la
represión que practicó aquel régimen criminal resulta extremadamente molesto
para este objetivo de reescribir la historia políticamente correcta de nuestro
país.
El
antifranquista de diseño construido por esta historia sería un personaje que
luchó contra el franquismo con el único objetivo de implantar la democracia
parlamentaria en España y que vio plenamente cumplido ese fin con el cambio
político que tuvo lugar. Esos verdaderos demócratas fueron los que pusieron fin
a la dictadura y trajeron la democracia a España. Solo ellos merecen ser
honrados.
Pero
lo que ocurrió en la Dirección General de Seguridad es otra historia: por
aquellos calabozos no pasaron esos demócratas de diseño. Quienes allí
estuvieron fueron comunistas de diversas tendencias, anarquistas, sindicalistas
e izquierdistas en general. Todos teníamos un denominador común: no luchábamos
solo contra el franquismo porque nos privaba de libertad sino también porque
aquel sistema representaba los intereses de una oligarquía económica y social
que seguraba sus privilegios sobre la base de la opresión política y el abuso
de poder. Luchábamos contra el franquismo como primer paso para construir una
sociedad nueva. Es cierto: no éramos verdaderos demócratas.
Una
de las mentiras que se ha repetido una y otra vez en el debate sobre la memoria
histórica es que el movimiento para la recuperación de la memoria de lo que fue
la represión franquista y para la reparación moral de las víctimas del
franquismo se basa, exclusivamente, en el estudio y la investigación de los
crímenes de la guerra y la postguerra: una historia demasiado antigua, cuyos
protagonistas ya están todos muertos, y que, según dicen, nunca debería ser
personalizada porque solo sirve para reabrir las heridas que ya parecían
cerradas.
Pues
bien, nosotros estamos vivos y no necesitamos buscar los cadáveres de nuestros
antepasados para saber lo que fue aquel sistema basado en la injusticia y el
crimen. Tampoco necesitamos consultar documentos ni que nadie nos cuente nada.
Nuestra
memoria histórica del franquismo no es más que la memoria de un trozo de
nuestra propia existencia, una memoria imposible de olvidar y que nos
acompañará siempre mientras estemos vivos.
Por
eso, solo cuando estemos muertos se atreverán, tal vez, a decir que aquello
nunca existió.
Jesús
Rodríguez Barrio
30/12/2010
Jesús Rodríguez Barrio estuvo preso en la Cárcel de Carabanchel
en los años 1974 y 1975. Es miembro de la Asociación LA COMUNA, de presos y presas del
franquismo.
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